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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (11 page)

BOOK: Los terroristas
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El locutor descolgó el teléfono que tenía a su lado y escuchó durante unos segundos. Después dijo:

—«Vía satélite, tenemos conexión con una cadena de televisión americana que estaba siguiendo en directo esta visita que ha terminado tan trágicamente.»

Las imágenes eran de mala calidad, pero tan dramáticas, a pesar de todo, que resultaban espeluznantes.

Primero se vieron unas imágenes de la llegada del avión presidencial y del propio presidente saludando al comité de recepción. Luego pasaba revista sin demasiado interés a una compañía de honor y saludaba con una sonrisa permanente a sus anfitriones. Después siguieron varias imágenes de la comitiva. El aparato de seguridad parecía realmente imponente. Y entonces venía el momento culminante de la emisión. La cadena televisiva parecía haber tenido un cámara muy bien colocado para la ocasión; si hubiera estado cincuenta metros más cerca, seguramente habría muerto, pero si hubiera estado cincuenta metros más lejos, lo más probable era que no hubiese podido captar aquellas imágenes. Todo ocurría muy deprisa. Se vio una enorme columna de fuego, coches, animales y personas dando vueltas por los aires, y cuerpos destrozados que formaban parte de una nube de humo como la de una explosión nuclear. Luego el cámara tomó una panorámica de las inmediaciones, que eran realmente hermosas: una fuente artística y una avenida jalonada por palmeras. Luego llegaron las escenas horripilantes que cerraban el reportaje: un caballo al que le faltaba la parte posterior del cuerpo y que se debatía todavía entre estertores, junto a un montón de chatarra que había sido antes un coche, y al lado una masa informe que había sido una persona segundos antes.

El reportero había estado hablando sin parar con esa voz exaltada y apasionada que sólo los reporteros norteamericanos parecen poseer, y había hablado como si hubiera estado comentando el mismo fin del mundo.

—¡Mierda! —exclamó Rhea escondiendo la cabeza en el respaldo del sillón—. ¡En qué mierda de mundo vivimos!

Pero a Martin Beck le faltaba todavía el final.

El locutor volvió a aparecer y dijo:

—«Se nos comunica que la policía sueca había enviado un observador especial al lugar del atentado, el inspector Gunvald Larsson, de la sección de homicidios y delitos violentos de la policía de Estocolmo.»

La pantalla mostró entonces una fotografía de archivo de Gunvald Larsson, con una expresión ausente en el rostro y su nombre mal escrito, como es costumbre en estos casos.

El locutor reapareció y dijo:

—«Sentimos no disponer de ninguna información sobre la suerte que haya podido correr el inspector Larsson. El próximo programa de noticias será el noticiario radiado habitual.»

—¡Joder! —exclamó Martin Beck—. ¡Me cago en la leche!

—¡Qué te pasa! —preguntó Rhea.

—Pues esto de Gunvald. Siempre se mete allí donde va a haber jaleo.

—Pensaba que no te gustaba ese tío.

—Pues sí me gustaba, aunque no lo decía nunca.

—Pues hay que decir lo que uno piensa —dijo Rhea—. Ven, vayamos a acostarnos.

Veinte minutos más tarde, él se había dormido con la mejilla contra su costado. Pronto se le entumeció el costado y todo el brazo, pero no se movió; se quedó despierta en la oscuridad, queriéndole en silencio.

5

El último tren nocturno de Estocolmo y cercanías paró en Rotebro y de él bajó un solo pasajero.

El hombre, vestido con pantalones vaqueros y chaqueta de la misma tela azul, y calzado con zapatillas de gimnasia negras, caminó rápidamente por el andén y bajó por las escaleras, pero cuando hubo dejado atrás la intensa iluminación de la estación aminoró su marcha.

Continuó sin prisa, cruzando la parte antigua de la ciudad residencial, con sus verjas, muros bajos y setos bien cuidados alrededor de los jardines. El aire era frío, pero tranquilo y lleno de perfumes. Era la hora más oscura de la noche, y faltaban tan sólo un par de semanas para la noche más larga del año; el cielo azul intenso de junio se cernía sobre aquel caminante nocturno solitario.

A ambos lados del camino, las villas permanecían silenciosas y oscuras, y el único ruido que se percibía era el de sus suelas de goma en la acera.

Durante el viaje en tren había estado inquieto y nervioso, pero ya se encontraba más calmado y dejaba correr los pensamientos sin ninguna alteración.

Le vino a la memoria un poema de Elmer Diktonius y recitó a media voz algunos versos, al ritmo de sus propios pasos:

«Haz el camino vigilante,

pero no cuentes jamás tus pasos

porque el miedo los matará».

Algunas veces había intentado escribir poesía, con pésimos resultados, pero le gustaba leerla y se sabía de memoria varios poemas de sus autores favoritos.

Mientras caminaba apretaba con fuerza la gruesa barra de hierro de casi medio metro que llevaba escondida en la manga derecha de su chaqueta tejana.

Cuando el hombre hubo cruzado la calle de Holmboda y entró en la zona residencial, sus movimientos se hicieron más cautelosos y vigilantes. Hasta el momento no se había cruzado con nadie, y confiaba en poder llegar sin mayores contratiempos hasta su objetivo, que no quedaba muy lejos.

Se sintió algo menos protegido, porque los jardines estaban situados detrás de las casas, y el pequeño espacio entre éstas y las aceras estaba ocupado por parterres con arbustos y setos bajos que no servían para ocultarse.

En uno de los lados, las casas estaban pintadas de amarillo, y las de la línea frente a él de rojo. Ésta parecía ser la única diferencia, porque los exteriores eran idénticos, casas unifamiliares de dos plantas, de madera y con tejados de doble vertiente. Entre casa y casa había garajes o casetas para herramientas, que parecían puestos allí para diferenciar y también para igualar las casas entre sí.

El hombre se dirigía hacia la parte exterior, donde terminaban las casas y empezaban los campos y los prados.

Avanzó rápidamente y sin hacer ruido hacia el garaje de una de las casas de la esquina, mientras miraba en dirección de las otras casas y a la calle. No se veía a nadie.

En el garaje no había ningún coche; le faltaban las puertas y dentro sólo había una bicicleta de mujer cerca de la entrada, y a su lado un cubo de basuras.

Más allá, junto a la pared frontal, había dos cajas de madera bastante altas. Había estado inquieto pensando si alguien podía haberlas sacado de allí. Había escogido el escondite de antemano, y le hubiera resultado difícil encontrar otro tan propicio.

El espacio que quedaba entre las cajas y la pared era estrecho, pero lo suficientemente ancho como para que él pudiera pasar.

Se metió detrás de las cajas, que eran de madera de pino sin pulir y que por su forma parecían ataúdes. Cuando se hubo asegurado de que quedaba totalmente oculto tras las cajas, extrajo la barra de hierro de la manga de la chaqueta.

Ya sólo le quedaba esperar mientras la noche estival avanzaba lentamente hacia la luz de la mañana.

El suelo de cemento era duro y frío, y algo húmedo, por lo que sintió algo de frío allí, tumbado sobre el estómago y con la cabeza apoyada en un brazo. En la mano derecha tenía la barra de hierro, que aún conservaba el calor de su cuerpo.

Se despertó con el canto de los pájaros, se arrodilló y miró el reloj. Eran casi las dos y media; estaba a punto de amanecer y todavía le quedaban cuatro horas de espera.

Poco antes de las seis se empezaron a oír ruidos en el interior de la casa. Eran débiles e indeterminados, y el hombre escondido entre las cajas de madera tuvo ganas de poner la oreja contra la pared, pero no se atrevió porque le hubieran podido ver desde la calle. Por una rendija entre las dos cajas podía ver un trozo de la calle y la casa de enfrente. Pasó un coche y, al cabo de un rato, oyó ponerse en marcha un motor, y poco después un coche que se alejaba.

A las seis y media oyó unos pasos que se acercaban, al otro lado de la pared. Parecía alguien que llevara zapatillas. El ruido se hizo más lejano y volvió a aproximarse varias veces, y por fin pudo oír con claridad una voz femenina que decía:

—Bueno, adiós, me marcho. ¿Me llamarás esta noche?

No oyó ninguna respuesta, pero sí cómo se abría la puerta principal y luego se cerraba. El hombre permanecía totalmente inmóvil, con el ojo pegado a la rendija.

La mujer calzada con zuecos entró en el garaje. No podía verla, pero oyó cómo abría el candado de la bicicleta, y luego el crujido de la gravilla a su paso en dirección a la calle.

Lo único que pudo ver de aquella mujer, cuando pasaba por delante de él, montada en la bicicleta, fueron sus pantalones blancos y el cabello largo y oscuro.

Entonces se concentró en la casa que tenía enfrente, al otro lado de la calle. La ventana que podía ver tenía las persianas bajadas.

Agarró fuertemente la barra de hierro con la mano izquierda, escondiéndola debajo de la chaqueta, y avanzó tres pasos desde su escondite detrás de las cajas de madera, aplicó la oreja a la pared y escuchó mientras vigilaba la calle.

Primero no captó nada, pero al cabo de un rato se oyeron unos pasos que se alejaban, subiendo una escalera.

La calle estaba desierta.

A lo lejos se oía ladrar un perro y el rumor sordo de un motor diesel, pero en el pinar que le rodeaba parecía reinar la calma más absoluta.

Se puso los guantes, que llevaba enrollados en los bolsillos de la chaqueta, se movió deprisa sin dejar de pegarse a la pared del garaje, dobló la esquina, llegó hasta la puerta principal, asió el pomo y, tal como había previsto, estaba abierta.

Entreabrió la puerta, oyó pasos en el piso superior, comprobó con una rápida mirada que la calle continuaba desierta, y se coló en el interior.

El vestíbulo estaba un escalón por debajo del nivel del suelo de parquet del salón, y se quedó allí, mirando hacia la derecha, a través de la salita y hasta el gran salón abierto. Conocía perfectamente la distribución de la casa.

Tres puertas a la derecha, la del centro abierta. Era la cocina. El cuarto de baño estaba detrás de la puerta de la izquierda de la salita. Junto a ella, la escalera que llevaba al piso superior. Tras la escalera se encontraba la parte del salón que no podía ver, y que desembocaba en el jardín de la parte posterior de la casa.

A su izquierda se veían diversas ropas de abrigo colgadas, y en el suelo botas, sandalias y zapatos. Justo frente a él, de cara a la puerta de entrada, todavía había otra puerta; la abrió, entró y la cerró sin hacer ruido.

Era una habitación mitad lavadero y mitad trastero. También había allí el quemador de la calefacción. Una máquina de lavar, una centrifugadora y un armario de secado ocupaban una de las paredes. En la otra parte había dos armarios grandes y en el extremo un banco de trabajo.

El hombre entreabrió las puertas de los armarios. En uno de ellos había un traje de esquiador, un chaquetón de piel de carnero, y prendas de las que se usan poco o solamente en invierno. El otro armario contenía rollos de papel y un bidón de cinco litros de pintura blanca.

El ruido en el piso de arriba había cesado.

El hombre sostuvo la barra de hierro con una mano mientras entreabría la puerta y escuchaba.

De repente oyó pasos en la escalera y se apresuró a esconderse cerrando la puerta, pero permaneció junto a ella escuchando.

Abajo, los pasos se oían menos; probablemente, el que caminaba iba en calcetines o descalzo.

Hubo un estruendo en la cocina, como si se hubiera caído una cacerola.

Silencio.

Los pasos resonaron más cerca, y el hombre apretó con fuerza la barra de hierro entre sus dedos.

Oyó abrirse la puerta del cuarto de baño, y luego soltar el agua del retrete. Volvió a entreabrir la puerta y miró.

A pesar del rumor del agua, alcanzó a oír el ruido inconfundible que se produce cuando alguien se lava los dientes e intenta cantar al mismo tiempo. A eso le sucedió una serie de gárgaras, carraspeos, escupitajos y otras manifestaciones por el estilo, y luego continuó el canto, ya con definitiva claridad y un tono agudo y fuerte.

Reconoció la canción, a pesar de que la ejecución era bastante deficiente y de que, además, probablemente llevaba veintitantos años sin oírla. Le pareció recordar que se titulaba «La chica de Marsella»...

—«...y una noche en que el mar esté brillando, yo estaré tendido y muerto en el barrio del puerto...» —oyó que cantaban desde el cuarto de baño, mientras abrían el grifo de la ducha.

Salió al vestíbulo y caminó de puntillas hacia la puerta entreabierta del cuarto de baño. El ruido de la ducha no ocultaba la canción, que se vio mezclada de sonidos de despeje nasal.

El hombre sostenía la barra de hierro en la mano y miraba el interior del cuarto de baño. Vio la brillante espalda sonrosada, a cuyos lados colgaban dos bolsillas de grasa que se zarandeaban justo en el lugar en el que hubiera debido existir la cintura.

Vio los muslos fofos temblequeando por encima de sus piernas deformes, la parte posterior de las rodillas y las piernas llenas de varices.

Miró el grueso cuello y la cabezota, que brillaba, casi calva, con rayas delgadas de pelo oscuro.

Y mientras miraba y avanzaba los pocos pasos que le separaban del hombre que estaba en la bañera, se fue llenando de odio y de despreció, alzó su arma y, con la fuerza de todo su odio almacenado, le partió el cráneo de un solo golpe.

Los pies del hombre gordo resbalaron hacia atrás mientras su cuerpo caía hacia adelante. La cabeza le quedó apoyada en el borde de la bañera, y el resto del cuerpo quedó inmóvil bajo la fina lluvia de la ducha.

El asesino se inclinó hacia adelante, cerró los grifos del agua y vio cómo la sangre y la materia cerebral se mezclaban con el agua y se iban por el desagüe, que quedaba medio obstruido por el dedo gordo del pie del muerto.

Asqueado, cogió una toalla y secó su arma mortífera, tiró la toalla sobre la cabeza del cadáver y volvió a meter la barra de hierro en la manga de la chaqueta.

Cerró la puerta del cuarto de baño, salió al salón y abrió el ventanal que daba al jardín, cuyo césped se extendía hasta el campo abierto que circundaba la ciudad residencial.

Tenía que caminar un largo trecho a campo abierto para llegar a la arboleda del otro lado. Un caminito atravesaba el campo, y lo siguió. Más allá, el campo recién labrado ya enseñaba sus primeros brotes verdes.

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