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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #novela negra

Los terroristas (46 page)

BOOK: Los terroristas
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—¿A quién podrías resistir ver morir ahí arriba? —inquirió Gunvald Larsson con una agudeza desusada.

Martin Beck no respondió.

—Y Melander es demasiado viejo —dijo Gunvald Larsson—; seguro que lo haría, pero pronto cumplirá los cincuenta y cinco y puede pensar, con toda la razón, que ya ha hecho bastantes trabajos de esta clase. Aparte de esto, es un poco lento. Por cierto, que nosotros también tenemos ya unos cuantos años, aunque no seamos tan lentos.

—¿Nos queda, pues...?

—Einar —dijo Gunvald Larsson, y suspiró profundamente—. Llevo horas pensando en esto. Einar tiene ciertos inconvenientes, que ambos conocemos muy bien, pero cuenta al menos con una gran ventaja, y es que lleva mucho tiempo trabajando con nosotros y sabe cómo pensamos.

Martin Beck encontraba a faltar a Kollberg. Era cierto que Rönn sabía cómo pensaba Gunvald Larsson, pero también lo era que no sabía cómo pensaba Martin Beck, o al menos no lo había demostrado nunca.

—Podemos hablar con él —propuso Martin Beck—. Éste no es un trabajo de esos que se encomiendan al primero que pasa, y se le dice así y asá y hasta luego.

—Vendrá en seguida —dijo Gunvald Larsson.

Mientras esperaban enviaron a Strömgren al apartamento de Tanto. Skacke estaba demasiado cansado para reaccionar; colocó su precioso rifle en una caja que parecía diseñada para contener un instrumento musical; luego abandonó el lugar, se metió en su coche nuevo, se fue a su casa y se acostó.

La nariz colorada de Rönn no hizo su aparición en la puerta del despacho hasta un poco antes de las nueve. Se lo había tomado con tranquilidad, entre otras cosas por el tono de voz de Gunvald Larsson, que no presagiaba ninguna sorpresa agradable. Además, llevaba bastante tiempo sin poder tomarse nada con tranquilidad, así que utilizó el metro para dirigirse al centro, ya que en realidad no le hacía ninguna gracia conducir.

Al llegar, saludó y se sentó, mientras observaba a sus compañeros, a la expectativa.

Martin Beck pensaba que toda vez que Gunvald Larsson era amigo de Rönn desde hacía muchos años, era él quien tenía que empezar a hablar, cosa que hizo Gunvald Larsson inmediatamente.

—Beck y yo hemos estado pensando durante bastantes horas en quiénes han de llegar hasta ese par de pájaros en Tanto, y creemos haber llegado por fin a una solución razonable.

«A ver si será razonable», pensó Martin Beck mientras Gunvald Larsson empezaba a contarle su plan.

Rönn permaneció en silencio durante un buen rato y luego les miró a los dos, aunque sólo fugazmente a Martin Beck, como si le hubiera visto tantas veces que ya supiera por dónde iba; en cambio, a Gunvald Larsson le dedicó una mirada bastante más penetrante. El silencio era casi irresistible. Puesto que le habían dado orden a Melander de atender a todas las llamadas, no había ni siquiera la esperanza de que el timbre del teléfono pudiera romper aquel silencio. Después de lo que parecieron muchísimos minutos, dijo Rönn:

—En mi pueblo, a eso le llaman suicidio.

Rönn era de Arjeplog. Los dos crímenes que se habían cometido en aquel lugar tuvieron lugar después de que Rönn abandonase su pueblo natal. En cierto modo, habían sido dos crímenes bastante parecidos, pero se distinguían en que la policía resolvió el primero y falló en el segundo.

En el caso número uno, un hombre del pueblo había asesinado a tiros, en plena calle, a su mujer y a un hombre que creyó que era su amante, y luego se mató él. El lugar del crimen fue la calle, y allí estaban los tres cadáveres junto con el arma homicida. Se compararon todas las huellas digitales y demás requisitos, y todo coincidió. La policía consideró con toda convicción que el crimen estaba resuelto, y se instruyeron las diligencias oportunas.

El segundo caso parecía bastante fácil para un no iniciado, pero resultó muy complicado. Un borrachín muy conocido en toda la zona, de nombre Nelon Nelonsson, entró hacia las siete de la tarde en el economato del lugar, con el mastodóntico propósito de beberse toda la cerveza que hubiera allí dentro. Varias personas vieron cómo Nelon Nelonsson asaltaba la tienda, y aún más personas oyeron durante horas su repertorio de frases inconexas y los comentarios propios del caso.

Se avisó a la policía, pero los dos agentes disponibles estaban fuera, recorriendo el despoblado territorio en un coche patrulla que la dirección general de la policía les había asignado, a pesar de enormes reticencias en contra, para patrullar la descomunal provincia lapona. El coche estaba provisto de un tacógrafo que obligaba a la policía a recorrer decenas de miles de kilómetros inútilmente. En el pueblo había un tercer policía, pero aquél era su día libre, y estaba tan borracho que ni siquiera pudieron conducirle al lugar del desastre. Cuando el coche de la policía regresó de la estepa al cabo de largas horas, la cerveza se había agotado y Nelson Nelonsson había desaparecido, si bien fue hallado al día siguiente durmiendo en el desván de la tienda; cuando le despertaron, lo negó todo. Poco después se trasladó a vivir al sur del país, y, quizá debido a que aquel asunto le había otorgado una cierta aureola heroica, se metió en política. Empezó como provocador sindical socialdemócrata, pero pronto derivó hacia posturas más refinadas y respetables en el seno de aquel partido ficticio y desproporcionado.

La investigación policial se suspendió, y el caso se dejó por irresoluble.

Einar Rönn se había convertido en una persona decente. Colocado ante la disyuntiva de ser policía o militar, había ido a parar a las fuerzas del orden. Gracias a la evidente falta de lógica que tan a menudo distingue a los mandos policiales, le enviaron al sur de Suecia y sirvió en Lund, aunque su auténtica formación policial la había adquirido en la sección de delitos violentos de Estocolmo, en ambientes dominados por un cinismo y una brutalidad tan crudos y bestiales que la mayoría no creen que existan hasta que se encuentran con ello.

Al cabo de un rato, Rönn dijo:

—Bueno, ¿le habéis enseñado a Melander esta especie de plan?

—Sí —dijo Martin Beck—, en realidad fue de él de quien partió la idea original.

—¿Qué idea original? ¿La de que él no tomara parte en esto?

Gunvald Larsson y Martin Beck no pudieron ocultar la decepción ante aquella reprimenda que echaba por tierra un trabajo de planificación de varios días, pero Rönn se dirigió de repente hacia la ventana, miró cómo caía la nieve y dijo con apatía:

—Está bien, iré; dadme otra vez esa porquería para que la lea otra vez.

Y al cabo de más o menos media hora:

—Me imagino que la idea es que Gunvald entre a patadas por la puerta, mientras Martin se descuelga desde el balcón del piso superior.

—Sí —dijo Gunvald Larsson.

—Sí, y yo, entretanto, salgo de la pared dando un rugido, así por las buenas... ¿y a qué hora ha de ocurrir?

—¿A qué hora suelen comer? —preguntó Martin Beck.

—A las nueve —contestó Rönn—; la primera comida a las nueve en punto, y suele ser un almuerzo de abrigo, con un montón de platos.

—Entonces los cogeremos a las nueve y cinco.

—Sí —dijo Rönn—, ¿y Gunvald?

—¿Qué?

—En caso de que la puerta esté abierta, ten en cuenta que ese apartamento está a doce pisos de altura. Y por cierto, ¿de dónde vamos a sacar todos esos trastos?

—De obras públicas —dijo Martin Beck.

—¿Y quién manejará las herramientas?

—Policías —contestó Gunvald Larsson—. No podemos pedir que haya un montón de obreros municipales que corean riesgos imprevisibles.

—Riesgos imprevisibles, sí —dijo Rönn—. ¿Y de qué vamos a ir disfrazados?

Gunvald Larsson hizo una fea mueca y respondió: —Llevaremos monos, que nos prestarán los de obras públicas. ¿Einar...?

—¿Sí?

—Supongo que eres consciente de una cosa.

—¿De qué?

—De que esto es completamente voluntario.

—Sí, claro —dijo Rönn.

27

Era el viernes 13 de diciembre, pero a nadie le ocurrió nada especial por ese motivo.

Por si a alguno de los tres miembros del grupo le quedaban dudas sobre la posibilidad de poder accionar las diez taladradoras neumáticas sin llamar la atención, a las nueve menos dos minutos de la mañana del miércoles salió de dudas, pues las diez taladradoras, si bien se hallaban en un espacio cerrado, tenían como telón de fondo dos excavadoras que parecían manejadas por sendos locos y cuatro perforadoras de piedra histéricas.

Rönn operaba en la escalera, junto a otros tres hombres, y realizó un trabajo minucioso, horadando los agujeros a tal profundidad que la pared cedería a la mínima presión; además, era el único que había utilizado anteriormente una taladradora neumática.

Gunvald Larsson, que se mantuvo en el descansillo delante de los ascensores, pudo comprobar en seguida que aquello era algo que no dominaba; a pesar de asumir su cara un color violáceo a causa del esfuerzo, el taladro se le salía continuamente de sitio, y en lo único en lo que demostró su capacidad fue en el arte de armar un ruido infernal.

Martin Beck estaba tumbado en el balcón del piso superior, y tenía a su lado la pequeña escalerilla de aluminio. La familia que ocupaba aquella vivienda no había puesta ningún inconveniente serio cuando la policía se presentó en su casa y la evacuó a un piso más arriba. El otro apartamento del rellano de los japoneses estaba vacío; las casas eran malas y los alquileres tan altos que las personas que podían permitirse el lujo de vivir allí preferían escoger algo mejor.

La empresa multinacional propietaria del edificio había demandado recientemente a la otra multinacional gigante constructora del inmueble y había pedido una indemnización de varios millones por incumplimiento de contrato, motivado por negligencia, chapucería, fallos de material y todas las cosas consabidas que son práctica rutinaria en la construcción de grandes inmuebles en Suecia. Mientras los inquilinos pagaron, en dinero legal o bajo mano, callaron y aguantaron, no se oyó nunca ninguna queja contra ningún propietario, a pesar de que era casi un milagro que aquellas casas no se derrumbaran nada más terminarlas, pero a medida que fue creciendo la oferta en el mercado de la vivienda, la gente se mostraba más concienciada y ya no aceptaba de buenas a primeras la primera vivienda especulativa que se les ofrecía.

Martin Beck podía ver el balcón de los japoneses por un orificio de desagüe; habían salido dos veces para mirar las excavadoras y las taladradoras, que sin embargo sólo eran responsables de una parte del formidable estruendo que se había formado.

La operación tenía que prepararse en ocho minutos, y así se hizo. A las nueve y cinco minutos en punto, Gunvald Larsson asestó una patada contra la puerta y penetró en el apartamento; la puerta, que segundos antes había parecido una plancha de imitación de madera más o menos decorativa, se convirtió en unos segundos en un montón de astillas inidentificables.

El japonés grandote dejó su desayuno (¿o era ya su almuerzo?) con la metralleta en la mano, dispuesto a volverse contra Gunvald Larsson, pero en el mismo instante, en una fracción de segundo la pared que estaba a su derecha pareció venirse abajo y grandes pedazos de ella volaron dentro de la habitación junto con Einar Rönn, que, en pie y con un aspecto realmente inquietante, les apuntaba con su pistola Walther. Simultáneamente, Martin Beck soltaba la escalerilla de aluminio y derribaba de una patada la puerta del balcón, descubriendo que lo de dar patadas a las puertas era bastante divertido, a pesar de que aquélla era tan sólo una puerta chapucera de vidrio y conglomerado en lugar de auténtica madera; también recordó que Lennart Kollberg le había jurado que vio cómo una vez Gunvald Larsson en una situación extrema derribó de una patada la puerta del Instituto Eastman, que en circunstancias normales sólo hubiera sido posible forzar empleando un carro de combate o algo parecido.

No había nada que decir en contra del perfecto entrenamiento de ambos japoneses y de su ánimo fatalista, y tampoco demostraron desconocer las reglas de la estrategia; habían sido sorprendidos a pesar de su constante vigilancia, y además los habían sorprendido desde tres puntos distintos. Si no actuaban siguiendo estrictamente sus propias instrucciones, aquellos tres hombres metidos en sendos monos de color naranja, con toda seguridad policías disfrazados, podían matarlos a los dos en cuestión de segundos. No dijeron nada, ni siquiera cuando Gunvald Larsson aprovechó que el japonés grandote se volvía hacia la pared derrumbada y hacia Rönn, para asestarle con todas su fuerzas un golpe en la nuca con la culata de su revólver Master del 38, una buena arma que Gunvald Larsson había conseguido por sus propios medios, pero con la que no había disparado jamás contra ninguna persona.

En aquel preciso instante saltaron de los blancos ropajes de desayuno (¿o del almuerzo?) de los japoneses dos cajitas del tamaño de cajetillas de cigarrillos, que cayeron al suelo; de cada una de ellas salía un cable que terminaba alrededor de la muñeca de su portador.

No era difícil imaginar de qué se trataba: eran dos bombas compactas. El cable conectaba las muñecas de los japoneses a sendas espoletas. Si cualquiera de ellos conseguía tirar de su cable, estallaría la cajita, y probablemente con una sola había más que suficiente como para hacer volar a las cinco personas que allí se encontraban. ¿Y por qué no iba a poder tirar del cable? Un rápido tirón, la espoleta accionaría la bomba, y todo habría terminado.

Gunvald Larsson se quedó perplejo. Era un mal asunto, y el golpe que le había asestado en la nuca al japonés grandote no parecía haber tenido mayores consecuencias. Gunvald Larsson comprendió todo esto. Los japoneses renunciaban a todo, el grandote estaba estirando el cable y les quedaban cinco o diez segundos de vida. Gunvald Larsson gritó desesperadamente:

—¡Einar, el cable!

Y entonces Rönn hizo algo que ni él ni nadie pudo comprender ni entender: a pesar de ser uno de los peores tiradores del cuerpo, alzó unos centímetros su Walther y disparó contra el cable de la espoleta, partiéndolo con una precisión sobrehumana.

Cuando el cable quedó en el suelo, convertido en una inofensiva madeja, Gunvald Larsson se abalanzó sobre el japonés grandote lanzando un rugido como el que había proferido Rönn al empujar la pared.

Entonces, Rönn se volvió hacia Martin Beck y el otro japonés y dijo con mucha calma:

—Martin, el cable detonador.

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