—¿Quiere que le diga la verdad, doctor? —dijo Almirón, asintiendo repetidas veces con la cabeza.
Ramiro lo miró, frunciendo el ceño.
—Creo que todo lo que cuenta es cierto en un 99 por ciento. Me preocupa el uno restante.
Ramiro siguió mirándolo, sin responder. Estaba acorralado, pero el silencio era su carta. Simplemente, se mantendría en esa versión. Podría repetirla veinte veces, y de ahí no lo sacarían. A medida que la dijera, por otra parte, él mismo se convencería aún más de que así habían sido las cosas. Y si lo acusaban directamente, su respuesta sería la negación. Negaría y negaría.
Almirón empezó de nuevo:
—Es llamativo que hay más huellas digitales suyas que de Tennembaum en el coche. En el volante y en la palanca de cambios.
—El que manejó casi todo el tiempo fui yo.
—Pero según su relato, usted no tiene por qué saber cuánto tiempo manejó Tennembaum —saltó el inspector.
Ramiro se dijo que era un idiota. No debía hablar de más.
—Usted me dijo que él se estrelló o lo que fuera. Tuvo que haber manejado lo suficiente, ¿no?
—Precisamente, por eso me llama la atención que haya tan pocas huellas de él. Como si lo hubieran dormido, de un golpe —y miró a Ramiro a los ojos—, y luego le hubiesen colocado las manos para imprimir sus huellas.
Ramiro se encogió de hombros. Pero tenía mucho miedo. Tragó saliva y miró el foco, para distraerse.
—Y otra cosa —Almirón hablaba despacio, como si estuviera muy cansado. Con cierta resignación—, porque a mí me da la espina de que a Tennembaum lo pusieron frente al volante. ¿Usted no vio si él subió a otra persona en el auto, después que lo dejó en su casa?
—No. Si así hubiera sido se lo habría dicho.
—Claro.
Almirón encendió otro cigarrillo. No le convidó.
—Y el forense dice que el cadáver tenía una magulladura, como un moretón, aquí, en el mentón —y se tocó el suyo, dándose dos palmadas—. Para mí que le pegaron para dormirlo, después lo pusieron frente al volante y echaron a andar el coche.
“Usted es muy imaginativo”; estuvo tentado de decir Ramiro. Pero se había juramentado a no hablar sino ante preguntas concretas. Sin embargo, alzó la cabeza y dijo:
—¿Usted está pensando que yo lo maté?
Almirón lo miró y se sostuvieron las miradas durante unos segundos. Ramiro se dijo que ese hombre era muy astuto; no tenía un pelo de tonto.
—En algún lugar me da la espina que sí, qué quiere que le diga —el tipo parecía lamentarse de lo que decía—, pero no puedo probarlo. No encuentro el motivo que usted podría tener, aunque… Mire, usted es un hombre joven y brillante, estudió en Francia, eso no es común por estas tierras. Y regresa en un momento muy especial para el país. Tengo entendido que va a ser profesor en la universidad, carece de antecedentes, tiene muy buenas relaciones, contactos, no está contaminado por todo lo que está pasando… Además, hemos comprobado su vieja amistad con la familia Tennembaum. Entonces no me explico por qué razón querría matar a ese médico pueblerino. Aunque… ¿Qué relación tiene usted con la señorita Tennembaum?
Ramiro debió reprimirse para no dar un brinco en la silla. Pero sintió que debajo suyo sus músculos se contraían. Pensó, para sí, que podría cortar un alambre con el culo.
—Somos amigos. De la familia. Cuando yo me fui del Chaco ella era muy chica. Sólo volví a verla anoche.
—Está muy linda, ¿no? —Almirón lo miraba, alzando una ceja. No sonreía, pero a Ramiro le pareció que sí.
—Sí, muy linda.
Otra vez se quedaron mirándose, durante unos instantes, hasta que Ramiro se reprochó que era estúpido seguir haciéndose el valiente. Debía aparentar naturalidad, pero no la encontraba. No podía encontrarla. Al menos, se recomendó, se haría el fastidiado: cruzó las piernas y se recostó en el respaldo.
—Hay una persona que quiere hablar con usted —dijo Almirón. Y se puso de pie y llamó al petiso. Le hizo una seña con la cabeza, que el otro entendió. Se fue, casi corriendo. Ramiro se asustó. Su corazón latía apresuradamente.
Enseguida llegó un hombre de estatura mediana, muy delgado, más que Almirón. Debía tener unos cincuenta años. Vestía un pantalón de hilo color crema, una camisa a rayas celestes y blancas impecablemente planchada y lucía un pañuelo de seda en el cuello. Era un tipo bronceado, de los que llevan muy buena vida, y sobre el labio superior, muy carnoso, se montaba un pequeño bigote con algunas canas, que hacían juego con las de las patillas. En el anular izquierdo llevaba un enorme anillo de sello, de oro macizo.
—¿Sabe quién soy?
—No tengo el gusto.
—Teniente coronel Alcides Carlos Gamboa Boschetti.
Ramiro alzó una ceja.
—¿No le dice nada?
—No, lo siento.
—Claro, usted es nuevo, acaba de llegar. Yo soy el jefe de Policía de la Provincia.
El tipo parecía fascinado consigo mismo.
—Mucho gusto —dijo Ramiro.
El hombre asintió varias veces. Después estiró los labios hacia adelante, mientras se acariciaba el mentón.
—Está usted en un problema muy serio, doctor Bernárdez.
—Me doy cuenta, pero qué quiere que le haga. Ya dije dos veces lo que tenía que decir, y parece que el inspector Almirón no me cree.
—Ése no es el tema —dijo el militar, en tono confianzudo, casi amistoso; y suspiró—: Se lo voy a poner muy clarito: nosotros sabemos que usted mató al doctor Tennembaum. Podría darnos más o menos trabajo probarlo, pero eso es lo de menos. Si acá la policía quiere probar algo, lo hace y listo, ¿me entiende? Porque no vaya a pensar que acá estamos en Francia, doctor; no, aquí estamos en un país en guerra, una guerra interna pero guerra al fin. ¿Mhjú? De modo que quiero que nos entendamos.
—Yo no maté a nadie.
—Mi querido doctor Bernárdez, cuando digo que quiero que nos entendamos, quiero decir que nosotros sabemos que usted lo mató a Tennembaum. No lo estamos suponiendo. No está muy claro por qué lo hizo, y a mí, le voy a ser franco, me preocupa poco descubrirlo. Si realmente nos proponemos hacerlo hablar… —hizo una pausa— usted debe saber que podemos conseguirlo. Tenemos formas… ¿Ehé?
Ramiro sintió un escalofrío. Recordó las denuncias que había oído y leído en París, de los exiliados. Nunca había creído del todo en las barbaridades que se decían. Acorralado, decidió jugarse.
—¿Me van a torturar, teniente coronel? Creí que esos métodos los reservaban para los guerrilleros. O para los que ustedes consideran subversivos.
—Yo lo pondría en otros términos, pero no es asunto para discutir con usted. Lo que quiero decir es que… —dudó un instante— es una lástima que tan luego usted se vea involucrado en este crimen.
—¿Por qué “tan luego yo”?
—Porque esperábamos mucho de usted. No nos sobran hombres preparados y sin contaminación ideológica.
—¿Qué quiere decir?
—Voy a ser claro nuevamente, doctor: usted no está siendo admitido en la universidad sólo por sus estudios, ni por sus títulos. En el proceso en el que estamos empeñadas las fuerzas armadas, ello no es posible, sin nuestro consentimiento. Usted viene a ser lo que yo llamaría un hombre de reserva, una persona en estudio. Que nos interesa mucho. Y hasta ahora sus antecedentes son impecables. ¿Se da cuenta? Y este…, digámoslo, este asesinato enturbia todo. Por eso quiero que nos entendamos, y se lo voy a decir de una buena vez, si usted confiesa, podemos ayudarlo.
—No creo entender lo que me propone, aun en el caso de que yo fuera el asesino —Ramiro luchaba por no cerrar los puños, por no aferrarse a la silla; estaba aterrado.
—Digo que si confiesa podemos arreglar las cosas. Atenuarlas en todo lo posible —subrayó el “todo”—. Usted se imagina que en cualquier crimencito, de los que acá suceden cada muerte de obispo, no viene el jefe de policía a hablar con el sospechoso, ¿no? Se dará cuenta que yo tengo otros asuntos que atender, de orden político, de interés nacional. De modo que si yo vengo a verlo es porque usted nos interesa. Nos interesa usted; no ese borracho. Y porque puedo ayudarlo. Quiero ayudarlo. ¿Me entiende?
—Yo no maté a nadie.
—¡Carajo, Bernárdez! —se acomodó el pañuelo del cuello—. Todo lo que tiene que hacer es confesar, y sale derecho. Yo lo arreglo. Y después charlamos, porque nosotros estamos empeñados en un proceso de largo plazo, entiéndalo. Un proceso en el que el verdadero enemigo es la subversión, el comunismo internacional, la violencia organizada mundialmente. Nuestro objetivo es exterminar el terrorismo, para instaurar una nueva sociedad. Y si le pido que confiese es porque también debemos ocuparnos de cualquier crimen, cualquiera sea su causa, porque necesitamos construir una sociedad con mucho orden. Pero se trata de un orden en el que no podemos permitir asesinatos, y menos por parte de gente que puede ser amiga. ¿Me entiende? Y además, un asesinato es una falta de respeto, es un atentado a la vida. Y la vida y la propiedad tienen que ser tan sagradas como Dios mismo.
—Pero yo no maté a Tennembaum. Y tampoco sé si colaboraría con ustedes.
—Eso habría que verlo. Porque en este país, ahora, o se está con nosotros o se está contra nosotros. No hay neutrales.
Ramiro hizo silencio. Gamboa Boschetti se acomodó el bigote con las dos manos, una para cada lado. Después sacó de un bolsillo un pañuelo perfumado, con olor a lavanda, y se secó la frente. Luego volvió a hablar, en torno amistoso:
—Mire, ahora el asunto es que usted confiese buenamente, y nosotros arreglaremos las cosas del mejor modo posible. Obviamente, no querríamos que usted quede manchado.
Ramiro se moría de ganas de preguntar qué pasaría en caso contrario, si no confesaba, pero eso hubiera sido delatarse. Estaba asombrado del discurso de ese hombre pulcro, seductor, confianzudo. Pero el miedo seguía siendo su sentimiento principal y, curiosamente, su mejor carta para seguir en silencio. Volvió a decirse que no podían probarle nada; era un hecho que mientras no encontraran un motivo, es decir, mientras no supieran lo sucedido con Araceli, no podrían sostener una acusación de asesinato. Probablemente él era la última persona, en el Chaco, que podía tener motivos para matar a Tennembaum. Claro que más tarde debería hablar con la muchacha sobre una necesaria discreción, pero ése era otro tema. Además, aunque ella lo enloquecía de excitación, no estaba seguro de que quisiera seguir esa relación. Pero todo eso quedaba para después. Ahora, seguiría negando, si bien Gamboa Boschetti había sido claro en su amenaza de hacerlo torturar.
—¿Qué me dice? —preguntó el militar.
—No sé qué espera que le diga, teniente coronel.
—¿Va a confesar?
—No tengo nada que confesar.
—Es testarudo, ¿eh? —el tipo parecía divertirse con ese asunto—. Pero mire que nosotros tenemos otras cartas para hacerlo hablar, Bernárdez. Y no sólo las que usted se imagina; ésas pueden esperar… Tenemos un camionero, por ejemplo…
Ramiro volvió a sentir el fruncimiento debajo suyo. El corazón pareció detenérsele. Pero como ya estaba tenso, pensó que no aparentaría estarlo más por el golpe bajo del militar. Si le hubiesen medido la adrenalina en ese momento, se dijo, casi habría suplantado a la sangre. Paralizado, trató de no respirar, mientras Gamboa indicaba que trajeran al testigo.
El hombre entró a la oficina, seguido de Almirón. Era más bajo que lo que Ramiro había pensado, pero igualmente fuerte y musculoso. Sus brazos eran impresionantes y el tatuaje un corazón con iniciales. Vestía una camisa de brin, de mangas cortas, un jean gastadísimo y alpargatas. Llevaba en la mano un sombrero tirolés, de tela impermeable y con una plumita al costado, absolutamente ridículo para esa noche tan caliente de verano. Tenía miedo, se notaba que tenía miedo de estar en la jefatura de Policía.
—Buenas —dijo, con voz melindrosa.
Gamboa, desde el escritorio en que seguía sentado, y sin dejar de mover una pierna, le espetó:
—¿Conoce a este hombre? —señalando a Ramiro.
El tipo manoseó el sombrerito que tenía contra su estómago. Encogió un poco los hombros y miró a Ramiro, estudiándolo. Éste también lo miró, diciéndose perdido por perdido, estoy jugado. Alzó el mentón, con cierta altanería, y confió en que su aspecto de universitario, con ropa limpia y bien peinado, podía amilanar al camionero.
—No estoy seguro.
—Párese —ordenó Gamboa a Ramiro, con voz seca. Ramiro se puso de pie.
—Dé una vuelta al escritorio.
Ramiro lo hizo. Gamboa volvió a dirigirse al camionero.
—¿Y, lo reconoce?
—Es parecido, señor, pero… la verdad, no estoy seguro. Estaba muy oscuro y yo venía distraído.
—Carajo, estuvo sentado un rato al lado suyo, ¿no? Con que sea parecido no ganamos nada. Es o no es.
El camionero parecía tan aterrorizado como Ramiro. No dejaba de jugar, histéricamente, con su sombrerito tirolés. Sacó la lengua, se la pasó por los labios.
—Quizá si el señor hablara…
—Diga algo —ordenó Gamboa a Ramiro.
—No sé qué es lo que quiere que diga, teniente coronel —Ramiro eligió las palabras y las pronunció con exactitud, casi académicamente—. Nunca en mi vida he visto a este hombre, y no sé qué es lo que usted se propone.
Cuando terminó, se sintió orgulloso de su discursito.
—¿Y? —urgió Gamboa al camionero.
—No, señor, la persona que llevé era paraguayo. El señor se le parece, pero no habla como el que llevé.
—Cualquiera imita a los paraguayos —intervino Almirón, desde atrás del camionero, que se dio vuelta, asustado como si hubiese escuchado la voz de Dios.
—Olvídese de cómo habla —dijo Gamboa, mirando al sujeto a los ojos, muy fríamente—. ¿Diría que es la persona que llevó, o no?
—Pues… Me parece que era de otra condición. Este señor…
—Pudo estar sucio y cansado —dijo Almirón—. Usted simplemente tiene que decir si lo reconoce o no. Y no tenga miedo, mi amigo, la verdad no ofende.
El hombre agradeció con los ojos.
—¿Sí? —Gamboa hizo un círculo con el pulgar y el índice, y lo agitó de arriba abajo—. ¿O no?
—Estéee… Creo que sí, señor.
—Gracias —Gamboa sonrió, satisfecho—. Que se retire, Almirón.
Los dos salieron y Gamboa encendió un cigarrillo. Se puso de pie y caminó alrededor de Ramiro. Se detuvo a sus espaldas.
—Está perdido, Bernárdez.