Los terroristas (16 page)

Read Los terroristas Online

Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

BOOK: Los terroristas
12.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

Una de las razones decisivas para que las chicas quisieran saber algo de él era su generosidad en cuestión de hachís y de alcohol. En este apartado era muy desprendido. A pesar de que él mismo apenas tomaba bebidas fuertes y sólo fumaba algún porro de vez en cuando, sus cajones siempre estaban bien surtidos de canabis y de marihuana, y su botellero bien repleto de toda clase de bebidas.

La otra razón decisiva era su constante promesa de proyección y promoción artística dentro de la cinematografía, y las perspectivas de viajes, festivales de Cannes y una vida de lujo y fama.

Una de las chicas había dejado de verle seis meses atrás, pero la otra había estado con él hasta pocos días antes de su muerte.

Admitía que al principio había sido lo suficientemente tonta como para creer en todas su promesas, pero que luego empezó a sospechar que tan sólo se estaba aprovechando de ella. Después de su último encuentro se había sentido humillada, y tan asqueada de él que había decidido soltarle cuatro verdades y colgarle el teléfono la próxima vez que le llamase. Luego, dado lo que había pasado, prefería no pensar más en ello.

El sentimiento que le quedaba tras la muerte de Walter Petrus no era mucho más agradable. Aasa había repetido textualmente sus deseos de «bailar a go-go sobre su tumba, si es que algún imbécil se ha entretenido en enterrar a semejante cabrón de mierda».

Aasa había unido un papelito a su informe, con un comentario escrito a mano. Martin Beck soltó el papel de su grapa y leyó:

«Martin: esta chica está colgadísima, aunque no se la conoce en la sección de estupefacientes, pero tiene todas las características de los que consumen cosas más fuertes que el hachís. Ella niega que W. P. le suministrara otras cosas, pero quizá sería interesante investigar por ahí».

Martin Beck dejó el papel en una bandeja de asuntos urgentes, cerró la carpeta con los informes y se levantó, dirigiéndose a la ventana con las manos metidas en los bolsillos.

Pensaba en la sospecha de Aasa de que Walter Petrus hubiera podido estar metido en el tráfico de drogas, cada día más extendido y menos controlable. Era un nuevo aspecto del caso, que podría abrir nuevas vías de investigación, pero también complicarlo todavía más.

No se había encontrado ninguna pista que indujese a pensar que Walter Petrus hubiera traficado en drogas duras, ni en sus oficinas cinematográficas ni en su casa, pero por otro lado tiempo atrás se había sospechado de él en ese sentido. Lo mejor era entrar en contacto con la sección de estupefacientes y ver qué le contaban allí.

Sonó el teléfono.

Pärsson de Märsta le dijo que había localizado al joven que les indicaría el lugar del hallazgo, y que saldrían hacia allí al cabo de un rato.

Martin Beck le prometió ir en seguida y fue a buscar a Skacke, pero éste se había marchado ya a casa, o había salido por algún recado.

Levantó el auricular para llamar un taxi, pero cambió de opinión y llamó al garaje. Ir hasta Rotebro en taxi costaría casi cien coronas, y otro tanto la vuelta, y la partida de vales de taxi de aquel mes ya estaba demasiado abultada.

A Martin Beck no le gustaba demasiado conducir, y sólo se ponía al volante en casos de apuro. No tenía elección y tomó el ascensor para bajar al garaje, donde había un Volkswagen negro a su disposición.

Pärsson le esperaba en el lugar convenido de Rotebro, y, junto con el joven y su perro, se dirigieron al arbusto de endrino donde había estado la famosa barra de hierro.

El tiempo se había estropeado y el aire era húmedo y frío. El cielo vespertino estaba tapado y gris, y se veían nubes repletas de lluvia.

Martin Beck miró hacia la casa más allá del campo.

—Es curioso que viniese por aquí, porque era fácil que alguien le viese —dijo.

—A lo mejor tenía un coche esperándole en la calle Enköping —alegó Pärsson—. Yo creo que debemos trabajar sobre esa hipótesis y ver de encontrar mañana qué camino tomó para ir a la calle.

—Seguro que lloverá —dijo Martin Beck—, y ya han pasado casi tres semanas. No creo que sirva de nada.

—Con probar no se pierde nada —replicó Pärsson.

El perro había desaparecido entre los árboles y su dueño lo llamaba insistentemente.

—¡Qué nombre tan curioso para un perro! —observó Pärsson.

—Yo conozco a otro perro que se llama Emil —dijo Martin Beck—, es muy divertido. Vive en la calle Kungsten.

Tenía frío en los pies y echaba de menos a Rhea. Los arbustos de endrinas no les daban la respuesta de quién había matado a Walter Petrus, y estaba oscureciendo.

—¿Nos vamos? —dijo, y empezó a caminar hacia donde estaban los coches.

Fue directamente a la calle Tule, y mientras Rhea freía un poco de carne en la cocina, él se quedó tumbado en la bañera, pensando cómo tendría que organizar el trabajo del día siguiente.

Había que informar a la sección de estupefacientes y había que hacerla intervenir en el caso.

Había que proceder a un registro a fondo en la mansión de Djursholm, en los despachos de la productora y en la casa de Maud Lundin.

Benny Skacke tendría que encargarse durante todo el día de averiguar si Petrus había tenido algún escondrijo misterioso o había alquilado algún piso bajo nombre falso.

Había que presionar un poco más a la chica que había hablado con Aasa. Sería un asunto de la sección de narcóticos.

Por su parte, llevaba varios días dándole vueltas a la idea de llegarse de nuevo a la villa y charlar con la señora Pettersson y con el jardinero Hellström, pero eso podía esperar. Al día siguiente tenía que estar en su oficina.

Con el servicio de la mansión de Djursholm podía muy bien hablar Aasa.

No sabía qué era lo que estaba haciendo Aasa; no la había visto en todo el día.

—¡La comida está lista! —gritó Rhea—. ¿Quieres vino o cerveza?

—Cerveza, gracias —gritó él a su vez, saliendo de la bañera y dejando de pensar en lo que haría al día siguiente.

8

El director general de la policía sonrió a Gunvald Larsson, pero en aquella sonrisa no había ni ingenuidad ni encanto, sino única y exclusivamente dos filas de dientes que ocultaban mal el desagrado que sentía hacia el visitante. Stig Malm estaba en su sitio, esto es, se ocultaba tras su jefe procurando parecer completamente ajeno a aquel asunto.

Malm había alcanzado su posición merced a lo que pudiera llamarse ambición de hacer carrera y gran esmero profesional, pero en un lenguaje menos refinado se diría que era un auténtico lameculos. Sabía lo peligroso que resultaba adular en exceso a los jefazos, del mismo modo que sabía que no conviene ser demasiado intransigente con los subordinados, pues muy bien podía ocurrir que un día ésos se sentaran en las poltronas de las alturas.

Por eso observaba la escena con una mirada neutral.

El director general de la policía alzó unos centímetros las palmas de las manos, para dejarlas caer luego sobre la mesa.

—Bueno, Larsson —dijo—, no hace falta que te diga lo contentos que estamos de que salieras ileso de esa desagradable experiencia.

Gunvald Larsson miró a Malm, que distaba de parecer contento.

Cuando Malm descubrió que le miraba, intentó reparar el malentendido con una amplia sonrisa, y dijo:

—Oh, desde luego, Gunvald, de verdad que pasamos un mal rato aquel día.

El director general de la policía volvió la cabeza y miró con frialdad a su hombre más cercano.

Malm se dio cuenta de que se estaba excediendo y apagó su sonrisa en seguida, bajando la mirada. Compungido, pensó: «Haga lo que haga, quedaré mal».

Era un hombre con lo que se dice mala pata. Si en alguna ocasión él o el director general de la policía tenían alguna actuación desafortunada, merecedora de la atención de la prensa, invariablemente era a él a quien despellejaban vivo los periodistas. Y si alguno de sus subordinados se pasaba de la raya, era él quien resultaba ridiculizado y zaherido. Si hubiera sido una persona más razonable y más sociable, nada hubiera exigido que las cosas salieran siempre así, pero a él no se le había ocurrido nunca reflexionar a este respecto.

El director general de la policía, que creía firmemente que los largos silencios hacían crecer su autoridad, sin saber muy bien por qué, dijo por fin:

—Lo que resultaba un poco extraño es que todavía te quedases allí once días después del atentado, a pesar de que tenías billete para el día siguiente. Tenías que haber vuelto el día seis de junio, pero no llegaste hasta el dieciocho. ¿Cómo explicas esto?

Gunvald Larsson tenía dos respuestas para esa pregunta. Sin pensarlo dos veces, escogió la respuesta que mejor se adecuaba a su manera de ser.

—Es que me hice cortar otro traje.

—¿Y se tardan once días para hacer un traje nuevo? —preguntó el director general con cansancio.

—Sí, si se quiere un trabajo bien hecho. Naturalmente, puede hacerse más de prisa, pero entonces es inevitable que surjan chapuzas por todas partes.

—Mmm —dijo el director general irritado—; como es sabido, tenemos nuestros inspectores, y cosas tales como trajes nuevos resultan más bien difíciles de meter en el presupuesto. Por cierto, que podías haberte comprado el traje aquí.

—Yo no me compro nunca trajes —replicó Gunvald Larsson—, yo me los hago hacer, y en toda Europa dudo que haya un sastre capaz de hacer lo que yo quería.

—Pero eso de los inspectores va a ser un problema, con estos gastos —dijo Malm.

Estaba seguro de haber pronunciado una frase correcta e inofensiva, pero el director general pareció haber perdido repentinamente todo interés por el vestuario de Gunvald Larsson, y exclamó:

—Eres un tipo curioso, Larsson, pero con los años hemos visto que eres un buen policía.

—Sí —dijo Malm—, es verdad.

—¡Pues claro que es verdad, lo acabo de decir yo! —exclamó el director general irritado—. Pero eres un tipo especial.

—Y algo indisciplinado —corrigió Malm.

El director general de la policía se volvió hacia Malm y dijo con una expresión como si estuviera a punto de perder los nervios:

—Yo no tolero ni la indisciplina ni la embriaguez. A estas alturas ya deberías saberlo, Stig.

Era evidente que Stig Malm estaba en plena línea de tiro, y tenía que darse maña para salirse. Miró a su alrededor en busca de una salida.

Gunvald Larsson le guiñó un ojo.

Malm quedó perplejo, porque las relaciones entre ellos dos eran fatales desde siempre, y a menudo habían surgido conflictos cuando trabajaron en equipo.

—Como Stig sabe, no me he pasado los once días metido en casa del sastre —dijo Gunvald Larsson tranquilamente.

En realidad, Stig Malm no tenía ni la más remota idea de lo que había estado haciendo Gunvald Larsson. Era algo muy típico de la Dirección General de la Policía aquello de que ninguno de los jefazos hubiera tenido un minuto para charlar con Gunvald Larsson antes de aquel momento, cuando llevaba ya más de tres semanas de nuevo en Suecia. Pero, claro, se habían dado cuenta de su nota de gastos.

El director general dejó de interesarse ya por las inconveniencias de Malm. Como de pasada, dijo:

—Muy bien, Stig, me gusta que dediques parte de tu tiempo a seguir las andanzas de nuestros hombres.

Y volviéndose con curiosidad hacia Gunvald Larsson, le preguntó:

—Bueno, ¿y qué hiciste?

—Bueno, pues primero me ocupé de lo de la casa de putas. Siempre he creído que teníamos que hacer averiguaciones acerca de todas las casas de placer del mundo, como un servicio para marinos y otros suecos que se hallen fuera de casa.

Gunvald Larsson había ido a un burdel por primera vez a los veintidós años, y decidió también que sería su última visita.

Malm creyó que el director general iba a ser víctima de un ataque epiléptico o que le arrojaría un pisapapeles a la cabeza a Gunvald Larsson o cualquier cosa parecida, pero el gran jefe, e impensadamente, lo que hizo fue prorrumpir en una estruendosa carcajada incontrolable, que sólo pudo refrenar después de pasados un par de minutos.

—¡Caray, sí que eres divertido, Larsson! —exclamó entre risotadas por fin—. Hacía no sé cuánto tiempo que no me reía tan a gusto.

Gunvald Larsson pensó que alguien debería hacer un estudio serio sobre el sentido del humor del director general de la policía. Luego dijo:

—Bueno, y ya que estaba allí y tenía que esperar a que me terminasen el traje, me dediqué a investigar sobre lo que había ocurrido.

—No parece muy constructivo eso —dijo el director general—. La policía de allí llevó a cabo una investigación muy concienzuda. Por cierto, que nos enviaron todos los informes, que llegaron mientras tú todavía te encontrabas allí, o sea que igual te los podían haber dado a ti. Claro que estabas seguramente muy ocupado con lo de los burdeles...

El director general rompió de nuevo a reír a mandíbula batiente.

Malm lanzó una mirada completamente confundida a los otros dos y se acarició pensativo su cabello rizado.

Gunvald Larsson esperó a que el director general terminase su alboroto y se hubiera secado las lágrimas. Después dijo:

—Personalmente, me parece que el servicio de seguridad cometió diversos errores y que las conclusiones de la investigación oficial de la policía no son correctas, especialmente en unos cuantos detalles bastante significativos. Por cierto, tengo en mi poder un ejemplar del informe en mi despacho; me lo dieron antes de marcharme.

En la habitación se hizo el silencio durante unos instantes. Después, Malm se atrevió a pronunciarse:

—Puede ser importante para la visita de noviembre.

—Error, Stig, error —dijo el director general de la policía—; no sólo es importante, sino extremadamente importante. Hemos de celebrar una reunión en seguida.

—¡Exacto! —dijo Malm.

Las reuniones le encantaban, formaban parte de la propia vida. Sin las reuniones no se podía hacer nada, y la sociedad se hubiera simplemente derrumbado.

—¿A quién hay que llamar? —quiso saber Malm, ya con el teléfono en la mano.

El director general de la policía estaba sumido en sus pensamientos. Gunvald Larsson se entretenía en tocarse los dedos uno por uno, hasta hacer crujir las articulaciones.

—Gunvald tiene que asistir, claro, como informador —dijo Malm.

—Después de lo que ha pasado tiene que asistir como experto en la materia —replicó el director general—, pero estoy pensando en otra cosa: el grupo especial no existe todavía. Tenemos bastante tiempo aún, pero se trata de una misión muy delicada y yo creo que es el momento de constituir un grupo con lo mejor de nuestras fuerzas.

Other books

Dancer by Clark, Emma
Controlling Interest by Elizabeth White
A Matter of Honor by Nina Coombs Pykare
Dark Magic by Rebecca York
A Kiss for the Enemy by David Fraser
Missing Person by Patrick Modiano, Daniel Weissbort
Suddenly Last Summer by Sarah Morgan
The Thirteen Gun Salute by Patrick O'Brian