El patrullero se estacionó detrás del Ford, y sobre el techo se le encendió un reflector cuyo haz dio directamente en Ramiro y en el médico. Tennembaum se echó un largo trago de vino, inclinando la cabeza hacia atrás.
—¡Carajo, deje esa botella y quédese quieto!
—Me cago en la policía.
—¡Pero yo no, pelotudo de mierda! —bramó Ramiro, en voz baja, gutural, quitándole la botella de las manos y tirándola al piso del coche—. ¡Quiere que nos caguen a balazos!
—No se muevan —les advirtió una voz, desde el patrullero. Era una voz serena, casi suave; pero autoritaria, muy firme.
Dos policías bajaron de las puertas traseras. Ramiro los observó por el espejo retrovisor. Un tercero abrió la puerta delantera derecha. Los tres rodearon velozmente el Ford, con las armas gatilladas. Dos portaban escopetas de caño recortado —Itakas, se dijo Ramiro— y el de adelante, que parecía mandar el operativo, debía tener una pistola 45, la reglamentaria.
—Mantengan las manos a la vista, por favor, y no hagan ningún movimiento sospechoso. Están rodeados.
—Todo en orden, oficial —dijo Ramiro, en voz alta, que procuraba parecer calma y segura—. Proceda nomás.
El policía se acercó a su ventanilla y miró dentro del coche. Ramiro se imaginó que los otros dos debían estar en las sombras, apuntándolos. Y el cuarto, el que manejaba, ya debía estar en contacto con el comando radioeléctrico. En cualquier momento podía aparecer una tanqueta del ejército. Así le habían contado que se vivía en el país, desde hacía un par de años.
—Dígame dónde tienen los documentos —dijo el oficial—; sin moverse.
—Yo tengo la cédula en mi cartera —dijo Ramiro—, en el bolsillo trasero del pantalón.
Los dos esperaron que el acompañante hablara. Tennembaum parecía dormitar.
—Es el doctor Braulio Tennembaum, de Fontana —explicó Ramiro—. Está borracho, oficial. Parece que se durmió.
—Bájese, por favor —el policía abrió la puerta con la mano izquierda, sin dejar de apuntarlo con la derecha. Era, en efecto, una 45. El oficial siguió—: Y ahora quédese parado y con las manos en alto.
Entonces llamó a otro de los policías, quien repitió la operación, para lo cual tuvo que sacudir a Tennembaum. Éste se bajó en completo silencio y también quedó a un par de metros del coche, con las manos levantadas.
El oficial revisó las cédulas de identidad de ambos, mientras el otro policía hurgaba dentro del coche, bajo los asientos y las alfombrillas, del lado oculto del tablero, en la guantera y en el baúl trasero.
Al cabo el oficial preguntó:
—¿Por qué se detuvieron?
—El doctor Tennembaum y yo nos sentimos mal. Y aunque yo no tomé ni una sola copa, fui el que se descompuso —y señaló su vómito junto al automóvil—. Perdone…
—¿Qué tengo que perdonarle?
—Eso, lo que acaba de pisar.
El oficial se sorprendió. Dio un par de taconazos sobre la tierra. Ramiro pensó que en otra circunstancia se hubiera sonreído.
—Deben tener más cuidado; en estos tiempos y a esta hora, cualquier movimiento sospechoso del personal civil lo hace pasible de estos operativos.
Ramiro se preguntó qué tenía de sospechoso detenerse en la carretera para vomitar, y no pudo evitar un sentimiento de repulsión por ser tratado como “personal civil”. Pero así estaba el país en esos años, le habían contado. No dijo nada; su corazón parecía saltar dentro del pecho. La noche avanzaba y la luna no dejaba de estar caliente, pero el cadáver de Araceli, en su dormitorio, debía estar enfriándose. Tuvo ganas de llorar.
—Pueden continuar —dijo el oficial, llamando a los suyos y regresando al patrullero, que arrancó y se fue.
Subieron al Ford, en silencio, y mientras volvía a ponerlo en marcha, Ramiro sintió que dos lágrimas le caían por las mejillas.
El médico habló primero. Lo hizo con voz suave, pero todavía arrastrando las palabras:
—Este país es una mierda, Ramiro. Era hermoso, pero lo convirtieron en una completa mierda.
Ramiro no supo si se le había pasado la borrachera. La voz del médico era amarga, pero sobre todo triste, muy triste.
—Aquí se dio vuelta el principio griego —siguió Tennembaum—: la aritmética es democrática porque enseña relaciones de igualdad, de justicia; y la geometría es oligárquica porque demuestra las proporciones de la desigualdad. Lo dice Foucault. ¿Leíste a Foucault?
—Algo, en la universidad.
—Pues nos dieron vuelta el principio, che: ahora somos un país cada vez más geométrico. Y así nos va.
—¿Dónde lo dejo, doctor?
—No me vas a dejar.
La voz del médico sonó muy firme, como una orden. Ramiro recuperó rápidamente el miedo. ¿Y sí sabía lo de su hija? ¿Era, nomás, una trampa? ¿Cuándo terminaría todo esto?
Instintivamente, cambió de rumbo y en lugar de dirigirse al centro de la ciudad, se desvió hasta la casa de su madre, donde vivía desde que llegara de París. Aceleró hasta el límite de velocidad urbana. No quería otro encuentro con la policía. Tampoco estaba dispuesto a soportar más al médico. Ya vería qué hacía con él.
Al llegar, estacionó el coche, le dijo a Tennembaum que lo esperara un momento y, sin esperar respuesta, entró a la casa. Juntó rápidamente, y en total silencio, lo que necesitaba: su pasaporte, varios miles de pesos nuevos, quinientos dólares que aún no había cambiado, y un pantalón y una camisa que envolvió en una bolsita de supermercado. Salió de la casa con mucho sigilo, como si fuera un extraño, sin pensar siquiera en mirar a su madre ni a su hermana menor.
Ya en el coche, se dirigió hacia el centro. Eran las cuatro y veinte de la mañana y de todas maneras llegaría a la frontera siendo de día. Una lástima. Pero quería, al menos, llegar bien temprano; no podía perder más tiempo. Estaba cansado, harto, con sueño, confuso por todo lo que no quería ni imaginar que le esperaba. Tenía, secretamente, la convicción ya irreversible de que era un fugitivo, un asesino que sería buscado por toda la frontera. Ni siquiera el Paraguay era seguro, pero no había otro camino. Debía cruzarlo y llegar a Bolivia, a Perú, al Amazonas. A la mierda, se dijo, pero ahora mismo.
Frenó bruscamente en la esquina de Güemes y la avenida 9 de julio.
—Bueno, doctor, hasta aquí llego. Dónde lo dejo.
—¿Y vos, a dónde vas? —la voz se le había aclarado. Ramiro pensó que esos minutos de espera los había dormido. O habría orinado. Siempre les hace bien a los borrachos.
—Voy a pescar.
—¿A esta hora?
—Mire, viejo: acábela, ¿quiere? Me voy a donde se me canta el culo, y me voy ya, ¿estamos? —después de todo, se dijo, irritado, era obvio que jamás volvería a ver a Braulio Tennembaum. Al contrario, siempre trataría de poner la mayor distancia entre los dos pues la cacería, precisamente, la desencadenaría ese hombre, cuando pocas horas después descubriera el cadáver de su hija.
—No me vas a dejar —dijo el médico, fríamente.
—Qué se propone —preguntó Ramiro, con miedo, cautelosamente, pero con voz sonora y grave.
—Seguir el pedo. Y hablar.
—Oiga, usted parece tener unas ganas que yo no tengo. Bájese.
—No me vas a dejar así nomás, hijo de puta —hablaba gélida, lentamente—. ¿Te creés que no te vi, esta noche, cómo mirabas a Araceli?
Fue entonces que se asustó por la acusación de ese hombre y, sin pensarlo, le pegó un puñetazo en el mentón con toda su fuerza. Tennembaum no lo esperaba, y cayó hacia atrás, golpeando contra la puerta. Pero no se durmió; lanzó un ronquido, profirió unas maldiciones y se dispuso a pegar él también. Ramiro midió mejor la segunda trompada, que se estrelló en la nariz del otro. Y todavía le aplicó un tercer derechazo, en la base de la mandíbula. Entonces el médico perdió el conocimiento.
Diez minutos después el Ford corría a todo lo que daba, y aunque el viejo modelo no tenía velocímetro Ramiro calculó que fácilmente iba a 130 kilómetros por hora. Ese coche tan antiguo, de treinta años exactos, no podía ir más rápido, pero no estaba mal. Gomulka lo había restaurado obsesivamente, y el motor funcionaba como nuevo.
Perdido por perdido, falta envido, se dijo, ahora hay que darle para adelante porque estoy jugado. Jugado-fugado. Fugado-fogado. Fogado-tocado. Tocado-toquido. Toquido-ronquido. Ronquido de muerto. Ronquido-jodido. Bien jodido. Y el malabar de palabras era una manera de no pensar. Pero aunque procuraba no hacerlo, se convencía de la limpieza con que actuaba; no le había roto ningún hueso, ningún diente. Lo había dormido, sin dejar huellas. Su propia frialdad lo impresionó. Jamás había imaginado que un hombre, convertido involuntariamente en asesino, pudiera, de repente, vencer tantos prejuicios y tornarse frío, inescrupuloso.
Como aquella vez, muchísimos años atrás, cuando era niño y murió su padre, y por un tiempo decidieron abandonar la casa. Se fueron a vivir a lo de unos parientes, en Quitilipi, donde estaban en plena cosecha algodonera y eso parecía distraer a su madre del llanto cotidiano. Un fin de semana, él debió viajar a Resistencia para hacerse unos análisis por una enfermedad que no recordaba, y pasó por la casa. Su tío Ramón lo esperó en el coche, mientras él entraba a buscar unos vestidos de su madre. Pero ella no había tenido el debido cuidado de cerrar la casa, y por una ventana del comedor había ingresado una familia de gatos, que se instaló bajo la mesa. En esas pocas semanas, prácticamente se habían apoderado del comedor y de la cocina. Él sintió un profundo asco, una rabia intensa, cuando vio que dos enormes gatos huían al oírlo entrar. Y se quedó así, paralizado ante el cuadro que veía, de suciedad y repulsión, hasta que observó que cuatro pequeños gatitos se deslizaban, casi reptando, por debajo de la mesa, como buscando refugio en otro lado. Entonces, fríamente, cerró la ventana que daba al patio, la puerta que daba a la cocina y la que él mismo había abierto y que comunicaba con el resto de la casa. Excitado por su venganza, regresó al coche donde lo esperaba el tío Ramón. Casi un mes después, cuando volvieron a Resistencia, su madre y Cristina, su hermana menor, se horrorizaron ante los pequeños cadáveres descompuestos, cuyas pelambres estaban pegadas, como incrustadas en las baldosas. El olor era insoportable y él, después de negar toda responsabilidad, se fue al cine y se pasó la tarde viendo una misma película de Luis Sandrini.
“Frío, inescrupuloso”; le había dicho Dorinne, aquella tierna muchacha de Vincennes a la que había amado, cuando se lo contó. Ahora recordaba que después Dorinne no había querido hacer el amor, aquella noche. Frío, inescrupuloso, repitió para sí mismo, mirando a Tennembaum, que dormía profundamente en el otro asiento. Lo que estaba haciendo era horripilante, lo sabía, era completamente consciente. Pero no tenía opciones. Perdido por perdido… Sí, estaba jugado y ahora ya nada lo detendría.
Él no había querido matar a Araceli. Dios, claro que no, había querido amarla, pero… Bueno, ella se resistió, sí, y él en realidad no debió… pero bueno, mejor no pensar. Perdido por perdido, bien jodido, el polvo más costoso de mi vida, se dijo. Se espantó de su propio chiste. Soy un monstruo, súbitamente un monstruo. La culpa había sido de la luna. Demasiado caliente, la luna del Chaco. Sobre todo, después de ocho años de ausencia. Perdido por perdido. Estaba jugado.
Después de cruzar el triángulo carretero de la salida occidental de Resistencia, pasó el puente sobre el río Negro y el desvío de la ruta 16. Poco más adelante, llegó a un riachuelo que no tenía indicador de nombre. Se acercó a la banquina unos doscientos metros antes de cruzar el puentecito. Frenó suavemente, procurando no dejar huellas de violencia en el pavimento y se dijo que debía proceder muy rápidamente, como lo había planeado cuando Tennembaum se puso pesado y debió pegarle. No iría a Paraguay ni a ningún otro lado que no fuera su casa.
Rogó que no pasara ningún coche, aunque a esa hora, las cinco de la mañana, era bastante improbable que hubiera tránsito. La ruta estaba totalmente despejada. Apenas sí se había cruzado con dos camiones, un coche que venía del norte (con probable destino a Buenos Aires, pues de ahí era la patente) y un ómnibus de la “Godoy” que hacía la línea Resistencia-Formosa. Se bajó y empujó el cuerpo de Tennembaum hasta ponerlo frente al volante. Dudó un segundo sobre si debía quitar sus huellas digitales, pero descartó la idea. Era obvio que él había manejado ese coche. Eso no era lo importante. Pero sí colocó las manos del médico en el volante y sobre la palanca de cambios. Todos pensarían que Tennembaum, borracho, había hecho un disparate. Supondrían que él mismo había violado a su hija para luego, desesperado, suicidarse en ese paraje absurdo, en ese puente contra el que él, Ramiro, había decidido lanzar el viejo Ford.
Claro que después debería enfrentar situaciones incómodas, pero sabría sortearlas. Ahora estaba convencido de que era capaz de muchas más acciones que las que antes suponía. Un hombre en el límite es capaz de todo. Y él había llegado al límite. El médico se había puesto pesado, fastidioso, y acaso le estaba tendiendo una trampa. No tenía opción, por eso le había pegado hasta dormirlo y ahora lo iba a matar. Perdido por perdido… Y además, ya sabía lo que tendría que decir: que Tennembaum, borracho como una cuba, lo había despertado a las… ¿a qué hora? Sí, a las tres se le había acercado, cuando él fumaba en el coche. Bueno, pues a las tres menos cuarto lo había despertado y él, Ramiro, no pudo resistir la invitación. El doctor era mi anfitrión, diría, me había tratado espléndidamente, una cena magnífica, después de tantos años, porque era amigo de mi padre… Y explicaría que él fue quien manejó porque el doctor estaba borracho, y muy pesado, nervioso, como si le hubiese pasado algo, pero yo no podía saber qué le habría pasado, creí que estaba en un pedo triste, nomás, qué iba a saber que había violado a su hija; y nos íbamos a “La Estrella” a tomar unos vinos. Y hasta nos paró un patrullero, diría, y sonrió mientras maniobraba con el cuerpo del médico y recordaba qué bien le había venido aquel encuentro. Los policías admitirían que sí, que los habían abordado, y confirmarían la hora, y ratificarían que el médico estaba borracho hasta más no poder y que Ramiro estaba sobrio.
Entonces se puso la bolsita de nylon dentro de la camisa, se sentó sobre el cuerpo del otro y arrancó. Aceleró al máximo, pasando los cambios con premura, enfiló hacia el puente y, unos metros antes, aterrado, profiriendo un grito espantoso que él mismo desconoció en su garganta, saltó del coche un segundo antes de que se estrellara contra la baranda con un horrible estrépito de acero y cemento. El coche pareció montarse sobre el borde del puente, se inclinó sobre el lado izquierdo y cayó por el terraplén elevado sobre la orilla, dando tumbos.