Ramiro golpeó contra la tierra y fue detenido por un tacuruzal. Se levantó presuroso, antes que las hormigas pudieran repeler ese cuerpo extraño. De pie, y lamentándose del dolor en un codo, corrió para ver el coche, semihundido en el agua. Se tranquilizó cuando se dio cuenta de que, si bien no se había provocado el incendio que deseaba, el Ford había quedado con las ruedas hacia arriba. La cabina estaba bajo el agua; el médico moriría ahogado.
Todo salió bien, se dijo. Y se espeluznó de su propia certeza, de la repugnante serenidad de su comentario.
Eran las cinco y veinte de la mañana y aún no empezaba a amanecer. Habían pasado sólo minutos desde que corriera alejándose del puente, rumbo al sur, a la ciudad. Ya dos automóviles y un camión habían sobrepasado su línea —Ramiro se apartó de la carretera, al escuchar los ronquidos de los motores, escondiéndose entre unos arbustos— lo que indicaba que nadie se detenía en el puentecito roto. Las obras públicas en mal estado no sorprendían a nadie. De modo que pasaría un buen rato hasta que se descubriera el Ford semihundido.
Entonces, cuando calculó que había caminado lo suficiente, se dispuso a hacer dedo, sin dejar de caminar, ahora más calmado, aunque el cansancio empezaba a dificultarle la marcha.
Un minuto después, un enorme “Bedford” con acoplado, con patente de Santa Fe, se detuvo ante sus señas.
—¿A dónde vas? —le preguntó el conductor desde la cabina; era un moreno que viajaba con el torso desnudo y asomaba un brazo que parecía un guinche portuario y tenía un tatuaje borroso, por la oscuridad, en el bíceps. Ramiro se dijo que ese tipo podía tutear a cualquiera, sin temor.
—Pa’onde le quede ‘iéen, chamigo —respondió Ramiro, con acento aparaguayado, pero sin mirarlo a los ojos.
—Voy a Resistencia a descargar y después sigo a Corrientes.
—Tá ién, me bajo ái, n’el centro.
—Bueno, subite.
Ya en la cabina, en tono casual y mirando hacia afuera por la ventanilla, con su evidente tonada paraguaya dijo que se le había descompuesto su coche unos kilómetros antes, en un desvío de la carretera. Iba a agregar que había decidido caminar hasta que alguien lo llevara, que buscaría un mecánico y que luego seguiría a Santa Fe, cuando se dio cuenta de que el camionero era uno de esos tipos capaces de hacer gauchadas, pero hosco y solitario. Sólo movió la cabeza, como indicando que no le interesaban las explicaciones ni los problemas ajenos. El tipo quería pensar en sus cosas, y le importaba un pepino la historia que le pudiera contar. Ramiro se lo agradeció desde lo más profundo de su corazón, y se recostó en el asiento.
Recordó velozmente todo lo que había pasado esa noche y se preguntó si no era sueño, si no era algo que le estaba pasando a otro. Abrió los ojos, sobresaltado, y no: lo que veía era el paisaje chato del norte chaqueño, con sus palmeras dibujadas en la noche en la dirección del río Paraná; con su selva sucia, agrisada, a las veras del camino. Y ese calor inaguantable, persistente, que casi se podía tocar.
Espió al camionero, que manejaba muy concentrado, mordiendo un escarbadientes que parecía deshilachado y mirando fijamente el camino. No, no era un sueño. Volvió a cerrar los ojos y, escuchando el ronroneo del diesel, se relajó unos minutos.
Cuando el camión se detuvo ante el semáforo de las avenidas Ávalos y 25 de Mayo, Ramiro, dijo “gracia, mestrro, aquí me bajo” y abrió la puerta y saltó, tratando de ocultar su cara al camionero, quien por su lado sólo gruñó y dijo algo así como “chau, paragua”, mención que a Ramiro le pareció hermosa de escuchar. Ese tipo no sería de cuidado. Venía con suerte.
Pero miró su reloj y se alarmó: eran ya las seis menos diez y empezaba a clarear. Debía caminar unas ocho cuadras hasta su casa; lo peligroso era que su familia lo escuchara entrar.
Cuando llegó, abrió la puerta con mucho sigilo, tras mirar la calle y comprobar que nadie lo miraba por las ventanas, nadie salía de sus casas. Se quitó los zapatos en el zaguán y se erizó cuando sintió el tún-tún de su corazón. Cruzó el living en completo silencio y entró a su dormitorio, cerrando la puerta tras de sí. Le pareció escuchar que, en el otro cuarto, Cristina hacía sus ejercicios matutinos. Luego iría a la cocina a calentarse el café. Su madre estaba en el baño. Por segundos, todo había salido bien.
Se desvistió, vigilante y con mucho cuidado, y se durmió preguntándose si en París hubiese pensado que él, Ramiro Bernárdez, alguna vez iba a ser capaz de tanta sangre fría. Habría jurado que no. Pero ahora, después de semejante noche, sabía que cualquier cosa era posible.
Cuando abrió los ojos, observó que el sol se filtraba por entre las rendijas de las persianas de metal. El ventilador de pie producía un sonido monótono y ensoñador, sobre todo cuando se iba totalmente hacia la izquierda y el buje debía girar una vuelta completa sobre sí mismo para iniciar el camino hacia la derecha. Le llamó la atención ese ventilador. Seguramente, su madre lo había encendido. Se asombró de no haberse despertado, pero claro, se dijo, la vieja tiene pies de lana. Sólo una madre puede entrar así a la habitación de un asesino, sin que éste reaccione.
Asesino, repitió, moviendo los labios, pero sin pronunciar la palabra. Sintió un súbito dolor de cabeza y se relajó; acababa de darse cuenta de que estaba completamente tenso.
Afuera, su madre hablaba con alguien. “Sí, querida”, decía, y parecía sorprendida y alegre. Debía ser alguna visita. Miró el reloj en su muñeca: las once y catorce. No había dormido mucho. “Qué casualidad —decía su madre—, nunca se te ve por aquí.” Y la voz parecía acercarse a su dormitorio. Ramiro se alertó, irguiéndose.
—Un minuto, queridita —la voz sonaba ahora muy fuerte—, esperate que voy a ver si está despierto.
Ramiro se zambulló en la almohada y cerró los ojos, justo en el momento en que ella entraba al dormitorio.
—Ramiro…
Él abrió un ojo, luego el otro, fingiendo estar dormido.
—Querido, te busca Araceli.
—¿Qué? —Ramiro saltó, horrorizado, casi gritando.
—Sí, querido, Araceli, la hija del doctor Tennembaum, de Fontana, donde estuviste anoche.
¿Qué es la conciencia? ¡La he inventado yo!
¿En qué consiste el remordimiento?
¡Es una costumbre de la humanidad desde hace siete mil años!
¡Librémonos de esa preocupación y seremos dioses!
FEDOR DOSTOIEVSKI
Hermanos Karamazov
No era posible, y sin embargo… Carajo, otra vez no estaba soñando. Se quedó en la cama, mirando el techo, asombrado y reconociendo sentimientos contradictorios: lo aliviaba saberse menos asesino, pero a la vez sentía rabia por todo lo que había pasado, y que pudo no suceder si se hubiese dado cuenta… Pero ¿qué era eso de sentirse menos asesino? ¿Qué era sino una comprobación ridícula?
Primero fue De Quincey, se dijo, y luego Dostoievski, los que señalaron que los humanos, en alarde de cinismo o de ociosidad, gozamos con el crimen. En algún lugar nuestro disfrutamos, admirativos, el horror de un asesinato. Podemos condenarlo, después, y seremos jueces implacables, pero en un primer momento el crimen nos deslumbra, nos impacta hasta la admiración.
No es posible ser “menos asesino”. Así como si un solo ser te falta, todo está despoblado, así una muerte producida por mis manos es todas las muertes.
Ramiro se miró las manos, con las palmas abiertas. Luego las dio vuelta, lentamente, y las contempló del otro lado, venosas, velludas; le parecieron manos de un monstruo de novela gótica. Y sin embargo eran las mismas que habían sabido acariciar a Dorinne, no hacía mucho. Las sabía capaces de ternura; podían apasionarse ante la suavidad de la piel de algunas mujeres; podían tocar, calmosas, una flor y no se marchitaría. Alguna vez habían pellizcado dulcemente la mejilla de un niño. Otra vez habían tocado tejidos de hilo oaxaqueño, una seda de la India, el pedestal del David en Florencia, el pelaje duro y seco de un perro ovejero alemán.
Significaban momentos grabados imperceptiblemente en su memoria; instantes indomeñables que no sabía por qué asociaba ahora. No, por más que quisiera ignorar su situación, esas evocaciones no eran distractores eficaces. Ésas eran las manos de un asesino; el asesino era él.
Por Dios, ¿y ahora qué haría? ¿Qué querría esa muchacha; cómo enfrentarla? ¿Qué le diría? ¿Qué sería capaz de decirle?
Suspiró y encendió un cigarrillo. Dejó el fósforo en el cenicero, sobre la mesa de luz, y se dijo que no iba a salir por un rato. Que lo esperaran, pensó, por mí que me esperen toda la vida, en este momento lo único cierto es mi propia parálisis, ya demasiado ajetreo tuve anoche.
¿Y Araceli, habría contado lo que pasó? ¿Y Carmen, sabría ya que la había violado e intentado matar? Porque evidentemente esa chica no había venido sola a su casa, desde Fontana. ¿Qué mierda querían?
Odiaba a las mujeres, sólo entonces se daba cuenta. “Soy un misógino”, se rió. Aunque no, no era tan así. En París, varias amigas lo habían acusado de machista; en veladas inolvidables, juguetonas, divertidas, discutiendo sobre las conductas de los hombres frente a las mujeres. Machista, le decían; feministas primarias, alocadas, contraatacaba él. Y se reían. No sabían nada de la vida.
Las mujeres representan el sentido común que nos falta a los hombres, se confesó. Y eso es lo que los hombres tememos. Por desearlas y necesitarlas, les tenemos miedo. Nos causan pavor. ¿O no era eso lo que había sentido frente a Araceli, anoche? Él, Ramiro Bernárdez, el gran macho, el argentino maula que no fue capaz de alzarse a una francesita en París, anoche se había convertido en un vulgar violador. Por miedo, por terror. Y había asesinado dos veces; no importaba que ahora Araceli resucitara o lo que fuere. Sentido común… ¿qué era eso? Sólo tenía sentido del pavor. ¿No le había pasado, antes, con muchas mujeres? Caray, con todas, si cada mujer que había conocido en su vida había significado un minuto de terror, de pánico insoluble. Quizá eso era el machismo, ese segundo de espanto que sentimos cuando enfrentamos a la mujer. El instante de terror que nos produce reconocer su sensatez, su aparente fragilidad (lo que nosotros queremos ver como fragilidad), su intrínseca posibilidad de anclaje en una estabilidad que los hombres no tenemos. Porque, quizá, lo que nos diferencia no es sólo la tenencia de un miembro unos y de vaginas otras; lo que nos diferencia es la imposibilidad de aceptar y reconocer la diferencia. He ahí lo que rechazamos en el otro sexo.
¿Y por qué pensar todo esto ahora? ¿Porque el horror no era siquiera la muerte, sino la vergüenza de haber sido un violador? ¿Porque de pronto debía admitir que no se atrevía a salir de su cuarto, puesto que se sentía francamente un prototipo lombrosiano? ¿O porque ya, íntimamente, se sabía incapaz de toda ascendencia moral? ¿O es que el honor era, nomás, una superstición, como sugirió Dostoievski? ¿Qué era el honor de un hombre, sino el reconocimiento de su humildad, de su pequeñez infinita, inmensurable: qué era sino el abatimiento del narcisismo?
Entonces, él no tenía honor; no era honrado, ni siquiera un hombre. Todos los siglos de la humanidad, de ese afanoso procurar distinguir el bien del mal, se le vinieron encima.
Sin embargo, se levantó de la cama, se puso una camisa y un pantalón y se ordenó salir. Pero enseguida debió admitir que no se atrevía a abandonar su cuarto. Todavía no. Volvió a pensar, entonces, que esa comprobación de ser “menos asesino” era absurda, una estupidez, porque el médico… ¿Y si tampoco había muerto?
Se alarmó, advirtió el brinco de su corazón, buscó algo en algún lado. ¿Qué era peor, ahora que estaba metido hasta el tuétano en este baile?
Pero no, Tennembaum era seguro que había muerto; él había visto el Ford con la cabina hundida y las ruedas girando, y el tipo estaba desmayado. Tenía que haberse ahogado. Sí, eso era seguro. Pero entonces, si Araceli hablaba… todo sería peor. Y ya no cabía ni pensar en huir a Paraguay.
Escuchó nuevamente la voz de su madre, que se acercaba, y enseguida vio que abría la puerta del dormitorio y se asomaba.
—Che, Ramiro, te está esperando esa chica.
—Ya voy, mamá.
Ella se quedó mirándolo, con lo que a él le parecieron sombritas de duda en los ojos. Un destello extraño, indefinible. Nervioso, preguntó:
—¿Cómo está el día?
—¿Cómo querés que esté, mi querido? Como siempre: caluroso, húmedo, el sol nos va a matar.
Ramiro buscó un cinturón y se lo cambió. Luego se sentó en la cama y empezó a ponerse las medias y los zapatos despaciosamente.
—Nos van a matar otras cosas, mamá.
—¿Qué estás diciendo?
—No me hagas caso, me siento horriblemente.
—¿Te traigo una aspirina?
Ramiro rió, una carcajada breve, amarga.
—No hay aspirinas para lo que me pasa, vieja; no hay remedio.
Ella también se rió, nerviosa.
—Vaya, éste se levantó dramático, hoy —como si le hablara a la pared, alguien que estuviese ahí, instalado en los ladrillos, en la cal y en la pintura.
Luego salió rápidamente.
—Apurate, querido —dijo al cerrar la puerta.
Ramiro terminó de vestirse diciéndose que al menos una cosa tenía clara: Araceli no debía hablar. Antes de salir del dormitorio, cerró los ojos y se recomendó calma; cualquiera que fuese la idea de esa muchacha, él debía estar sereno. Ya vería cómo silenciarla.
Ella estaba sentada en el living, en un sillón. Vestía un pantalón azul, un jean gastado que le apretaba las caderas y los muslos. Llevaba una camisa a cuadros, de hombre, que le quedaba grande, y el pelo recogido en un rodete. El flequillo le ocultaba los ojos, o era que habían perdido el brillo. Tenía una pequeña magulladura en el pómulo derecho. No parecía ni triste ni asustada.
—Hola —dijo Ramiro, mirándola fijamente.
—Hola —respondió ella, y se puso de pie, se acercó a él y le dio un beso junto a la boca. Ramiro pestañeó y se sentó en el sillón, junto a ella. Desde la cocina se oía el ruido de su madre, preparando algo, seguramente su desayuno: café con leche y galletitas.
—¿Cómo estás?
—Bien —ella hablaba sin quitarle la vista de los ojos. Estaba hermosa.
—No sé qué decirte, Araceli… —y de veras no sabía; ella lo escuchaba, en silencio, magnetizada ante su presencia y sus palabras—. Anoche me volví loco. Quisiera que me disculpes si estuve brutal, ¿sabés? Es tonto que te lo diga, chiquita, pero… no quise hacerte daño.