El director general de la policía se aclaró la garganta y preguntó con voz quebrada:
—¿Qué te parece, Eric?
—Sí —dijo Möller—, lo haremos nosotros.
El hombre seguía teniendo problemas de flato.
—Precisamente esta parte del trabajo es la más sencilla —dijo Gunvald Larsson—. Yo me atrevería a realizarla con la ayuda de los veinte guardias más idiotas que tenga, y Möller tiene muchos zopencos vestidos de payaso haciendo el tonto por la calle. El otro día oí decir a uno que fotografió al primer ministro en su discurso del primero de mayo y dijo que le pareció un comunista peligroso.
—¡Basta, Larsson! —exclamó el director general de la policía—, Ya basta por hoy. Vamos a ver, Beck, ¿te encargas del asunto?
Martin Beck suspiró, pero asintió. Veía aquel encargo ante sí, con su enorme carga de complicaciones desagradables, reuniones interminables, y el trato con los políticos y los militares, que se metían siempre en todo. Pero, aun así, en primer lugar no podía negarse ante una orden tan directa, y por otra parte tuvo la sensación de que Gunvald Larsson tenía alguna idea sobre cómo había que enfocar el asunto. De momento había conseguido quitar de enmedio a la policía de seguridad, y eso era ya buena cosa.
—Antes de continuar, quisiera saber una cosa —dijo el director general de la policía—, una cosa que quizá me pueda decir el amigo Möller.
—A ver —invitó el jefe de seguridad estoicamente, abrochando el botón de su portafolios.
—Sí, me refiero a esa organización la USCH, o como se llame... ¿qué sabemos de ella?
—No, no se llama USCH —dijo Malm acariciándose el cabello.
—Pero se tendría que llamar así —apuntó Gunvald Larsson.
El director general estalló en una carcajada. Todos, excepto Gunvald Larsson, se le quedaron mirando muy sorprendidos.
—Se llama ULAG —dijo Malm.
—¡Sí, eso! —exclamó el director general—. ¿Qué sabemos, pues, de ella?
Möller sacó un solo papel de su cartera y contestó lacónicamente:
—Prácticamente nada. Quiero decir que sabemos que han cometido varios atentados, todos con éxito. La primera vez fue en marzo del año pasado, cuando el presidente de Costa Rica fue asesinado cuando bajaba del avión en Tegucigalpa; nadie se esperaba un atentado, y se vio que las medidas de prevención y de seguridad eran insuficientes. Si no llega a ser porque el ULAG se atribuyó el atentado, todo el mundo hubiera creído que se trataba de la obra de un loco aislado.
—¿Le mataron de un tiro? —preguntó Martin Beck.
—Sí, por lo visto con un arma de largo alcance, oculta en una furgoneta. La policía no consiguió encontrar a ningún culpable.
—¿Y la vez siguiente?
—En Malawi, donde dos jefes de estado se reunieron en conferencia sobre una regulación fronteriza. De repente explotó todo el edificio y murieron más de cuarenta personas; fue en septiembre. Las medidas de seguridad eran bastante completas.
Möller se secó el sudor de la frente. Gunvald Larsson pensó con alivio que su propia situación no era tan comprometedora.
—En enero, la organización cometió otros dos atentados; primero mataron a un ministro norvietnamita, junto con un general y tres miembros de su equipo, al disparar con un lanzagranadas contra el coche en el que viajaban. Iban a una conferencia con altos funcionarios sudvietnamitas. El convoy llevaba escolta militar, y, al principio, las malas lenguas quisieron hacer creer que tras el atentado se escondían otras fuerzas, pero el propio ULAG se atribuyó la responsabilidad del atentado en una emisión radiofónica. Apenas una semana más tarde, la organización volvió a actuar en uno de los estados del norte de la India. Cuando el presidente del estado visitaba una estación de ferrocarril, por lo menos cinco hombres empezaron a lanzar granadas de mano contra el tren y en la propia estación. Después, los terroristas dispararon varias ráfagas de metralleta. Éste es, hasta la fecha, el caso más sangriento, porque se habían congregado varios cientos de escolares para vitorear al presidente, y murieron casi cincuenta. Todos los policías y hombres de seguridad que se encontraban presentes murieron o resultaron gravemente heridos. El presidente saltó en pedazos. También es la única vez en que se vieron los asaltantes: iban enmascarados y llevaban una especie de uniformes de campaña. Huyeron en varios coches diferentes y no los pudieron encontrar. Después hubo otro caso en Japón, en marzo cuando un político muy famoso e importante visitaba una escuela. También en esa ocasión explotó el edificio y murió el político, junto con muchas otras personas. Se cree que fue obra de ULAG, pero la emisión radiofónica que se oyó era tan confusa que no se pudo distinguir el nombre con claridad.
—¿Esto es lo que sabes sobre ULAG? —preguntó Martin Beck.
—Sí.
—¿La habéis hecho vosotros esta relación?
—No.
—¿Cuándo la recibisteis?
—Hace unos quince días.
—¿Podemos preguntar de dónde la habéis sacado? —preguntó Gunvald Larsson.
—Sí, desde luego, pero no estoy obligado a responder.
Todos lo sabían ya y Möller dijo con expresión resignada:
—De la CIA.
El único que reaccionó fue el jefe local de policía, que inquirió:
—¿Qué significa eso, exactamente?
Möller no respondió. Martin Beck, viendo que el jefe local de la policía lo preguntaba porque realmente lo ignoraba, dijo:
—Significa Central Intelligence Agency.
—Está en inglés —dijo Gunvald Larsson con malicia.
—No es ningún secreto que intercambiamos información con Estados Unidos —precisó Möller, dolido.
—Intercambiamos información es una expresión bonita —dijo Gunvald Larsson—; encuentro que queda bien.
—¿O sea que, antes de esto, la policía de seguridad no sabía nada de ULAG? —preguntó Martin Beck.
—No —respondió Möller impasible—, no más de lo que había leído en los periódicos. No parece que se trate de un grupo de inspiración comunista.
—Ni árabe —agregó Gunvald Larsson.
—No —dijo Möller sin demasiado interés—, exactamente.
—A ver, oigamos lo que nos dice Larsson —propuso el director general de la policía—, ¿qué más sabes sobre esto del ULAG, o como se llame?
—Muchas cosas. Por ejemplo, que es típico de nuestro servicio de seguridad, que existe entre otras cosas para vigilar a los grupos terroristas internacionales, que haga oídos sordos ante todo lo que no sean grupos comunistas o palestinos.
—¡Esto no es verdad! —protestó Möller.
—Probablemente, tampoco será verdad que permitisteis que dos terroristas fascistas mataran a tiros a un enviado yugoslavo sin haber movido un dedo para evitarlo, y que luego los soltarais.
—No puede expresarse exactamente así —dijo Möller, que no reflejaba la menor intención de perder la calma.
Gunvald Larsson empezaba a darse cuenta de que aquel hombre era demasiado insensible como para dejarse provocar, por lo que volvió al núcleo de la cuestión y dijo:
—Yo sé sobre ULAG lo mismo que sabe Möller, porque lo tiene en este papel, y un poco más. Yo participé en gran parte de la investigación que siguió al atentado del cinco de junio, y me satisface poder afirmar que existen países cuya policía de seguridad no se contenta con recitar en voz alta lo que les llega en las fotocopias de la CIA.
—No seas tan reticente, Gunvald —le dijo Martin Beck.
Gunvald Larsson le miró de soslayo. No le gustaba demasiado Martin Beck, pero le admiraba como policía, y sobre todo por su clarividencia. Además, reconocía que sí tenía cierta tendencia a ser reticente, tendencia que todavía no había podido domesticar en muchos años.
—Si examinamos estos atentados —dijo—, veremos que podemos llegar a algunas conclusiones. Por ejemplo, que siempre se han dirigido contra políticos de alto nivel, pero también que estos políticos tienen muy poco en común. El presidente de Costa Rica era más bien socialdemócrata, y los dos africanos eran auténticos nacionalistas. Los vietnamitas, que no eran norvietnamitas como ha dicho Möller, sino del PRR, es decir, del gobierno provisional del Vietnam del Sur, eran comunistas. El presidente del estado federal indio era liberal-socialista y el japonés ultraconservador. El presidente cuya muerte tuve ocasión de contemplar era fascista y fundador de una antigua y sólida dictadura. Le podemos dar vueltas y más vueltas a todo esto y no podremos establecer ninguna conexión política. Ni yo ni nadie está en condiciones de dar una explicación razonable.
—A lo mejor sólo trabajan por encargo —observó Martin Beck.
—Ya lo he pensado, pero no parece verosímil. Esta solución no acaba de encajar. Lo que me sorprende, igual que en todas partes, es que todos los atentados hayan estado tan bien planeados y ejecutados. Se han valido de métodos muy diferentes y todos han funcionado a la perfección. Esta gente conoce su trabajo y son un verdadero peligro de muerte, lo cual indica que están bien entrenados y formados. Además, da la impresión de que disponen de importantes recursos, y deben de contar con alguna especie de base.
—¿Dónde? —inquirió Martin Beck.
—No lo sé —dijo Gunvald Larsson—, Podría especular sobre ello e intentar adivinarlo, pero prefiero dejarlo. En fin, y prescindiendo del objetivo al que ataquen, no se me ocurre pensar en nada más tremendo que un grupo terrorista que siempre tenga éxito en sus atentados.
—Explícanos ahora lo que ocurrió allá abajo —pidió el director general de la policía.
—Tardamos un rato en ver qué había ocurrido —dijo Gunvald Larsson—, La explosión fue extraordinariamente violenta, y, aparte del presidente y del gobernador, murieron otras veintiséis personas. La mayoría eran policías o agentes de seguridad, pero también les tocó la china a varios taxistas y cocheros que se hallaban cerca. También murió una persona que pasaba por otra calle, porque le cayó encima el resto del coche. La explosión fue tan tremenda porque habían puesto la carga justamente en una de las tuberías de gas principales de la ciudad. La única explicación es la de que hicieran estallar la bomba por control remoto desde muy lejos.
—¿Y cuál crees que fue el error de la policía? —preguntó Martin Beck.
—No se cometieron errores en la organización de protección —dijo Gunvald Larsson—; era prácticamente la misma que montó la policía norteamericana después del asesinato de Kennedy, pero, dado que el huésped era tan impopular, no se hubiera tenido que dar a conocer el itinerario que seguiría la comitiva.
—Pero entonces la gente no puede saludar ni agitar banderitas —alegó el jefe local de policía.
—Y aparte de esto, es un desbarajuste cambiar el itinerario de repente —dijo Möller—. Me acuerdo del cacao que se armó cuando vino Kruschev.
—Me acuerdo de que cuando se marchó dijo que en ningún lugar del mundo había visto tantas espaldas de policías —observó Martin Beck.
—Eso es problema suyo —dijo Möller—; aquel puerco no era capaz ni de tener miedo.
—La situación mundial era distinta entonces —indicó Martin Beck—; no había tanta desesperación ni tanta confusión.
El director general de la policía no dijo nada. Por aquel entonces no era director general de la policía, ni nadie hubiera imaginado que pudiera serlo algún día.
—Otro fallo que tuvieron allí —prosiguió Gunvald Larsson— fue que se tomaron las medidas preventivas demasiado tarde. Se establecieron controles en los puertos y en los aeropuertos tan sólo dos días antes de la visita oficial, pero los tipos esos de ULAG necesitan más tiempo para preparar sus golpes. Suelen aparecer con semanas de antelación.
—Eso sólo son conjeturas —dijo Möller.
—No exactamente. La policía de allí realizó unos informes muy interesantes. Aparte de esto, los informes que existen sobre el atentado de la India no son tan exiguos como lo que has leído. Uno de los policías, que resultó gravemente herido y después murió, dijo que los terroristas no iban enmascarados, sino que por todo disfraz llevaban unos cascos como los que acostumbran a llevar los trabajadores de la construcción. También dijo que, de los tres que él vio, estaba seguro de que dos eran japoneses y el tercero europeo, alto y de unos treinta años. Cuando éste último saltó para meterse en el coche y huir, se le cayó el casco y ese policía herido pudo ver que tenía el cabello rubio y llevaba patillas. La policía india controló, naturalmente, todas las salidas del país, y encontraron a una persona que se ajustaba a la descripción. Tenía pasaporte rhodesiano y anotaron su nombre, pero ya que el testimonio del policía no había llegado todavía hasta allí, no se pudo hacer gran cosa. Las autoridades de Rhodesia dijeron que no conocían a nadie con ese nombre.
—Siempre es algo —dijo Martin Beck.
—Antes de que el presidente volara por los aires, la policía de seguridad no mantuvo ningún contacto con la policía india, pero se anotaron todos los nombres de los que salieron del país en los días siguientes, y entre ellos se encontró por lo visto una persona con el mismo nombre y el mismo pasaporte. El pasaporte es, casi con toda seguridad, falso, así como el nombre, pero creo que tiene un cierto interés. Estoy seguro de que todos vosotros lo vais a oír con una confusión de sentimientos.
—¿Cómo se hace llamar? —preguntó Martin Beck.
—Reinhard Heydrich —respondió Gunvald Larsson.
El director general de la policía se aclaró la garganta y dijo:
—Esto de ULAG parece desagradable. Y Heydrich es una aparición histórica.
—En cualquier caso es histórico —dijo Gunvald Larsson—, pero las acciones de ULAG hasta la fecha han demostrado un total y absoluto desprecio por la vida humana.
—¿Cómo puede uno proteger a nadie contra bombas accionadas a distancia? —preguntó Möller compungido.
—Ya lo arreglaremos —dijo Gunvald Larsson—; tú preocúpate tan sólo de la protección cuerpo a cuerpo.
—La verdad es que no tiene nada de fácil si de repente uno se ve volando por los aires —repuso el jefe de seguridad—; ¿cómo vamos a protegerle?
—No te preocupes por las bombas y esas cosas; de eso ya nos encargamos nosotros.
—Estaba pensando una cosa —dijo Martin Beck—, y es que si de verdad funcionó allí la protección a distancia, entonces el que hizo estallar la bomba no pudo haber visto lo que ocurría.
—Seguro que no —dijo Gunvald Larsson.
—¿Tenía quizá a algún colaborador cerca de él?
—No lo creo.
—Entonces, ¿cómo supo en qué momento tenía que explosionar la bomba?