Los terroristas (2 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
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Martin Beck suspiró con alivio para sus adentros.

—Además, yo no hablo español —dijo el jefe de la policía secreta.

—¿Y quién coño crees tú que sabe hablar español? —dijo Malm mostrando una sonrisa de colegial.

Malm sabía que el director general de la policía tampoco tenía la menor idea del idioma castellano.

—Yo sé de uno —dijo Martin Beck.

Malm alzó las cejas.

—¿Quién?, ¿alguien de homicidios?

—Sí: Gunvald Larsson.

Malm alzó las cejas un milímetro más; luego sonrió maliciosamente y dijo:

—Pero a él no lo podemos enviar.

—¿Por qué no? —dijo Martin Beck—. Yo creo que le va este trabajo.

Se dio cuenta de que se estaba acalorando. En circunstancias normales, no sería él quien rompiera una lanza en favor de Gunvald Larsson, pero el tono de Malm le predispuso, y ya estaba acostumbrado a que sus puntos de vista y los de Malm chocasen siempre, así que se puso en contra suya automáticamente.

—Porque es un patán y no es nada representativo del cuerpo —dijo Malm.

—¿Habla español realmente? —dijo el director general de la policía—. ¿Dónde lo ha aprendido?

—Estuvo en varios países de habla española durante su época de marino —dijo Martin Beck—, Esa ciudad tiene un puerto bastante importante, y seguramente ya ha estado antes ahí. Además, también sabe hablar inglés, francés y alemán bastante correctamente, y un poco de ruso. Lo dice en su ficha.

—De todas formas, es un patán —insistió Stig Malm.

El director general de la policía parecía preocupado.

—Tengo que mirar su hoja de servicios —dijo—; en realidad ya había pensado en él. Es cierto que tiene tendencia a comportarse un tanto toscamente y con poca amabilidad, y que es algo indisciplinado, pero no puede negarse que es uno de nuestros mejores inspectores de homicidios, a pesar de su dificultad para obedecer órdenes y atenerse al reglamento.

Se dirigió al jefe de la policía secreta:

—¿Qué opinas tú, Eric? ¿Crees que se las podría arreglar?

—Pues no es que sea un santo de mi devoción, pero tampoco tengo nada en contra de él. Lo que necesitamos es un hombre experimentado y observador, y Gunvald Larsson tiene experiencia; el hecho de que sea un tanto grosero e independiente quizá sea una ventaja en este caso. Si además habla el idioma y conoce el país de antemano, pues todavía mejor.

Malm parecía disgustado.

—Yo creo que sería una inconveniencia enviarle a él —dijo—. Lo único que hará será deshonrar al cuerpo de policía sueco con sus abruptas maneras. Se comporta como un bruto y utiliza un lenguaje que hace pensar más en un descargador del puerto que en un ex oficial de la Marina.

—A lo mejor no habla así cuando se expresa en español —dijo Martin Beck—, y, aunque se explique con una cierta crudeza de vez en cuando, hay que decir que es bastante discreto.

Esto no era del todo cierto. Martin Beck había oído recientemente a Gunvald Larsson referirse a Malm como «ese orgulloso cagón de lujo» y precisamente estando presente Malm, quien por fortuna no se dio cuenta de que le aludía a él.

El director general no parecía prestar demasiada atención a las observaciones de Malm.

—Quizá no sea mala idea —dijo pensativamente—, porque esta inclinación suya a conducirse un tanto bárbaramente no creo que suponga ningún inconveniente en este caso. Podría comportarse bien si quisiera. Tiene una formación bastante superior a lo habitual en el cuerpo. Proviene de una familia bien situada y cultivada, lo que entre otras cosas significa que se ha formado en los mejores colegios y que su educación le faculta para comportarse con corrección en cualquier contexto. Este tipo de cosas se notan, a pesar de que él haga todo lo posible por disimularlo.

—Eso sí que es verdad —murmuró Malm.

Martin Beck imaginó que Stig Malm hubiera aceptado gustosamente el encargo y que estaba enfadado porque ni siquiera se lo habían propuesto. También pensó que no era mala idea perder de vista a Gunvald Larsson durante una temporada, ya que era un tipo poco apreciado por sus compañeros por su habilidad para crear mal ambiente, armar jaleo y complicar las cosas.

El director general de la policía no parecía totalmente convencido de su propio razonamiento, y Martin Beck dijo en tono animoso:

—Yo creo que lo mejor es que enviemos a Gunvald Larsson, porque reúne todas las condiciones que se precisan para este trabajo.

—Me he dado cuenta de que cuida mucho su aspecto —dijo el director general—; su manera de vestirse refleja buen gusto y un aprecio por la calidad. Son cosas que causan buena impresión.

—Exacto —dijo Martin Beck—, es un detalle importante.

Él sabía que su propia indumentaria apenas podía sugerir la idea de buen gusto, pues llevaba los pantalones arrugados y con bolsas, el cuello de su camisa estaba demasiado descolorido y deshilachado de tanto lavarlo, y su americana azul estaba gastada y además le faltaba un botón.

—La sección de delitos violentos está bien equipada y yo creo que puede pasarse muy bien sin Gunvald Larsson durante un par de semanas —dijo el director general de la policía—. ¿O hay alguna otra propuesta?

Todos asintieron con la cabeza.

Incluso a Malm pareció hacerle gracia la idea de tener a Gunvald Larsson a mucha distancia unos días, y Eric Möller volvió a bostezar y parecía contento de que la reunión hubiera llegado a su fin.

El director general se levantó y cerró la carpeta.

—Muy bien —dijo—, entonces estamos de acuerdo. Yo informaré personalmente a Gunvald Larsson de nuestra decisión.

Gunvald Larsson recibió la noticia sin excesivo entusiasmo. Tampoco se sintió halagado por el encargo. Era un hombre seguro de sí mismo, pero no era del todo insensible y sabía que, cuando se marchara, muchos de sus compañeros exhalarían un suspiro de alivio, lamentando además que no se fuera para siempre.

No ignoraba que sus amigos dentro del cuerpo eran contadísimos. Según él, sólo tenía uno. También sabía que se le consideraba un insubordinado y un tipo difícil, por lo que su puesto estaba siempre colgando de un hilo, aunque este hecho no le inquietaba en absoluto. Cualquier otro policía en su situación y con su sueldo hubiera sentido al menos una cierta sensación de angustia ante la constante amenaza de ser suspendido o directamente despedido, pero Gunvald Larsson no había dejado de dormir una sola noche por ese motivo. Estaba soltero y no tenía hijos, y nadie dependía de él. Hacía tiempo que había roto todo vínculo con su familia, cuya existencia decadente y elegante le repugnaba.

Del futuro no se preocupaba en absoluto.

Durante sus años como policía había considerado varias veces la posibilidad de volver a su antiguo oficio, pero ya tenía casi cincuenta años y era de prever que nunca más volvería a la mar.

Cuanto más se acercaba el día de su partida, más se iba alegrando del encargo que le habían hecho. El encargo era seguramente muy importante, pero lo más probable era que no revistiera ninguna dificultad. Sería cambiar la rutina diaria durante un par de semanas, y ya empezaba a ver aquel viaje como unas vacaciones.

La noche antes del viaje, Gunvald Larsson se hallaba en su habitación de Bollmora en calzoncillos y se estaba mirando al espejo delante del armario.

Le encantaba el estampado de sus calzoncillos —alces amarillos sobre fondo azul— y poseía cinco más; tenía también media docena con el mismo motivo, sólo que el fondo era verde y los alces rojos, y los había metido ya en su enorme maleta de piel de cerdo, que descansaba sobre la cama, abierta de par en par.

Gunvald Larsson era un tipo fuerte y musculoso que medía un metro noventa y seis y que tenía unas manos y unos pies enormes. Se acababa de duchar y de pesarse rutinariamente en la báscula del baño, que había dado ciento doce kilos. Durante los últimos cuatro años, o quizá cinco, había engordado unos diez kilos, y contempló la curva que se le formaba justo encima de la cintura de los calzoncillos.

Encogió el estómago y pensó que lo que debería hacer era acudir con más frecuencia al gimnasio de Jefatura, o ir a nadar a la piscina que estaban construyendo allí, cuando estuviese terminada.

Pero en realidad estaba bastante satisfecho de su aspecto. Contaba cuarenta y nueve años, pero su pelo era espeso y sano, y no tenía entradas en la frente, atravesada por dos importantes arrugas.

Llevaba el cabello corto y lo tenía tan rubio que no se le notaban las canas. Ahora estaba mojado y recién peinado y se le pegaba a su ancha cabeza, pero en cuanto se le secase se le levantaría con fuerza y le quedaría esponjoso. Tenía las cejas muy pobladas, y tan rubias como el cabello; la nariz era ancha y bien formada, con amplios orificios nasales. Los ojos, azules como la porcelana, parecían pequeños en el contexto de aquella cara grande y fuerte, y estaban quizá demasiado juntos, lo que al mirar a lo lejos, sin fijar la vista, le daba un ligero aspecto demencial. Cuando se enfadaba, lo cual sucedía con frecuencia, se le formaba una arruga encima de la nariz y su mirada azul atemorizaba a los delincuentes más bregados y paralizaba a sus subordinados. Sus estallidos de ira eran tan temidos y conocidos en el distrito sexto de Estocolmo como en su día lo fueron, si no en los siete mares, al menos entre las tripulaciones de los barcos en los que él tuvo mando.

En fin, la realidad era que estaba bastante satisfecho de su aspecto externo.

El único que jamás desencadenaba las furias de Gunvald Larsson era Einar Rönn, primer inspector auxiliar de la sección de delitos violentos de Estocolmo, y su único amigo. Rönn era un tipo calmoso y de pocas palabras, un hombre del norte con una nariz eternamente colorada y goteante, que dominaba su cara de tal manera que apenas se notaban otros detalles de la misma. En su interior arrastraba una inextinguible nostalgia por su pueblecito de Arjeplog en Laponia.

A diferencia de Gunvald Larsson, estaba casado y tenía un hijo. Su mujer se llamaba Unda y su hijo Mats, y su propio nombre, el auténtico, lo confesaba muy pocas veces y con desagrado.

Su madre había sentido una irrefrenable admiración por el ídolo cinematográfico del momento, y había bautizado a su primogénito con el nombre de Valentino.

Ya que Gunvald Larsson y Rönn trabajaban en la misma sección se veían casi a diario, pero también coincidían a menudo durante su tiempo libre. Cuando podían irse de vacaciones al mismo tiempo, se marchaban juntos a Arjeplog, donde fundamentalmente se dedicaban a pescar.

Ninguno de sus compañeros comprendía cómo podía mantenerse la amistad entre aquellas dos personas tan distintas, y muchos se maravillaban de cómo Rönn, con una calma estoica y unas cuantas palabras, podía convertir a un Gunvald Larsson explosivo e iracundo en un manso cordero.

Gunvald Larsson examinó uno por uno los muchos trajes que atestaban su armario guardarropa.

Sabía muy bien el clima que imperaba en el país que se disponía a visitar, y recordaba unas semanas de primavera tórridas en el puerto de aquella ciudad, unos cuantos años atrás. Para soportar el calor de aquellas latitudes había que vestirse con ropas ligeras, y él sólo tenía dos trajes veraniegos.

Como precaución, se los probó y descubrió con fastidio que uno de ellos ya no le entraba en absoluto, mientras que apenas podía abrocharse los pantalones del otro, y la chaqueta le apretaba el cuerpo y si bien se la pudo llegar a abrochar, no sin dificultad, sus movimientos quedarían limitados a menos que terminara reventándola por los costados.

Volvió a colgar en su sitio el traje inaprovechable y colocó el otro encima de la maleta. Probablemente le iría bien de todos modos. Se lo había hecho hacer cuatro años antes, de finísimo algodón egipcio en color tostado con delgadas rayas blancas.

Aparte de los calzoncillos, en la maleta ya había metido zapatos, zapatillas, utensilios de aseo, calcetines, pañuelos, camisas, pijamas y una bata de seda del mismo azul que sus ojos.

Gunvald Larsson no bebía alcohol, pero había comprado una botella de aguardiente Lysholms Linierullad Akvavit, por si llegaba el caso de que alguna persona aficionada a los licores se hiciera merecedora del obsequio. Enrolló la botella en una camiseta verde con alces rojos y lo metió todo entre las camisas.

Completó el equipaje con tres pantalones caqui, una chaqueta de lino y el traje demasiado estrecho. En el bolsillo interior de la tapa de la maleta metió una de sus novelas favoritas,
La huella azul,
de Jul. Regis.

Después cerró la maleta, abrochó las correas con sus cierres de latón y colocó la maleta sobre un taburete.

Al día siguiente le vendría a recoger Einar Rönn en su coche para llevarle al aeropuerto de Estocolmo, Arlanda, que, como la mayor parte de los aeropuertos suecos, era triste y estaba mal emplazado, con lo que los ilusionados visitantes recibían de sopetón, apenas llegar, una impresión de lo que era Suecia mucho más lamentable de lo que Suecia era en realidad.

No quería dejar su propio EMW durante todo aquel tiempo al aire libre en el aparcamiento del aeropuerto.

Gunvald Larsson metió los calzoncillos de alces amarillos y azules en el cesto de la ropa sucia, se puso el pijama y se metió en la cama.

No padecía el nerviosismo del viajero y se durmió casi en seguida.

2

El experto en seguridad le llegaba a Gunvald Larsson a la altura de los codos, pero era un hombre bien formado y vestía con elegancia un traje azul claro, con unos pantalones anchos y muy bien planchados. Además, llevaba una camisa de color rosa, zapatos negros y brillantísimos, acabados en punta como torpedos, y una corbata de seda natural de un lila intenso. Lo único que le descomponía la figura era la funda de la pistola debajo de la axila izquierda. El experto en seguridad se llamaba Francisco Bajamonde Cassavetes y Larrinaga; tenía el cabello casi negro, la piel ligeramente tostada y los ojos de color de aceituna. Pertenecía a una gran familia aposentada, y su puesto era de gran categoría. Gunvald Larsson también provenía de la alta sociedad, aunque no quería ni siquiera que se notase; sus ciento doce kilos hacían de él más bien un gigantón embrutecido que un hombre refinado.

Francisco Bajamonde Cassavetes y Larrinaga extendió el plano de seguridad en la terraza, pero Gunvald Larsson estaba preocupado observando su propio traje: el sastre de la policía había estado trabajando en él durante siete días y el resultado había sido excelente, pues en aquel país el nivel de costura era realmente elevado. La única controversia había surgido cuando se trató de ensancharlo en el lugar previsto para la funda de la pistola, previsión que el sastre policial había considerado indiscutible, pero Gunvald Larsson nunca utilizaba pistolera, sino que llevaba la pistola prendida con un gancho al cinturón. Naturalmente, en el extranjero circulaba sin el arma, y aquel traje no lo podría utilizar nunca en Suecia. Había habido una ligera disputa sobre el particular, pero, naturalmente, se había salido con la suya. No faltaba más. Con gran satisfacción acarició su traje de arriba abajo, suspiró contento y observó los alrededores.

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