Lyonesse - 2 - La perla verde (17 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 2 - La perla verde
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—Sírvelo aquí, pues.

Durante la cena, Shimrod intentó crear una atmósfera de calidez y distensión, con poca ayuda por parte de Melancthe. Poco después de la cena, ella anunció que estaba cansada y quería acostarse.

—Llueve —observó Shimrod—. Esta noche me quedaré.

—La lluvia ha cesado —indicó Melancthe—. Vete, Shimrod. No quiero a nadie en mi lecho, salvo a mí misma.

Shimrod se puso en pie.

—Puedo partir tan amablemente como cualquiera, Melancthe. Te deseo buenas noches.

2

Una lluvia fría y constante disuadió a Shimrod de emprender nuevas incursiones playa arriba. También lo disuadieron consideraciones tácticas: un exceso de obstinación podía resultar más perjudicial que favorable. Por el momento había hecho suficiente. Había llamado la atención de Melancthe sobre su singular personalidad; se había mostrado amable, constante, ameno y considerado; había demostrado un tranquilizador grado de deseo carnal: más habría resultado vulgar, menos habría sido insultante para los encantos de Melancthe y habría suscitado dudas sobre el porvenir de ambos.

Shimrod se encontraba en el comedor de la Cuerda y el Ancla, su taberna favorita en el puerto, tomando cerveza, contemplando la lluvia y pensando en Melancthe.

Ella era fascinante, sin duda. Su belleza era un incalculable tesoro; su cuerpo parecía demasiado ligero para soportar un peso tan abrumador. Shimrod se preguntó si sólo era atractiva por su belleza. ¿Qué otro encanto poseía?

Mirando las aguas barridas por la lluvia, Shimrod enumeró los encantadores rasgos comunes a todas las mujeres adorables y adoradas. Melancthe carecía de todos ellos, incluida la misteriosa e indefinible cualidad de la feminidad.

Melancthe había afirmado que su mente estaba vacía; Shimrod comprendió que no tenía más remedio que creerla: carecía de curiosidad, humor, calidez y comprensión. Actuaba con una franqueza absoluta que no era genuina sinceridad, sino indiferencia a los sentimientos de quienes la oían. Shimrod no recordaba más vestigios de emoción que el aburrimiento y la vaga repulsión que parecía provocar en ella.

Se tomó la cerveza con amargura y miró playa arriba, pero la lluvia impedía ver la villa blanca. Cabeceó despacio, abrumado por la profundidad de una nueva idea. Melancthe representaba el último acto de la bruja Desmëi y su venganza final contra el Hombre. En su estado actual, Melancthe era un ser en el que todo hombre podía proyectar su versión idealizada de la belleza suprema, pero cuando intentara poseer tal belleza y adueñarse de ella descubriría un vacío, y así sufriría tal como había sufrido Desmëi.

Si tales conjeturas eran correctas, caviló Shimrod, ¿cómo afectarían a Melancthe en caso de que se enterara? Si ella llegaba a conocer su condición, ¿tendría interés en modificarla? ¿Podría cambiar aún, si lo deseaba?

Aillas entró en la taberna. Se fue a secar junto al fuego, y luego ambos cenaron en un rincón del comedor. Shimrod preguntó acerca del nuevo ejército ulflandés, y Aillas respondió que no estaba descontento.

—A decir verdad, considerando las circunstancias, no podría esperar más progresos. Cada día recibo un nuevo grupo de reclutas, y el número crece. Hoy había cincuenta y cinco: jóvenes fuertes de los brezales y las montañas, valientes como leones y dispuestos a enseñarme el arte de la guerra, que consiste en ocultarse en la aulaga hasta que pasa un pequeño grupo de enemigos, después de lo cual hay una degollina, pillajes y una rápida retirada. Eso es todo.

—¿Qué ocurre con los nueve barones recalcitrantes?

—Me satisface decir que todos se presentaron antes de la hora señalada. No se mostraron precisamente humildes, pero la situación quedó clara y no tuve que marchar hacia los brezales… no por el momento al menos.

—Aún observan y esperan, y se preguntan cómo engañarte.

—Es verdad, y tarde o temprano tendré que ejecutar a varios ulflandeses desobedientes, cuando preferiría que perdieran la vida luchando contra los ska, y aun estos ulflandeses jóvenes y temerarios bajan la voz cuando se menciona a los ska.

—Eso debería alentarlos a aprender la disciplina ska.

—Por desgracia, están convencidos de que los ska pueden comerlos vivos, y de que la batalla está perdida aun antes de que los ejércitos se enfrenten siquiera. Tendré que convencerlos poco a poco y depender de mis tropas troicinas hasta que obtengamos algunas victorias. Entonces se pondrá en duda el orgullo y la virilidad de los ulflandeses, y estarán ansiosos por superar a los extranjeros troicinos.

—Siempre que puedas vencer a los ska con tu ejército troicino.

—Tengo pocas dudas al respecto. Los ska son soldados expertos, sin duda, pero alcanzan un número relativamente escaso, y cada hombre debe luchar por cinco. Por contrapartida, cada baja ska equivale a cinco, y ése es mi plan: desangrarlos.

—Pareces resignado a una guerra con los ska.

—¿Cómo evitarla? En el proyecto ska, Ulflandia del Sur es el siguiente en la lista. En cuanto se sientan fuertes nos pondrán a prueba, pero no antes de que yo esté preparado para hacerles frente, o eso espero.

—¿Y cuando empiecen las hostilidades?

—No atacaré sus puntos fuertes, naturalmente. Si contara con el pleno respaldo de los barones, las cosas serían más fáciles —Aillas bebió vino—. Hoy recibí un extraño informe de Kyr, segundo hijo de Kaven, de la fortaleza Águila Negra. Hace tres días, un caballero, presuntamente un daut de la Marca Occidental de Dahaut, se detuvo junto a la fortaleza Águila Negra. Se llamaba Shalles y aseguró con toda seriedad que pronto habrá guerra y que el rey Casmir conquistará Troicinet, de modo que todos los que ahora se unan al rey Aillas serán expulsados de sus castillos. Les aconsejó conspirar en secreto para defender las libertades ulflandesas.

Shimrod rió.

—Supongo que estarás buscando al tal Shalles.

—Desde luego. Kyr mismo cabalga deprisa por los brezales para encontrarlo, apresarlo y traerlo aquí.

3

Cesaron las lluvias; el alba era clara y suave. En la plaza, Shimrod vio a la criada de Melancthe, que llegaba al mercado con un cesto. Shimrod fue a hablarle.

—Buenos días. Soy yo, Shimrod.

—Te recuerdo bien, señor. Tienes buen gusto para las chuletas.

—Y tú tienes buena mano para cocinarlas.

—Es verdad, y yo misma debo admitirlo. Parte de la virtud reside en los brotes de vid; nada es mejor para el cerdo.

—Totalmente de acuerdo. ¿Le gustaron a tu ama?

—Ah, ella es extraña; a veces dudo de que sepa lo que come, o que le importe. Vi que mondó los huesos de las chuletas, y hoy compraré más, y tal vez un par de pollos bien cebados. Me gustaría cortarlos en trozos pequeños, freírlos en aceite de oliva con mucho ajo y servirlos, con aceite y todo, sobre pan.

—Tienes alma de poeta. Tal vez yo…

—Lamento decir que ya no tengo autorización para admitirte en la casa —interrumpió la criada—. Es una pena, pues mi ama necesita de alguien que la admire. Está tan triste que sospecho un encantamiento.

—¡No es imposible! ¿La visita Tamurello?

—En verdad, no sé de nadie que la visite, excepto tú, aunque ayer vinieron algunos señores de la ciudad para consignarla en sus registros.

—¡Vaya vida tan solitaria!

La criada titubeó.

—Quizá no debería decirlo, pero esta noche la luna entra en cuarto menguante, y cuando hace buen tiempo la dama Melancthe se va de la casa una hora antes de medianoche, y regresa un poco después, cuando se ha ido la luna. En verdad temo por ella, pues la costa es peligrosa.

—Te muestras sabia al decírmelo —Shimrod dio a la criada una corona de oro—. Esto te ayudará cuando te cases.

—¡Claro que sí, y te lo agradezco! Por favor, no te enfades si te digo que no puedes regresar a la casa.

—Me pregunto por qué.

—Evidentemente mi ama no encuentra en ti nada que la divierta, ésa es la verdad.

—¡Qué extraño! —suspiró Shimrod—. He tenido éxito con damas de toda condición y rango. En un tiempo un hada fue mi amante. La duquesa Lydia de Loermel me concedió sus favores. Pero aquí, en esta costa árida y olvidada, una doncella que vive apartada en una villa se niega a verme. ¿No es grotesco?

—¡Muy extraño, señor! —la criada hizo un mohín—. Si llamaras a mi puerta, yo no te rechazaría.

—¡Aja! ¡Lo tendremos en cuenta!

Shimrod abrazó a la criada, le besó sonoramente ambas mejillas y la criada se fue sonriendo al mercado.

4

Shimrod se preparó cuidadosamente para su aventura nocturna. Se puso una capa negra y colocó la capucha de modo que le cubriera el cabello color arena y le tapara la cara. En el último momento se acordó de frotarse la suela de las sandalias con ungüento anti acuático, para poder caminar sobre el agua. No sabía si esa noche necesitaría ese recurso, aunque en otras ocasiones le había sido útil, excepto en el oleaje encrespado, cuando el encantamiento se convertía en un fastidio.

El último resplandor del poniente cedió ante una noche oscura y la luna en cuarto menguante recorrió el cielo. Shimrod echó a andar playa arriba. Acercándose a la villa, trepó por la duna de la costa y se instaló en un punto desde donde podía atisbar cómodamente.

Las altas ventanas de la villa irradiaban un resplandor amarillento. Las luces se apagaron una por una y la villa quedó a oscuras.

Shimrod esperó mientras la luna viajaba por el cielo. Una sombra salió de la villa, apenas un borrón moviéndose en la arena. El tamaño del bulto y el ritmo de su avance identificaban a Melancthe. Shimrod la siguió a una distancia prudencial.

Melancthe avanzaba con determinación, pero sin prisa; al parecer no temía que la siguieran.

Melancthe caminó un kilómetro, a poca distancia de la reluciente espuma, y pronto llegó a un promontorio de piedra oscura que, internándose en el mar, creaba una tosca y pequeña península de más de treinta metros de longitud. Con mal tiempo, el oleaje rompía sobre el promontorio; en la calma de la luna menguante, las olas apenas lamían las zonas bajas con chapoteos y gorgoteos.

Al llegar al promontorio Melancthe se detuvo un instante para mirar alrededor. Shimrod se detuvo, se agazapó y se cubrió la cara.

Melancthe no reparó en él. Trepó a la roca y avanzó hasta la punta, donde un peñasco liso humedecido por las olas se alzaba sobre el agua hasta la altura de un hombre. Melancthe se sentó en la piedra y contempló el mar.

Agachándose, Shimrod avanzó como una gran rata negra y se encaramó al promontorio. Con gran cuidado, tratando de no resbalar, avanzó. Un ruido a sus espaldas: murmullo de pasos lentos.

Shimrod se acurrucó en la sombra, bajo una piedra.

Los pasos se acercaron; atisbando desde debajo de la capucha, Shimrod vio una criatura en el claro de luna: torso macizo, piernas gruesas, cabeza deforme con una cresta baja. La criatura despedía un hedor que obligó a Shimrod a contener la respiración.

La criatura arrastró los pasos hasta el extremo del promontorio. Shimrod oyó cuchicheos, luego silencio. Se irguió un poco y avanzó con cautela. La silueta de Melancthe ocultaba las estrellas del oeste. Junto a ella estaba la criatura. Ambos contemplaban el mar.

Transcurrieron unos minutos. Una forma oscura quebró la superficie marina con un siseo y un carraspeo. Flotó hacia el extremo del promontorio y trepó hasta Melancthe. Se produjo otra conversación que Shimrod no captó, luego los tres guardaron silencio.

La luna menguante estaba a baja altura, flotando entre nubes. Las tres criaturas se acercaron mutuamente. La criatura del mar emitió un sonido de contralto. Melancthe produjo un sonido un poco más agudo; la criatura terrestre cantó una nota vibrante y profunda. El acorde, si así podía llamarse, persistió diez segundos, luego los cantantes cambiaron de tono y el acorde se quebró y se perdió en el silencio.

Shimrod sintió un escalofrío. Era un sonido extraño, desconocido para él.

El silencio persistía mientras los tres cavilaban sobre la calidad de la música. Luego la criatura terrestre emitió su sonido profundo y palpitante. Melancthe cantó con una modulación descendente. La criatura marina emitió un sonido de contralto semejante al tañido de una lejana campana del mar. Los sonidos cambiaron de timbre y modulación; el acorde se perdió en el silencio y Shimrod, oculto en las sombras, regresó a la playa, donde se sentía menos vulnerable a la magia que pudiera agazaparse en los sonidos.

Transcurrieron quince minutos. La luna adquirió un tono verde amarillento y se hundió en el mar. En la penumbra las tres criaturas del promontorio eran casi invisibles. Cantaron una vez más, y Shimrod quedó intrigado ante la melancólica dulzura de los sonidos y su inefable soledad.

Un nuevo silencio. Transcurrieron diez minutos más. La criatura terrestre avanzó por la roca hasta la costa. Subió la cuesta y desapareció en una hondonada. Shimrod esperó. Melancthe regresó por la roca, saltó a la arena y echó a andar por la playa. Al llegar al lugar donde se agazapaba Shimrod, se detuvo y escrutó la oscuridad.

Shimrod se puso en pie, y Melancthe intentó pasar de largo. Shimrod se situó a su lado. Ella no dijo nada. Al fin Shimrod preguntó:

—¿Para quién cantas?

—Para nadie.

—¿Por qué vas allí?

—Porque así lo he decidido.

—¿Quiénes son esas criaturas?

—Parias como yo.

—¿Hablas? ¿O haces otra cosa además de cantar?

Melancthe soltó una risa extraña.

—Shimrod, el cerebro te gobierna. Eres apacible como una vaca.

Shimrod decidió que el silencio sería mejor que una negación acalorada, y calló mientras volvían a la villa.

Sin una palabra ni una mirada, Melancthe atravesó el portal, cruzó la terraza y desapareció.

Shimrod regresó a Ys, insatisfecho y convencido de que había actuado incorrectamente, aunque ignoraba en qué. Además, ¿qué podría haber ganado con una conducta adecuada? ¿Un lugar en el coro?

Melancthe: mágica y extrañamente bella.

Melancthe: cantando ante el mar mientras bajaba la luna.

Tal vez, en un arrebato de pasión, tendría que haberla abrazado mientras regresaban por la playa, para tomarla por la fuerza. ¡Al menos no lo habría acusado de intelectualismo!

Pero también este plan, tan atractivo en apariencia, tenía sus defectos. Aunque rechazaba la acusación de intelectualismo, Shimrod se atenía a los preceptos de la caballerosidad, que eran rigurosos en tales casos. Shimrod decidió no pensar más en Melancthe: «Ella no es para mí». Por la mañana, el sol despuntó para alumbrar otro hermoso día. Shimrod se sentó a cavilar ante una mesa de la Cuerda y el Ancla. Un halcón bajó del cielo, arrojó una rama de sauce en la mesa y se alejó.

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