Una de las mujeres era bastante robusta y bastante más alta que la otra. Tenía unos rasgos muy marcados, ojos oscuros y el cabello peinado hacia los lados, negro y largo hasta la espalda.
La otra mujer era pequeña y angulosa, tenía los ojos castaños y el cabello oscuro y muy corto.
—¡Martin! —exclamó—. No sabía que estabas aquí.
Martin Beck estaba sorprendido y tardó un poco en reaccionar.
—¡Hola, Aasa! —dijo—. Yo tampoco sabía que estuvieras aquí. Pärsson me ha dicho que tenía un hombre aquí arriba.
—¡Bah! —hizo Aasa Torell—, a todo el mundo le llama «sus hombres», aunque se trate de mujeres.
Se volvió hacia la otra mujer.
—Maud, es el comisario Beck, el jefe de la comisión nacional de homicidios.
La mujer inclinó la cabeza hacia Martin Beck, que le devolvió el saludo. Todavía no se había recuperado del inesperado reencuentro con Aasa. Cinco años atrás había estado casi enamorado de ella.
La había conocido unos ocho años antes, cuando su marido, que era su más joven colaborador en la sección, había sido abatido a balazos, junto con otras ocho personas, en el interior de un autobús. Aasa había echado mucho de menos a su marido, Aake Stenström, y había terminado por querer ser policía. En aquellos momentos, era auxiliar de homicidios con Pärsson en Märsta.
Una noche de verano, en Malmö, cinco años atrás, Martin Beck y Aasa se habían acostado juntos. Había sido una noche deliciosa, pero no se había repetido jamás. Se alegró de ello al cabo del tiempo, pues Aasa era dulce y ambos mantenían una buena relación de camaradería, si alguna vez coincidían de servicio, pero, después de lo de Rhea, a él le era completamente imposible tener relaciones sexuales con otra mujer. Aasa continuaba sin haberse casado; se había entregado a fondo a su trabajo y había llegado a ser una buena policía.
A Martin Beck le asaltó la idea de lo que habría ocurrido si aquella vez sus sentimientos por Aasa le hubieran llevado a casarse con ella. No había cosa peor que estar casado con una colega y no poder olvidar jamás que se es policía.
—Supongo que quieres hablar con Maud —dijo Aasa—, Nosotras ya hemos charlado un rato; si quieres, me voy.
—Vete abajo con Pärsson —dijo Martin Beck—; seguro que te necesita para algo.
Aasa asintió brevemente y se fue.
Ya que Martin Beck sabía que Aasa era de una gran efectividad en lo referente a entablar contacto con el interrogado, pensó que su conversación con Maud Lundin sería breve.
—Me imagino que está usted cansada y afectada por lo ocurrido —dijo—. No la voy a molestar mucho rato, pero quisiera saber algo sobre su relación con el director Petrus. ¿Cuánto tiempo hacía que se conocían?
Maud Lundin se estiró el cabello detrás de las orejas y le miró con la vista fija.
—Tres años —contestó—; nos conocimos en una fiesta y después me invitó varias veces a cenar. Era en primavera; en verano tenía que empezar un rodaje y me contrató como maquilladora. Después, nos seguimos viendo.
—Pero ahora no trabajaba para él —dijo Martin Beck—. ¿Cuánto tiempo estuvo empleada con él?
—Sólo trabajé en aquella película. Luego tardó bastante en empezar una nueva producción, y mientras tanto yo encontré un buen trabajo en un salón.
—¿Qué clase de película era aquella en la que usted trabajó?
—Era una película sólo para la exportación, y no se ha exhibido en Suecia.
—¿Como se llamaba?
—Amor bajo el sol de medianoche.
—¿Con qué frecuencia se veían usted y el director Petrus?
—Más o menos una vez por semana, a veces dos. Casi siempre venía él aquí, pero a veces salíamos a bailar.
—¿Conocía su esposa esta relación?
—Sí, pero no le importaba en absoluto, mientras no se divorciase de ella.
—¿Pensaba hacerlo, quizá?
—Lo había pensado, tiempo atrás, pero me parece que ya se encontraba bien tal como estaba.
—¿Y a usted también le parecía bien tal como estaban?
—No le hubiera dicho que no si me hubiera propuesto casarme con él, pero, a grandes rasgos, ya estaba bien así. Era bueno y generoso.
—¿Tiene alguna idea de quién puede haberle asesinado?
Maud Lundin meneó la cabeza.
—Ni la más ligera idea —dijo—; parece de locura, no puedo comprender qué es lo que ha pasado.
Permaneció callada un rato y él la miró. Parecía curiosamente impertérrita.
—¿Está abajo todavía? —preguntó la mujer.
—No, ya no.
—¿Puedo quedarme aquí esta noche, entonces?
—No, todavía no hemos terminado con nuestra investigación.
Ella le miró con sus ojos oscuros y se encogió de hombros.
—Es igual —dijo—; puedo dormir en la ciudad.
—¿Cómo estaba él esta mañana, cuando se despidieron? —preguntó Martin Beck.
—Como siempre, no vi ninguna diferencia. Yo suelo salir antes que él, no le gusta demasiado madrugar. A veces íbamos juntos a la ciudad en taxi, que es como iba él siempre, pero yo sola prefiero ir en bicicleta hasta la estación y tomar el tren.
—¿Por qué viajaba en taxi? ¿No tenía coche?
—No le gustaba conducir. Tiene un Bentley y lo lleva algunas veces, pero casi siempre conducen otros.
—¿Qué otros?
—Su mujer o alguien de la oficina. De vez en cuando, un tipo que le cuida el jardín.
—¿Cuánta gente trabaja en su oficina?
—Sólo tres personas: un administrador, una secretaria y uno que lleva los contratos y las ventas y esas cosas. Luego contrata gente eventual según las necesidades de cada producción.
—¿Qué clase de películas producía?
La mujer no respondió en seguida. Luego levantó la vista y contestó lentamente:
—Bueno, no sé exactamente cómo hay que definirlas; si hay que ser sinceros, eran filmes pornográficos, pero muy artísticos. Una vez hizo una película muy ambiciosa, con actores buenos y todo. Se basaba en una novela famosa, e incluso obtuvo un premio en un festival, pero no ganó mucho dinero con aquello.
—¿Y ahora se ganaba bien la vida con estas películas?
—Muy bien; me ha comprado esta casa, y tendría que ver la suya de Djursholm. Es una villa de lujo, con un parque, piscina y todo.
Martin Beck empezaba a comprender la clase de persona que había sido Walter Petrus, pero no tenía mucha idea de qué clase de persona era la mujer a la que se enfrentaba.
—¿Le amaba usted? —preguntó.
Maud Lundin le miró con tranquilidad y respondió:
—Si he de ser sincera, no, pero era muy bueno conmigo; me encontraba a faltar y no se metía en lo que yo hacía cuando no nos veíamos.
Calló unos instantes y luego añadió:
—No era precisamente guapo, ni un amante excepcional; tenía problemas de impotencia, ¿comprende lo que quiero decir? Yo estuve casada ocho años con un tipo que era realmente un hombre; se mató en un accidente de coche hace cinco años.
—¿Veía usted a otros hombres aparte de Petrus?
—Sí, esporádicamente, cuando había alguno que valiera la pena.
—¿Y él no estaba celoso?
—No, pero quería que le contase qué tal me había ido con los otros y pedía detalles; le encantaba, y yo hacía lo posible para que estuviera contento.
Martin Beck miró a Maud Lundin. Estaba sentada muy erguida y le aguantaba la mirada con perfecta calma.
—¿Podría decirse que, en realidad, estaba usted con él sólo por su dinero? —inquirió.
—Sí —dijo ella—, podría decirse así, pero no me considero una ramera, aunque usted lo crea así. Tengo gran necesidad de dinero. Me gustan ciertas cosas que se tienen que comprar con dinero, y no es fácil que una mujer de cuarenta años y sin ninguna formación especial lo pueda obtener, si no es a través de un hombre. Si yo soy una puta, la mayor parte de las mujeres casadas lo son también.
Martin Beck se levantó y dijo:
—Gracias por la charla y por su sinceridad.
—No tiene que agradecerme nada; yo soy siempre sincera ¿Puedo irme a casa de mi amiga? Estoy cansada.
—Naturalmente. Dígale solamente al comisario Pärsson dónde podemos encontrarla.
Maud Lundin se levantó y cogió una bolsa de piel que estaba a los pies de la cama.
Martin Beck la observó mientras ella abandonaba la habitación. Iba muy erguida y parecía calmada y serena. Su cuerpo largo y fuerte estaba muy bien formado; parecía robusta y seguramente le había pasado toda la cabeza a aquel director cinematográfico bajo y gordo.
Pensó en lo que ella había dicho sobre las cosas que se pueden obtener a cambio de dinero. Walter Petrus había obtenido con el suyo una mujer que no estaba nada mal.
La autopsia dio como resultado la información de que la muerte de Walter Petrus había ocurrido entre las seis y las nueve de la mañana. No había ningún motivo para no creer la afirmación de Maud Lundin, según la cual estaba con vida cuando ella abandonó la casa a las seis y media. Tanto Aasa Torell como Martin Beck estaban convencidos de que ella no tenía nada que ver con su muerte.
El hecho de que la puerta principal estuviera abierta había facilitado al asesino la entrada en la casa y le había permitido sorprender a Petrus cuando estaba en la ducha, pero el misterio residía en cómo había logrado salir de allí sin ser visto. Tanto si había venido en coche, que era lo más lógico, como si había llegado en tren, lo curioso del caso era que nadie de los que vivían en los alrededores le hubiera visto.
En un grupo residencial en el que todos se conocen, al menos los vecinos más cercanos y sus coches, parecía que la posibilidad de que le vieran a uno era considerable, precisamente entre las seis y media y las nueve de la mañana. Entonces estaba todo el mundo en movimiento, los hombres camino del trabajo, los críos de la escuela, y las amas de casa de compras y cuidando los jardines.
Durante varios días se preguntó puerta por puerta en toda la zona, y cuando prácticamente se había interrogado a todo Rotebro se pudo constatar que nadie había visto nada ni a nadie que pudieran tener alguna relación con el asesinato. Pärsson y sus hombres, fundamentalmente Aasa Torell, trabajaban sobre la teoría de que el asesino vivía en las cercanías, pero todavía no habían encontrado a nadie que conociera a Petrus o que pudiera tener algún motivo para haberle matado.
Martin Beck y Skacke se dedicaron a investigar en la vida privada de Walter Petrus, su actividad como productor y su situación económica.
Estos últimos aspectos eran difíciles de desentrañar. Petrus parecía haber sido un evasor de impuestos bastante considerable; vendía sus producciones en el extranjero y se podía imaginar que tenía unas abultadas cuentas bancarias en Suiza. Tampoco había demasiadas dudas sobre las trampas que había hecho con la contabilidad y con sus declaraciones, y seguramente se había asesorado con unos consejeros jurídicos muy capaces. Eran cosas sobre las que Martin Beck no entendía demasiado, y delegó gustosamente la tarea en expertos en la materia para esclarecer el panorama.
La AB Petrus Film estaba enclavada en un edificio antiguo de la calle Nybro. Los locales, que un día fueron viviendas, habían sido respetuosamente renovados y consistían en seis habitaciones y una cocina. Cada empleado tenía su despacho y los muebles de oficina parecían objetos raros en aquel entorno de estufas de cerámica, paneles de roble y relojes de cuco. El propio Walter Petrus había presidido todo aquello, sentado tras una enorme mesa escritorio de jacaranda en una habitación hermosa y amplia, que hacía esquina y con altas ventanas. Además, había una especie de sala de proyecciones con espacio para diez espectadores, y una habitación que servía de archivo y almacén.
Martin Beck y Skacke consumieron un par de horas matinales en la sala de proyecciones para hacerse una idea del tipo de productos que la actividad de Walter Petrus había logrado crear. Vieron una película del principio al final y fragmentos de otros siete filmes, a cual más deplorable.
Skacke, al principio se había sentido un poco avergonzado, pero al cabo de un rato había empezado a bostezar. Las películas eran todas de muy baja calidad técnica, y llamarlas artísticas, como había hecho Maud Lundin, no era una exageración, sino una mentira. Martin Beck pensó que en aquello no había sido muy sincera, a no ser que hubiera perdido totalmente el sentido del bueno gusto.
Los actores, si es que había que emplear esta denominación para designar a aquella tropa de simples aficionados que aparecían en la pantalla, se movían prácticamente desnudos. La partida de vestuario no debía de haber sido la más importante del presupuesto de aquella película. Si por casualidad aparecía alguien vestido, la idea era que se quedase sin nada lo antes posible.
En varias de las películas salían las mismas chicas adolescentes, unas veces juntas y otras veces una por una. Una de ellas parecía avergonzada y miraba fugazmente a la cámara insegura, mientras, siguiendo probablemente las imperiosas indicaciones detrás de la cámara, hacía mover la lengua, rodar los ojos y mover el cuerpo contoneándose. Los chicos, excepto uno que era negro, eran todos ellos rubios y bien formados. La escenografía era austera, y la acción se desarrollaba casi siempre en el mismo viejo camastro, al que de vez en cuando le cambiaban las sábanas.
Sólo una de las películas parecía tener un cierto argumento o guión. Era aquella de la que había hablado Maud Lundin,
Amor bajo el sol de medianoche.
La habían rodado en las islas costeras cercanas a Estocolmo, y empezaba con la protagonista, una niña de unos quince años, que iba remando a una isla para celebrar el sol de medianoche a la vieja usanza sueca. En la canoa llevaba un cesto con una botella de aguardiente, vasos para el aguardiente, platos, cubiertos de plata, un mantel de lino, una lechuga y un pan redondo. Cuando hubo bajado el cesto a tierra, junto con una gran cuchara, se desnudó casi totalmente, aunque despacio y con grandes aspavientos, la boca abierta y los ojos entreabiertos o entrecerrados, según se mirase. Acto seguido se colocaba con las piernas abiertas sobre una roca medio sumergida y empezaba a masturbarse con el mango de la cuchara. Después de haber agitado la cabeza y de haber emitido algunos mugidos de placer, tiraba del anzuelo y sacaba un enorme salmón muerto. Contenta con su pesca, daba saltitos por la roca durante un rato, abría y cerraba las piernas, movía las caderas y hacía bailotear los pechos. En un abrir y cerrar de ojos, organizaba una hoguera con los restos de un naufragio, que se hallaban casualmente amontonados a su lado, y empezaba a asar el pescado. Luego vertía aguardiente en uno de los vasitos, que más bien parecía una copa de champán, y, justo después de engullir el primer trago, veía cómo salía del agua un joven rubio, apuesto y desnudo. Le invitaba a compartir el almuerzo, y copa va copa viene, bebidas en el mismo vaso, despachaban el salmón, perfectamente ahumado y cortado en lonchas, como si acabara de salir de un supermercado para una fiesta. Se había hecho de noche, a pesar de que el sol continuaba alto, y ambos jóvenes iniciaban un ritual alrededor del fuego. Luego, se iban cogidos de la mano, hacia los verdes prados de la isla, encontraban un confortable montón de heno y yacían durante un cuarto de hora, con un total de unas veinte posiciones distintas. En la escena final, los dos jovencitos caminaban muy juntos hacia el mar abierto.
The end.