Lyonesse - 2 - La perla verde (33 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 2 - La perla verde
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Los dos hombres se acercaron a Tatzel. La miraron de arriba abajo e intercambiaron comentarios. Tatzel retrocedió y pronunció nuevas órdenes.

El hombre flaco y encorvado le hizo preguntas. Tatzel respondió en tono glacial y señaló de nuevo el carromato.

—Sí, sí —parecían decir los hombres—. Todo a su tiempo. ¡Pero lo primero es lo primero! La bondadosa fortuna nos ha reunido a los tres y debemos celebrar nuestra suerte como corresponde. ¡Es una lástima que seas sólo una!

Tatzel retrocedió otro paso y miró desesperadamente alrededor. Aillas pensó mordazmente: «Ahora se estará preguntando por qué no doy una buena lección a estos dos canallas».

El hombre fornido y con barba se inclinó hacia adelante y rodeó la cintura de Tatzel con el brazo. La atrajo hacia sí e intentó besarla. Tatzel apartó la cabeza, pero al fin él le encontró la boca. El hombre flaco le tocó el hombro y ambos intercambiaron comentarios. El más joven permanecía hurañamente distante, ya fuera por temor o por diferencia de jerarquía.

El hombre mayor habló en voz baja pero enérgica, y el más joven accedió de mala gana. Juntos se prepararon para un juego a fin de decidir quién sería el primero en divertirse con Tatzel. El más joven clavó una rama en el suelo y trazó una línea en el polvo a una distancia de tres metros. Sacando monedas de sus bolsos, se pusieron detrás de la línea y se turnaron para arrojar monedas hacia la rama. El niño bajó del carromato y se puso a observar con cierto interés.

Mientras ellos estaban así distraídos, Aillas corrió detrás del carromato. Frente a la cabaña hubo una discusión acerca de una transgresión de las reglas, y se pidió al niño que interviniera como arbitro. Él comunicó su decisión, y el juego se reanudó de acuerdo con las nuevas reglas, aunque no sin acalorados farfulleos entre ambos rivales. Tatzel hizo un par de protestas, hasta que le ordenaron callar. Retrocedió y se quedó mirando con la boca contorsionada en una mueca.

Entretanto, Aillas se acercó en silencio a los caballos y cogió un arco y un puñado de flechas.

El juego terminó; el vencedor era el hombre corpulento y barbado, que rió con orgullo y felicitó a Tatzel por su suerte. La abrazó de nuevo con una sonrisa lasciva y, guiñándole el ojo a su compañero, la hizo entrar en la cabaña.

El hombre mayor se encogió de hombros y le gruñó una orden al niño, quien corrió al carromato y trajo un odre de vino. Los dos se sentaron al sol a un lado de la cabaña.

Aillas se acercó con sigilo, el arco tenso. Llegó a la puerta y entró, silencioso como una sombra. Tatzel estaba desnuda en el lecho de hierbas. El bandido se había quitado las calzas y se arrodillaba dispuesto a insertar su descomunal miembro. Tatzel vio la silueta en la puerta y jadeó. El bandido miró por encima del hombro. Soltó un juramento y se puso en pie, buscando la espada. Abrió la boca para manifestar su furia; Aillas lanzó la flecha, que atravesó silbando la habitación, entró en la boca abierta y clavó la cabeza a un poste de la pared, donde el hombre murió pataleando y agitando los brazos.

Aillas volvió afuera tan silenciosamente como había entrado. Doblando la esquina, encontró al hombre mayor bebiendo del odre de vino, mientras el niño observaba con fascinada envidia. El niño descubrió a Aillas y soltó un grito estrangulado. El bandido volvió la cabeza, soltó el odre y se levantó con torpeza, manoteando la espada. Con expresión grave y sombría, Aillas soltó la flecha. Las rodillas del bandido se aflojaron; por un instante se aferró la vara que le sobresalía del pecho, luego se desplomó.

Aillas no pudo alcanzar al niño, quien huyó a toda velocidad por el camino y pronto se perdió de vista.

Aillas miró dentro de la cabaña. La pensativa Tatzel, con ojos abatidos, se estaba vistiendo, de espaldas al cadáver. Aillas, también pensativo, se dirigió al carromato, que estaba cubierto por una lona encerada. Debajo había provisiones en abundancia, suficientes para alimentar a una docena de hombres durante un mes.

Aillas cogió varias cosas del carromato: un saco de harina, dos lonchas de tocino, sal, dos quesos redondos, un odre de vino, un jamón, un puñado de cebollas, un recipiente con ganso en conserva, pescado salado, una bolsa de uvas pasas y orejones. Envolvió las provisiones en la lona y las cargó sobre el mejor de los caballos de tiro, que ahora cargaría con el fardo.

Tatzel se sentó en la puerta de la cabaña, donde se peinó en silencio. Aillas recordó la muleta que había preparado. Tras un breve titubeo, fue a buscarla, y también trajo la trucha que había pescado. Le entregó la muleta a Tatzel.

—Esto puede ayudarte a caminar.

Aillas entró en la cabaña, recogió los dos mantos, los sacudió y echó un vistazo al cadáver. El próximo que entrara allí tropezaría con un espectáculo sorprendente.

Aillas salió y dijo:

—¡Ven! Dentro de poco este lugar será un hervidero de ska, según la distancia que deba recorrer ese niño para llevar la noticia.

Tatzel señaló el camino.

—Alguien viene. Será mejor que huyas mientras puedas salvarte.

Aillas se volvió y vio que se acercaba un viejo con cuatro cabras. Vestía prendas de tela basta, sandalias de paja y un sombrero de paja de alas anchas. Cada cabra cargaba un pequeño paquete. Al llegar a la cabaña dirigió a Aillas y Tatzel una mirada indiferente. Habría pasado de largo si Aillas no le hubiera interpelado.

—Espera un momento, por favor.

El viejo se detuvo, con cortesía pero sin entusiasmo.

—Soy forastero —dijo Aillas—, quizá puedas darme alguna información.

—Haré lo posible, señor.

Aillas señaló el valle.

—¿Adonde lleva este camino?

—A quince kilómetros se encuentra Glostra, que es una aldea y un puesto ska, donde tienen barracas.

—¿Y camino arriba?

—Hay varios senderos. Si sigues por el camino principal llegarás al Brezal Alto, y allí encontraras el Camino Ventoso de Poelitetz.

Aillas asintió. Eso era más o menos lo que había supuesto. Le hizo una seña al viejo.

—Ven conmigo, y si quieres sujeta tus cabras al carromato.

El hombre titubeó pero siguió a Aillas hasta la cabaña. Aillas le mostró los dos cadáveres.

—Vinieron por el camino con el carromato. Me atacaron y los maté. ¿Quiénes son?

—El de barba que está en la cabaña es un mestizo ska. Al otro le llaman Fedrik la Serpiente. Ambos eran bandidos al servicio de Torqual, o eso dicen.

—Torqual… He oído ese nombre.

—Es el jefe de los bandidos, y tiene su guarida en el castillo Ang, donde nadie puede atacarlo.

—Mucho depende de quién lo ataque, y cómo —comentó Aillas—. ¿Dónde está el campamento, para que podamos evitarlo?

—A unos veinticinco kilómetros descubrirás tres pinos junto al camino, con un cráneo de macho cabrío clavado en cada uno de ellos. Allí hay una bifurcación. El camino de la derecha conduce a Ang. Lo he visto una sola vez, y la entrada estaba custodiada por dos caballeros con armadura, empalados en estacas. Nunca volveré allí.

—Veo que tu segunda cabra lleva una magnífica sartén de hierro —observó Aillas—. ¿Cambiarías esa sartén por un caballo, un carromato y una provisión de vituallas suficiente para mantenerte gordo durante un año?

—El intercambio parece justo, desde mi punto de vista —dijo con cautela el viejo—. Y, desde luego, estos artículos ahora te pertenecen.

—Los he reclamado y nadie presenta objeciones. Sin embargo, si realizamos el trueque, te sugiero que lleves esa mercancía deprisa a un escondrijo secreto, al menos para no despertar envidias.

—Sabio consejo —convino el viejo—. Trato hecho.

—Además, nunca nos has visto y nunca te hemos visto.

—En efecto. En este momento sólo oigo el eco de voces fantasmales llevadas por el viento.

2

El sol se hundió a espaldas de Aillas y Tatzel mientras cabalgaban valle arriba. El caballo de carga iba atado a la montura de la joven, y Aillas llevaba los arcos y las aljabas.

El valle se hizo estrecho y se elevó en un declive que hacía gorgotear y brincar al río cuando tropezaba con una roca en el cauce. Aparecieron suaves pinos y cedros solitarios, o apiñados en bosquecillos. Desde ambos flancos entraban barrancos en el valle, cada cual con su arroyuelo.

Al caer la tarde, el viento empezó a arreciar y las nubes corrían por el cielo; quizá se aproximaban lluvias desde el mar: una perspectiva desagradable.

El ocaso pintó de oro las altas cumbres; el crepúsculo inundó los valles. Aillas tomó por uno de los valles perpendiculares, y al cabo de cien metros de guiar su caballo a orillas de un riachuelo, llegó a un claro herboso protegido del viento donde podían encender una fogata sin ser vistos por los viajeros que recorrieran el camino de noche.

Tatzel no estaba conforme con el lugar y lo examinaba con desagrado.

—¿Por qué acampamos en este sitio tan lúgubre?

—Para que durante la noche no nos molesten extraños —explicó Aillas.

—Nos estamos internando en territorios cada vez más salvajes. ¿Adonde nos llevas, o no lo sabes?

—Espero encontrar un camino tranquilo en los brezales altos, para bajar hacia Ulflandia del Sur y así regresar a Doun Darric. Después te llevaré a Dorareis de Troicinet.

—No me interesa visitar esos lugares —declaró Tatzel con frialdad—. ¿Mis deseos no tienen importancia?

Aillas rió.

—Ya descubrirás que los deseos de una esclava son totalmente ignorados.

Tatzel frunció el ceño y aparentó no haber oído la respuesta. Aillas recogió madera, dispuso piedras para formar una hoguera, y mientras la hacía descubrió una buena losa de mármol gris de casi medio metro cuadrado y media pulgada de grosor. Encendió el fuego, puso a cocer la trucha y se volvió hacia Tatzel, quien estaba sentada en un tronco, contemplando los preparativos con aire de aburrimiento.

—Esta noche cocinarás tú —ordenó Aillas—, mientras yo preparo un refugio.

Tatzel sacudió la cabeza.

—No sé nada de eso.

—Te explicaré lo que debes hacer. Corta grasa del jamón y frótala contra la sartén despacio, para que no haga humo. Entretanto, trocea la trucha. Cuando la grasa esté lista, fríe el pescado, cuidando de que no se queme. Cuando el pescado esté dorado, aparta la sartén. Luego mezcla un poco de harina con agua, y haz panecillos. Ponlos en la tortera, que ya estará caliente —Aillas señaló el mármol—. Cuece los panecillos por un lado, luego por el otro.

—No me interesa obtener estos conocimientos.

Aillas reflexionó.

—Puedo cortar una rama y darte una azotaina hasta que pidas misericordia, aunque estoy cansado. O puedo hacer estas cosas y servirte cortésmente y a tu gusto. O puedo dejarte pasar hambre y frío, que sería lo más cómodo para mí. ¿Qué sugieres?

Tatzel ladeó la cabeza, pero no hizo ninguna recomendación.

—No me interesa azotarte —continuó Aillas—. Mucho menos deseo servirte. Así que creo que tendrás que cocinar o quedarte sin comer. Y recuerda que por la mañana será igual.

—Comeré albaricoques y beberé vino —replicó Tatzel en tono despectivo.

—No harás nada de eso. Además, prepara tu propio lecho. O pasa la noche bajo la lluvia, a mí me da lo mismo.

Tatzel miró con el ceño fruncido el fuego abrazándose las rodillas. Entretanto, Aillas levantó una tienda con la lona y, después de recoger hierba, preparó un lecho.

Tatzel, advirtiendo que el lecho era para una sola persona, soltó un juramento y se puso a preparar la cena. Aillas recogió más hierba y amplió el lecho.

Los dos comieron en silencio. Para Aillas, ninguna comida le había sentado mejor que esta trucha frita con panecillos, con rodajas de cebolla y sorbos de vino. El viento suspiraba entre los árboles arremolinando las llamas. Aillas fue a dar agua a los caballos, y luego los amarró en un sitio donde pudieran pastar cómodamente.

Tatzel lo siguió con la mirada, pero cuando él regresó a la fogata, la muchacha clavó los ojos en las llamas.

Aillas bebió un último sorbo de vino. Tatzel lo observó con disimulo. Aillas sonrió.

—¿Dónde has escondido mi puñal?

Era el puñal con que Tatzel había troceado la trucha. La muchacha reflexionó, metió la mano dentro de la túnica y sacó el puñal de la cintura de sus pantalones. Aillas le arrebató el puñal.

Tatzel se frotó la muñeca.

—Me has hecho daño.

—No tanto como pudiste habérmelo hecho tú, mientras dormía.

Tatzel se encogió de hombros. Aillas se puso en pie. Llevó a la tienda las provisiones que se podían echar a perder con la lluvia. Luego recogió los arcos y probó los dos, evaluando la flexibilidad, potencia y fortaleza. Ambos eran buenos arcos, pero uno le pareció mejor. Guardó éste, junto con las flechas, debajo de la hierba donde dormiría, al alcance de su mano pero lejos de los dedos de Tatzel. Arrojó el otro arco al fuego y lo quemó.

Tatzel lo miró boquiabierta.

—Estoy realmente asombrada.

—¿Ah, sí? ¿Y qué te ocurre ahora?

—¿Por qué insistes en mantenerme cautiva? Yo preferiría estar libre, y soy sólo un estorbo. Por lo visto ni siquiera te propones usarme como mujer.

Aillas evocó los acontecimientos del día.

—No podría tocarte —masculló.

—¡Eres extraño! ¡De pronto respetas mi rango!

—Te equivocas.

—Por lo del bandido, entonces —Tatzel parpadeó, y Aillas creyó vislumbrar lágrimas en sus ojos—. ¿Qué ganaba con resistirme? Estoy en poder de subhumanos: esclavos fugitivos y bandidos; no tengo más salida que la apatía. Haz lo que quieras conmigo.

—Ahórrate el dramatismo —replicó Aillas con desdén—. Te lo dije anoche y te lo repito ahora: nunca te tomaría por la fuerza.

Tatzel lo miró de hito en hito.

—¿Y cuáles son tus planes? Tu conducta me desconcierta.

—Es muy sencillo. Fui esclavizado y obligado a servirte en el castillo Sank, lo cual me enfurecía. Juré que algún día saldaría esta deuda. Ahora tú eres la esclava y debes satisfacer mis caprichos. ¿Qué podría ser más simple? Incluso hay cierta belleza en la simetría de los hechos. Trata de disfrutar de esta armónica belleza tanto como yo.

Tatzel apretó los labios.

—¡No soy una esclava! ¡Soy la dama Tatzel del castillo Sank!

—¿Impresionó tu rango a esos bandidos?

—Eran extranjeros, aunque tenían parte de sangre ska.

—¿Qué importa eso? Ambos eran despreciables. Los maté sin ningún remordimiento.

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