Lyonesse - 2 - La perla verde (14 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 2 - La perla verde
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Aillas había respondido de este modo a las protestas de Maloof:

—Aprecio tu preocupación por el trabajo que interrumpes, pero tu talento es más necesario en Ulflandia del Sur. Allí servirás mejor a tu rey y tu patria.

—Mis conocimientos son complejos y sofisticados —gruñó Maloof—. Cualquier escribiente puede pesar habichuelas y contar cebollas.

—¡Aún no comprendes los alcances de nuestro proyecto! Necesitaré un inventario de todas las fincas de la región, para conocer su extensión y sus recursos, así como la superficie desocupada, no reclamada, salvaje o en disputa. Dirigirás un equipo de agrimensores, cartógrafos y escribientes para investigar la documentación existente.

—¡Es una tarea monumental! —exclamó el boquiabierto Maloof.

—Claro que ese trabajo no se hará en un día, pero es sólo el comienzo. Espero que establezcas y controles un erario para Ulflandia del Sur. Tercero…

—¿Tercero? —rezongó Maloof—. ¡Acabas de exponerme el trabajo de una vida! Tu confianza en mí me halaga pero es poco realista. Sólo puedo trabajar de día y de noche, no existen otros períodos de tiempo. ¡Entretanto, mi trabajo en Domreis quedará en manos de chapuceros!

—¿Te refieres a tu trabajo con el erario?

Maloof se sonrojó y miró a Aillas de soslayo.

—¡Desde luego!

—He realizado averiguaciones y me he asegurado de dejar tu trabajo, y de nuevo me refiero al erario, en manos capaces. ¡Es hora de cambiar! Un hombre inteligente como tú necesita un desafío para desarrollar todo su potencial, y también para alejarse de las tentaciones. ¡Ulflandia del Sur, con sus intransigentes barones y la amenaza de los ska, presenta cien desafíos!

—¡Pero no sé ni quiero saber nada sobre problemas, conflictos y guerras! ¡Soy un hombre de paz!

—¡También yo! Pero hasta los hombres de paz han de aprender a luchar. El mundo es a menudo brutal, y no todos comparten nuestros ideales. Por tanto, debes estar preparado para defenderte a ti y a tus seres queridos, o resignarte a la esclavitud. .

—¡Prefiero razonar, brindar amables consejos, apaciguar y conceder!

—Como política preliminar y de acercamiento, estas actividades son aconsejables —reconoció Aillas—. Si nos portamos razonablemente, tendremos la conciencia limpia. Así, si la decencia fracasara y nos atacaran los tiranos, podremos cortarles la cabeza con el celo de la rectitud.

—No soy experto en cortar cabezas —protestó Maloof con voz sombría.

—¡No te subestimes, Maloof! Eres tenaz y hábil, aunque estés un poco obeso. Tras un par de ágiles campañas, montarás a caballo y empuñarás el hacha con tanto furor como cualquiera.

—¡Bah! —gruñó Maloof—. No soy el valiente soldado por quien me tomas. No desperdiciaré mi vida en ese páramo.

—¡Jamás! Podrás aprovechar muy bien tu vida en Ulflandia del Sur, hallaremos un uso para todas tus habilidades: tal vez puedas combatir el espionaje. Quizá te sorprenda saber que he descubierto traidores en los círculos más elevados.

Maloof parpadeó y respondió con voz dócil:

—Majestad, se hará como ordenes.

Pirmence usó una táctica distinta cuando le llegó el turno.

—Majestad, considero esta designación como un honor. Siempre apreciaré esta muestra de tu alta estima. Pero soy un hombre modesto, y debo rechazar tales honores. ¡No, majestad! ¡No me obligues! ¡Mi renuncia es definitiva e irrevocable! Ya he ganado mérito suficiente para una sola vida. Cedo el turno a los jóvenes e impetuosos.

Pirmence hizo una reverencia, y habría dado el asunto por concluido si Aillas no lo hubiera llamado.

—Pirmence, tu abnegación te honra. Sin embargo, te aseguro que en los brezales de Ulflandia del Sur ganaremos honores suficientes para todos.

—¡Me alegra oírlo! —declaró Pirmence—. ¡Pero olvidas mi avanzada edad! Tengo enemigos, sí, pero ya no son crueles caballeros, ogros, godos ni moros, sino los retortijones y los dolores, la falta de vista, el asma, la mala dentadura y la debilidad senil. Conozco íntimamente la calentura, la gota, el reumatismo y la perlesía. A decir verdad, me gustaría regresar al castillo Lutez, descansar entre edredones y aplacar mi rugiente digestión con una dieta de cuajada y gachas.

—Señor Pirmence —dijo serenamente Aillas—, me aflige enterarme de tu decrepitud.

—¡Ay, es un final que nos llega a todos!

—Así parece. De paso, ¿sabes que una persona increíblemente parecida a ti recorre los distritos más indecentes de Domreis? ¿No? ¡Es un peligro para tu reputación! Hace poco, cerca de medianoche, eché un vistazo a la Posada de la Estrella Verde y allí vi a esa persona con un pie en un banco, el otro en una mesa, empuñando una jarra de cerveza y cantando enérgicas estrofas mientras aferraba con abrazo de hierro a una de las mujerzuelas de la taberna. Tenía unas patillas exactamente iguales a las tuyas, y parecía gozar de una exuberante salud.

—¡Cómo envidio a ese hombre! —murmuró Pirmence—. ¡Me pregunto cuál será su secreto!

—Quizá lo aprendas en Ulflandia del Sur. Considero que tu presencia es indispensable. A fin de cuentas, cuando se quiere cazar una presa importante, se llama al sabueso más viejo. Te confío la empresa de imponer orden entre los barones de los brezales.

Pirmence tosió delicadamente.

—¡No sobreviviría un solo día ventoso en esos eriales!

—¡Al contrario! ¡El clima fresco te sentará bien! «Un ulflandés vive para siempre, a menos que lo corten con acero, se ahogue con su propio peso o caiga borracho en el lodo». Eso dicen los ulflandeses. ¡Pronto estarás mejor que nunca!

Pirmence agitó la cabeza.

—De veras, no soy tu hombre. Tengo poco tacto con los campesinos y patanes. Aun con la mejor voluntad del mundo, sería un estorbo para nuestra causa.

—Qué extraño —musitó Aillas—. Me han asegurado que últimamente te has convertido en un experto en diplomacia secreta.

Pirmence frunció los labios, se tironeó del bigote y miró hacia arriba.

—¿Cómo? ¡En absoluto! De todos modos, cuando el deber me llama, debo olvidar todo lo demás y lanzarme a la refriega.

—Ésa es la respuesta que esperaba de ti —sonrió Aillas.

Una hora antes de la partida de la flota, Aillas fue hasta el muelle, donde encontró a Shimrod descansando contra una pila de fardos. Aillas se detuvo.

—¿Qué haces aquí?

—Te estaba esperando.

—¿Por qué no te presentaste en Miraldra? Zarpo hacia Ulflandia del Sur con la marea.

—No hay problema. Te acompañaré, si me lo permites.

—¿En la nave? ¿Hasta Ys?

—Eso desearía.

—Desde luego —Aillas escudriñó a Shimrod—. Intuyo algún misterio. ¿Por qué añoras de pronto esas tierras hostiles?

—La ciudad de Ys no es precisamente una tierra hostil.

—Veo que te niegas a contarme tus proyectos.

—No hay nada que contar. Debo encargarme de unos asuntos en un lugar que no queda lejos de Ys, y durante el viaje gozaré de tu compañía.

—Sube a bordo, pues. Pero debes estar dispuesto a dormir en la sentina.

—Me conformaré con un rincón cualquiera. El camarote del capitán, por ejemplo.

—Me satisface tu ánimo flexible. Veremos qué podemos hacer.

2

Impulsadas por buenos vientos, las naves troicinas cabalgaron sobre aguas soleadas y azules en una grata travesía por el Lir. El segundo día rodearon Cabo Despedida, luego tuvieron tres días de calma y vientos inconstantes, cuando a sólo un par de kilómetros al este se erguían los altos riscos de Kegan, con su barba de blanca espuma.

La flota avanzó poco a poco hacia el norte hasta que al fin el cabo Kellas se perfiló en el horizonte.

Rodeando el cabo, dejando atrás el Templo de Atlante, la flota entró en el estuario del Evander y echó anclas junto a los muelles de la ciudad de Ys.

Las naves se acercaron a los muelles, descargaron tropas y vituallas, subieron a bordo agua dulce y contingentes que regresaban a casa, y se hicieron nuevamente a la mar.

Aillas conferenció con sus comandantes y recibió buenas y malas noticias. Sus normas contra las incursiones, el pillaje y la continuación de las reyertas habían sido obedecidas en general. Algunos barones respaldaban con entusiasmo la imposición de orden público; otros parecían estar al acecho, sin atreverse a cometer actos que podían causarles la ruina: cada uno esperaba que alguien pusiera a prueba el temple del nuevo rey. Esta paz, por frágil y precaria que fuera, constituía una buena noticia.

Por otra parte, los barones no habían cumplido todas las órdenes de Aillas. Pocos de ellos habían desarticulado sus grupos de hombres armados para devolverlos a un trabajo más productivo en el campo, la cantera o el bosque, y así dar a la tierra cierto nivel de prosperidad.

Aillas envió mensajeros a cada castillo y fortaleza, exigiendo que los barones, caballeros, condes, o como quisieran llamarse, se reunieran con él en Stronson, el castillo del caballero Helwig, en el corazón de los brezales.

Aillas cabalgó hacia la conferencia en compañía de Tristano, Maloof, que se mostraba alicaído, y Pirmence, quien manifestaba una airosa arrogancia, junto con una escolta de treinta caballeros y cien hombres armados. El día de la reunión fue bendecido con un tiempo cálido; la comarca olía a brezo, aulaga y helecho, con el aroma elemental de la hierba húmeda.

El grupo, reunido en un prado al lado del castillo Stronson, ofrecía un bello espectáculo de metal reluciente y colores inflamados por el sol. La mayoría de los barones vestían cotas de malla y cascos de metal; sus jubones, túnicas y pantalones eran de vivos colores y telas finas, y muchos llevaban mandiles sin mangas donde lucían bordados sus emblemas personales o el escudo de su linaje. Casi todos habían llevado heraldos que empuñaban altos pendones con escudos de armas.

Treinta y seis de los cuarenta y cinco barones convocados al cónclave se habían presentado. Helwig los llamó y los caballeros se sentaron a una mesa semicircular, cada uno con su heraldo y su pendón detrás. A un lado descansaba la escolta de Aillas. En cambio, los que habían acompañado a los barones hasta Stronson formaban rondas y grupos, y los bandos enemigos se echaban miradas furibundas.

Durante varios minutos, Aillas estudió esas treinta y seis caras más o menos afables. Aunque estaba íntimamente satisfecho con el resultado, no podía permitirse el lujo de ignorar los nueve casos de rebeldía si quería imponer su autoridad. Ésta era una prueba y los barones no le quitaban los ojos de encima mientras él iba a un lado con Tristano y el heraldo de Helwig para examinar la lista de los ausentes.

Aillas se enfrentó a los barones; bien afeitado y con una cuidadosa elegancia, parecía joven e inexperto frente a esos curtidos y desgreñados barones de los brezales; algunos caballeros no se molestaban en disimular su opinión.

Más divertido que irritado, Aillas saludó con amabilidad y manifestó su placer por el agradable día que les había tocado en suerte. Cogió la lista y nombró a los nueve barones ausentes. Al no recibir respuesta, se volvió hacia Tristano.

—Envía un caballero con cinco soldados a la morada de cada uno de estos rebeldes. Que los caballeros manifiesten mi disgusto. Que les anuncien que, puesto que no se han dignado reunirse conmigo en Stronson, o enviar un mensaje de cortés explicación, deberán presentarse en mi campamento de Ys. Que comprendan que quien no comparezca durante esta semana será despojado de sus tierras y reducido al rango de plebeyo, y que todas sus propiedades pasarán a manos del rey. Estos rebeldes también han de saber que, si no se presentan, me ocuparé de castigarlos, y que recibirán su merecido uno por uno. Que los caballeros y las escoltas partan de inmediato.

Aillas se volvió hacia los barones, que ahora le dedicaban una sombría atención.

—Caballeros, como habéis oído, el reino de Ulflandia del Sur ya no es una tierra sin ley. Mis disposiciones de hoy serán breves pero importantes. Primero: ordeno que cada uno de vosotros disuelva su grupo de hombres armados para que esos hombres puedan dedicarse a cultivar el suelo y enriquecer la tierra o se alisten en el ejército del rey. Podéis conservar a vuestros criados domésticos, jardineros y palafreneros, pero ya no necesitaréis guarniciones ni una guardia armada.

»Mediante esta economía y el incremento de vuestra renta, prosperaréis, aun después de pagar al erario las tasas que el señor Maloof os impondrá. Este dinero nos se destinará a ostentaciones ni lujos, sino a la mejora de la tierra. Me propongo reabrir las viejas minas, forjar hierro y construir naves. Por toda Ulflandia del Sur hay ruinas de viejas aldeas que constituyen un lamentable espectáculo; las reconstruiremos para albergar a la población. Todos compartiréis esta nueva prosperidad.

»Para que un ejército ulflandés pueda proteger vuestra tierra, y para que los soldados que veis aquí puedan regresar a Troicinet, Pirmence reclutará un contingente de hombres fuertes y capaces. El ejército ofrecerá posibilidades de progreso a vuestros hijos más jóvenes y vuestros hermanos sin tierras, con ascensos y recompensas basadas en el mérito y no en la cuna. Los soldados que abandonen vuestro servicio personal también pueden alistarse en el ejército ulflandés.

»En un principio formaremos una tropa de mil hombres. Recibirán entrenamiento hasta que sean iguales o superiores a otros ejércitos del mundo, incluidos los ska. Vestirán uniformes adecuados, comerán buena comida, y se les pagará según las normas del ejército troicino. Cuando concluyan sus servicios, recibirán una superficie de tierra libre y cultivable.

»Estos primeros mil soldados constituirán un grupo de élite, y contribuirán al entrenamiento de futuros reclutas. Recibirán una disciplina estricta y aprenderán a derrotar a los ska, quienes hasta ahora han vagado a su antojo por Ulflandia del Sur, saqueando y tomando esclavos. Esos días pertenecen al pasado.

»He dicho cuanto deseaba decir. Debéis respetar la nueva ley o arrostrar las consecuencias. Si deseáis formular preguntas, o señalarme cuestiones de importancia, aquí estoy. Escucharé con mucho gusto y responderé tan bien como pueda. Para quienes tengan sed, se ha abierto un barril de cerveza.

Los barones se pusieron en pie titubeando y mirando alrededor. Pronto se dispersaron en pequeños círculos y grupos. Uno de los barones, un hombre maduro, alto y macizo, con una ensortijada mata de barba negra, se acercó a Aillas y lo miró fijamente.

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