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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (12 page)

BOOK: Los terroristas
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No se volvió, pero por el rabillo del ojo izquierdo veía la hilera de casas con sus tejados inclinados y sus ventanas relucientes en sus cavidades puntiagudas. Cada ventana era un ojo que le observaba impasible.

Cuando estuvo cerca de la arboleda, en un montículo rodeado de arbustos, dejó el camino. Antes de adentrarse a través de las matas de endrinos, para llegar a la arboleda, dejó caer la barra de hierro para que quedase oculta entre la vegetación.

Martin Beck estaba solo en casa, hojeando un ejemplar de la revista
Longitude,
y escuchaba uno de los discos de Rhea. Rhea y él no tenían precisamente los mismos gustos musicales, pero a ambos les gustaba Nannie Porres y ponían su disco a menudo.

Eran las ocho menos cuarto de la tarde y había pensado acostarse temprano. Rhea tenía una reunión de padres en el colegio de los chicos, y por la mañana ya habían celebrado el día de la Bandera Sueca de una manera más que memorable.

El teléfono sonó en mitad de la frase «I thought about you», y, como sabía casi con toda seguridad que no era Rhea, no se dio ninguna prisa en contestar.

Era el comisario de homicidios Pärsson, del distrito policial de Märsta, conocido con el apodo de «Märsta-Pärsta». Martin Beck encontraba el mote un tanto infantil y pensaba siempre en él como Pärsson de Märsta, lo que por otra parte le recordaba a algún antiguo parlamentario del antiguo sindicato campesino.

Pärsson dijo:

—He llamado primero al inspector de guardia, y me ha dicho que podía llamarte a casa. Tenemos un caso en Rotebro que, evidentemente, es homicidio o asesinato. Le han partido el cráneo a un hombre, de un fuerte golpe en la cabeza.

—¿Cuándo y dónde lo han encontrado?

—En una casa unifamiliar de la calle Tennis. La mujer que vive en la casa, y que al parecer es su querida, ha llegado a las cinco a casa y lo ha encontrado muerto en la bañera. Estaba vivo cuando ella se ha marchado de la casa a las siete de la mañana, según dice.

—¿Cuánto tiempo hace que habéis llegado?

—Nos ha llamado a las diecisiete treinta y cinco —contestó Pärsson—, Hemos llegado aquí exactamente hace dos horas.

Hizo una breve pausa y añadió:

—Probablemente sea un caso que podamos resolver nosotros solos, pero he pensado que sería mejor consultártelo a ti lo antes posible. De momento, es difícil saber lo complicado que puede llegar a ser este asunto. El arma no ha aparecido, y la mujer, que tiene un aspecto más fuerte de lo normal, no puede haberlo hecho.

—¿Por qué? Hay ejemplos de suicidios cometidos con un hachazo en la cabeza. La fuerza que hace falta para eso no es más que la que pueda hacer una mujer.

—Quizá no me he explicado bien —dijo Pärsson—; no se trata de un hachazo, sino de un golpe con algún objeto no cortante.

—O sea que lo mejor será que intervengamos —propuso Martin Beck.

—Si no hubiera sabido que ahora no teníais ningún caso entre manos, no me hubiera atrevido a molestarte a estas horas. Lo que quisiera es que me asesorases. Vosotros soléis abordar los casos cuando están todavía frescos, ¿no?

Pärsson parecía un poco inseguro. Admiraba a los que sabían, y Martin Beck era uno de ésos, pero sobre todo tenía un gran respeto por su profesionalidad.

—Desde luego —contestó Martin Beck—, has hecho muy bien. Te agradezco que hayas llamado en seguida.

Era verdad. Ocurría demasiado a menudo que las secciones de homicidios de los distritos rurales tardaran demasiado en avisar a la comisión nacional de homicidios, bien porque sobrevalorasen sus propios recursos, o porque menospreciaran el propio trabajo de investigación en sí, o bien porque quisieran darles esquinazo a los expertos de Estocolmo y acaparar los honores de resolver un caso por su cuenta y riesgo. Cuando por fin se veían obligados a reconocer sus limitaciones y Martin Beck y sus hombres aparecían en escena, todas las pistas estaban alteradas, los informes resultaban ilegibles, los testigos habían perdido la memoria, y el culpable seguramente estaba viviendo en las Quimbambas o se había muerto de puro viejo.

—Además, es verdad que ahora no tenemos gran cosa entre manos —continuó Martin Beck—, o no lo teníamos hasta que has llamado tú.

—¿Cuándo puedes venir? —preguntó Pärsson, visiblemente aliviado.

—Iré en seguida, sólo he de llamar a Koll... Skacke y ver si puede acompañarme.

Martin Beck seguía pensando automáticamente en llamar a Kollberg, en situaciones semejantes. Reconocía que su subconsciente se negaba a admitir que ya no trabajaban juntos. Durante los primeros meses después de que Kollberg se marchara, le había ocurrido que, cuando tenía que hacer una salida, le llamaba a él.

Skacke estaba en casa y pareció entusiasmado y bien dispuesto como siempre. Vivía en el Söder, junto con Monica y su hija de un año. Le prometió estar en la calle Köpman al cabo de siete minutos, y Martin Beck bajó a la calle a esperarle. Al cabo de siete minutos exactamente apareció Skacke en su Saab negro.

Camino de Rotebro, dijo:

—¿Te has enterado de lo de Gunvald, que recibió la cabeza del presidente en plena barriga?

—Sí, ya me lo han contado —respondió Martin Beck—; es una suerte que no le ocurriera nada.

Benny Skacke condujo un rato en silencio y luego dijo:

—Resulta chistoso eso de que te dé en el cuerpo un presidente sin cuerpo.

Ese chiste tan malo lo había oído en el comedor de la jefatura de policía, y le había parecido divertido, pero ya empezaba a tener sus dudas. Por su parte, Martin Beck tampoco dio ninguna muestra de especial regocijo al respecto.

—He estado pensando en eso de los trajes de Gunvald —continuó Skacke en un intento desesperado para relegar al olvido aquella frase de mal gusto—; ¡siempre es tan cuidadoso con la ropa, y siempre se la estropean! Esta vez habrá quedado manchado de sangre hasta las cejas.

—Seguro —dijo Martin Beck—, pero ha salido con vida y eso es lo más importante.

—Lo más importante... —repitió Skacke y suspiró.

Benny Skacke tenía treinta y cinco años y durante los últimos seis años había formado parte a menudo del equipo de trabajo de Martin Beck; él mismo consideraba que como había aprendido más sobre el trabajo de homicidios había sido observando y estudiando el trabajo en equipo entre Martin Beck y Lennart Kollberg. También se había dado cuenta de la especial relación que existía entre ambos, y le admiraba la facilidad que tenían para pensar más o menos en la misma dirección. Creía que esa relación nunca podría llegar a producirse entre él y Martin Beck, y que, a los ojos de éste, él representaba un pobre sustituto de Kollberg. Esta sensación le hacía comportarse de forma insegura cuando estaba junto a Martin Beck.

Martin Beck, por su parte, comprendía perfectamente los sentimientos de Skacke y hacía lo que podía para animarle y demostrarle que apreciaba su aportación al trabajo. Había visto madurar a Skacke durante los últimos años y sabía que trabajaba duramente, no sólo para hacer carrera, sino para llegar a ser un buen policía con conocimientos diversos. En sus horas libres se ocupaba no sólo de mejorar su forma física y su puntería, sino que también estudiaba derecho, sociología y psicología, y estaba al día de cuanto ocurría en el cuerpo policial, tanto en lo referente a las diversas disciplinas como a su organización.

La mujer de Skacke, Monica, era nueve años más joven que él y llevaban siete años juntos. Monica trabajaba como asistente sanitaria en el hospital de Söder, y Benny Skacke le había confiado hacía poco a Martin Beck que no pensaban tener más críos hasta que pudiera permitirse dejar el apartamento de la calle Tidelius y mudarse a una casa, a ser posible una villa en Lidingö.

Skacke era también un conductor experto, que conocía mejor que cualquier taxista Estocolmo y los nuevos barrios residenciales del extrarradio. No tuvo ninguna dificultad en encontrar la dirección de Rotebro.

Aparcó al final de una larga hilera de coches parados en la calle Tennis.

Un hombre, una mujer y un perro se encontraban en medio de la calzada mirando a Martin Beck y Skacke dirigirse hacia la casa. No se veía el amontonamiento de curiosos que solía producirse apenas más de un coche de la policía se paraba delante de una casa, momento en que la gente se agolpaba como moscas sobre un terrón de azúcar, pero en las ventanas de las casas cercanas se veían caras que observaban, y en el jardín de enfrente un grupo de niños pequeños miraban, señalaban y charlaban en voz alta.

Además, acababan de aterrizar allí unos cuantos representantes de la prensa, pero dos policías de paisano los mantenían a raya conversando junto a sus coches. Los fotógrafos reconocieron en seguida a Martin Beck y dispararon sus cámaras en cuanto le vieron aparecer.

El acceso a la casa y al garaje estaban acordonados y el policía que montaba guardia franqueó el paso a Martin Beck y a Skacke, mientras les saludaba llevándose la mano a la gorra.

Dentro de la casa había una gran actividad. El personal técnico había puesto manos a la obra, un hombre agachado en el salón tomaba huellas dactilares en una lámpara de mesa con ayuda de un fino pincel, y un chispazo les hizo notar que el fotógrafo estaba cumpliendo con su cometido.

El comisario de homicidios Pärsson se acercó a Martin Beck y Skacke.

—Habéis corrido bastante —dijo—, ¿queréis ver primero el baño?

El hombre de la bañera no era un espectáculo divertido, y ni Martin Beck ni Skacke permanecieron allí mirando más de lo estrictamente necesario.

—El médico forense acaba de venir —explicó Pärsson—, y dice que este hombre lleva muerto entre ocho y quince horas. El golpe era mortal de necesidad, y cree que el arma pudo haber sido una barra de hierro, o una pata de cabra o algo parecido.

—¿Quién es? —preguntó Martin Beck, señalando el cuarto de baño.

Pärsson suspiró.

—Desgraciadamente, una persona que será carne de prensa en seguida: Walter Petrus, el productor de cine.

—¡Mierda! —exclamó Martin Beck.

—O el director cinematográfico Walter Petrus Pettersson, como dicen sus papeles. La ropa, la agenda y el portafolios estaban en el dormitorio.

—Le he visto alguna vez en «Hänt i Veckan» —dijo Skacke—, con un montón de tías buenas a su alrededor.

—Yo nunca he oído hablar de ninguna película suya —confesó Pärsson—, pero era muy conocido.

El hombre que tenía que cargar con el cuerpo de la víctima estaba esperando, impaciente, poder entrar, y Martin Beck, Pärsson y Skacke se trasladaron al salón para dejar el paso libre.

—¿Dónde está la señora que vive aquí? —preguntó Martin Beck—. ¿Y quién es? ¡No me vengáis con que es estrella de cine!

—No, qué va —dijo Pärsson—; está arriba, en el piso, y uno de nuestros hombres está hablando con ella precisamente ahora. Se llama Maud Lundin, tiene cuarenta y dos años y trabaja en un salón de belleza en la calle Svea.

—¿Cómo está? —preguntó Skacke—. ¿Impresionada?

—Pues no... —contestó Pärsson—, más bien parecía nerviosa; creo que se ha ido calmando. No podrá dormir aquí esta noche, pero dice que tiene una amiga en la ciudad, con la que puede vivir hasta que hayamos terminado en esta casa.

—¿Habéis interrogado a los vecinos? —quiso saber Martin Beck.

—Sólo hemos hablado con el que vive en la casa de al lado, y luego con el vecino de enfrente. Ninguno de los dos ha oído nada raro, según dicen, pero mañana continuaremos preguntando en todas las casas de la calle. A lo mejor tenemos que preguntar en todo Rotebro. Éste es un lugar de esos en los que todo el mundo se conoce: los chicos van a la misma escuela, se compra en las mismas tiendas, y los que no tienen coche van en el mismo tren o autobús.

—Pero ese tal Walter Petrus, ¿vivía aquí también? —preguntó Benny Skacke.

—No, qué va —respondió Pärsson—, sólo venía algunas noches de la semana y las pasaba con la señora Lundin. Él vivía con su esposa y tres hijos en una villa en Djursholm.

—¿Se ha informado a la familia? —preguntó Martin Beck.

—Sí —dijo Pärsson—; tuvimos suerte, porque en la cartera de mano había una receta extendida por un médico privado, al que hemos llamado, y, como ha resultado ser un amigo de la familia, se ha ofrecido para decírselo a la familia y ocuparse de ellos.

—Bien —decidió Martin Beck—, mañana habrá que interrogarles a ellos también. Ahora empieza a ser tarde, o sea que lo único que podemos hacer es intentar terminar aquí en la casa.

Pärsson miró el reloj.

—Son las nueve y media —dijo—; no es tan tarde, pero tienes razón; además, también podemos dejar a la familia en paz por hoy.

Pärsson era un hombre alto y delgado, con el cabello totalmente blanco y la piel llena de pecas, lo que muchas veces le hacía parecer moreno. Tenía una expresión aristocrática, con su nariz ligeramente aguileña, labios delgados y unos movimientos gráciles y mesurados.

—Me gustaría hablar un rato con Maud Lundin —dijo Martin Beck—, Has dicho que hay un hombre arriba con ella, ¿no molestaré si subo?

—No, en absoluto —respondió Pärsson—; al contrario. Además, tú eres el jefe, así que haz lo que quieras.

Afuera se oían voces y alboroto y Pärsson entró en la cocina y miró por la ventana.

—¡Estos malditos curiosos! —exclamó—. Son como buitres; será mejor que salga a hablar con ellos.

Salió en dirección a la puerta principal, con paso decidido y expresión seria.

—Puedes ir mirando por ahí —indicó Martin Beck a Skacke.

Skacke asintió, fue hacia las estanterías llenas de libros y empezó a mirar los títulos.

Martin Beck subió por la escalera, que conducía a un espacio cuadrado enmoquetado de blanco. El mobiliario consistía en ocho sillones de piel clara, que parecían hinchados y formaban un círculo alrededor de una enorme mesa redonda de cristal. En la pared se veía un aparato de alta fidelidad empotrado, seguramente muy caro, y en unos estantes montados en cada esquina había altavoces pintados de blanco. El techo era inclinado y la vista desde la enorme ventana daba a la parte posterior de la casa, lo que permitía ver el campo lleno de tranquilidad y la espesa vegetación que anunciaba el bosque.

En la habitación sólo había una puerta, y estaba cerrada. Martin Beck oyó voces que murmuraban detrás de la puerta, la golpeó y la abrió.

Había dos mujeres sentadas en una gran cama de matrimonio, con un cobertor blanco imitación de piel. Las dos callaron y le miraron en silencio.

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