Y el río allá, a lo lejos, intuido más que visto. Un río en serio, el Paraguay, como el Paraná. Casi como el Paraná. Ríos en serio, grandes, anchos, caudalosos, asesinos muchas veces, desbordados como la furia caliente de estas tierras. Carajo, encima ponerse melancólico a esta altura del debate, cuando uno ya se ha convertido, para siempre, en un proscrito. ¿Quién lo hubiera dicho? Pero para qué pensar más. La culpa había sido del calor, que incentiva las posibilidades de la muerte. Da variedad a sus formas. El calor averigua, parece, dentro de uno, y uno como que no se da cuenta. Pero produce muerte, esa cosa vieja, siempre renovada como los grandes ríos. Esa maldición.
Se sentó en la cama y bebió un trago de coca-cola que le habían traído, aguada porque el hielo ya estaba casi totalmente derretido. El calor se hacía insoportable y la parrilla del aparato de aire acondicionado, muda, era otra forma del subdesarrollo. Pero eso no era lo importante. Lo importante era esperar. Si hasta el miedo había perdido. Lo veía en ese espejo, frente a la cama, que le devolvía su propia imagen descamisada, semidesnuda, con ese lamparón en el cuello que le recordaba la pasión de Araceli, su mordisco, su succión. Un moretón que era testimonio de lo que había sucedido, de lo que él había hecho. Pero un testimonio efímero, se dijo, porque eso pasa, en unos días las marcas desaparecen; lo otro es lo que no sale, lo de adentro es lo que queda. No hay simulación posible para la tristeza profunda, porque la tristeza no deja moretones.
Ah, cómo quería morir en ese instante. Que viniese por ejemplo una especie de Catoblepas, ese monstruo imaginario de que hablaba Borges, un ser al que todo hombre que le ve los ojos, cae muerto. Si viniera en este momento y me mirara a los ojos. Le diría, acaso, “hola, Catoblepas” y lo miraría. Sí, claro que lo miraría. Ahora sí. Porque seguramente sería mejor que caer en manos de quienes iba a caer. Porque en cualquier momento llegaría un patrullero paraguayo, lo identificarían y lo entregarían a sus colegas argentinos. Ramiro recordaba la mirada del inspector Almirón, prometiéndole que volverían a verse. Sí, seguro, Almirón estaría del otro lado del río, en Clorinda, cuando los paraguayos lo entregaran. Un simple trámite. Y él sería el objeto, la mercancía.
Pero ¿por qué, carajo, tardaban tanto? Ya habían pasado dos días. ¿Qué esperaban?
No, en cualquier momento llegarían. Él debía limitarse a pensar y recordar. Y esperar. Él merecía todo eso. Con la muerte no se juega, ni con la brutalidad. Se pasmaba, todavía, recordando su desborde, la locura a que lo arrastró la excitación por esa muchacha a la que ya nunca más nombraría… ¿Nunca más? No, mierda, nunca más.
Pensó en bajar, salir a dar una vuelta, comer algo. Pero no se atrevía. Entonces, caminó por la habitación. Algo le decía que acaso podía escapar y que era un estúpido si no lo intentaba. No, tonterías. O que todo podía complicarse aún más. ¿Más?, le preguntó al Ramiro que le devolvía el espejo. Sí, más, pareció decir el otro.
—No entiendo, no entiendo —repitió en voz alta—, me voy a volver loco. ¿Por qué carajo no vienen de una vez?
Regresó a la cama, encendió otro cigarrillo y se recostó para fumarlo. Entender. Al menos entender. Entender por qué y cómo su vida se había arruinado en sólo tres noches de calor, de aire tórrido. Carajo, pues porque había vuelto al Chaco, ¿no? Y el Chaco es tierra caliente, trópico, selva, monte, gente apasionada. Como ella. Ella sin nombre ahora, y el calor y la luna. Mala junta, se dijo. Y bebió un sorbo de coca-cola y pensó en Paolo y Francesca, y en los pecados de la carne y en los daños al prójimo. “Pero yo ya no soy un prójimo; soy un proscrito, un condenado”, se dijo y se juró el segundo círculo, con Semíramis, con Dido, con Cleopatra y con Elena. Y evocó la bella interpretación de Denevi: Paolo un necio y presumido; Francesca muy Da Rímini, pero una verdadera holgazana sensual. Y Giovanni, el monstruo de la torre, un tierno enamorado. Él mismo era, en cierto modo, un Giovanni enamorado. Pero enamorado de la muerte. Y por eso merecía pasar del segundo círculo al séptimo, la región dominada por Minotauro y por Gerión.
¿Pero por qué no venían a buscarlo? Debía ser cosa de ese hijo de puta de Almirón. Y mientras tanto, el tránsito al séptimo círculo se demoraba. Faltaba mucho para eso, mucho, porque era muy joven y habitaba una tierra de nadie. El Paraguay era una tierra de nadie; y Asunción; y ese hotel; y el Chaco y la Argentina. Tierra de nadie: donde para morir es muy pronto y para amar es muy tarde. Ésa era su condena.
No importaba que lo pasaran por “la máquina”. Eran poco los interrogatorios, las bofetadas que recibiría. Ni siquiera era castigo el escándalo, el ensañamiento social de cierta gente mediocre y mezquina que lo maldeciría un tiempito, mientras fuera noticia, hasta que todos olvidarían y cambiarían de tema, estupidizados por el calor. El otoño traería los preparativos para las nuevas cosechas. Después vendría la siega del algodón, la esperanza de su tierra. Y los militares continuarían en el gobierno. Y los Gamboa seguirían teniendo todo controlado. Todo eso era poco: la verdadera condena era no ser sumergido inmediatamente en las lagunas de sangre del séptimo círculo; era no sufrir los dardazos de los centauros cada vez que quisiera erguirse. La condena era ser joven y estar vivo, y no poder morir ni amar, en esas tierras de nadie.
En ese momento sonó el teléfono, y saltó de la cama. Finalmente llegaban a detenerlo. Descolgó el aparato. Era el tipo de la conserjería.
—Señor: aquí lo busca una señorita.
Ramiro apretó el tubo, conteniendo la respiración. Miró por la ventana, negando con la cabeza. Luego miró la Biblia que estaba sobre la mesa de luz y pensó en Dios, pero él no tenía Dios. No lo había. Sólo había, entonces y para siempre, el recuerdo de la luna caliente del Chaco, instalada en un pedazo de piel, la piel más excitante que jamás conocería.
—¿Cómo dice?
—Que lo busca una señorita, señor, casi una niña.
Nueva York, marzo de 1982.
México, D.F., enero-febrero de 1983.