Los caballeros retrocedieron colina arriba, se reagruparon y cargaron de nuevo. Desde el matorral emergieron flechas dirigidas a blancos precisos. El comandante ordenó abandonar aquel lugar de muerte, y la columna partió a marchas forzadas. En la ladera cortaron cuatro cuerdas, y un gran roble se desplomó sobre el camino. Por un momento, las tropas ska se diseminaron.
Al fin, luchando desesperadamente, los ska lograron reagruparse. Tres veces exigió Aillas la rendición antes de embestirlos de nuevo con sus caballeros; tres veces los ska resistieron el golpe y se reagruparon como pudieron, y con rostro huraño se arrojaron sobre sus enemigos.
No habría rendición; todos morirían en la soleada carretera.
Con ánimo sombrío, Aillas regresó con sus tropas al castillo Sank. Una victoria como ésta, que había consistido en el mero exterminio de hombres valientes, no le alegraba. Era un acto necesario, pues había que ganar la guerra. Pero Aillas no se enorgullecía de él, y le complacía descubrir que sus tropas compartían su opinión.
Tenía razones para estar satisfecho. Había sufrido pocas bajas; sus unidades habían atacado con certera precisión; para los ska, la pérdida de tantos soldados veteranos representaba un desastre.
—Si he de emboscarlos, lo haré —murmuró Aillas para sí mismo—. Al cuerno la caballerosidad, al menos hasta que se gane la guerra.
Desde el castillo Sank, Aillas envió carretas para rescatar armas; el acero ska, forjado con infinita paciencia, era comparable a los mejores del mundo, incluidos los fabulosos aceros de Cipango y las hojas de Damasco.
Había llegado el momento de viajar hacia el oeste, para acosar a las tropas procedentes de Suarach que hubieran eludido a Redyard.
Al amanecer, las fuerzas sitiadoras se prepararon para partir. Los acontecimientos de los siguientes días eran imprevisibles y todos llevaban raciones de torta, queso y fruta seca en las alforjas.
Minutos antes de la partida, en el campamento entraron exploradores anunciando que una columna ska se acercaba desde el noroeste, a lo largo de la carretera que conducía a la Costa Norte y a Skaghane.
La columna incluía a varias personas de alto rango y sus escoltas, y entre ellas figuraba una que bien podía ser la dama Chraio, esposa del duque Luhalcx, junto con otra dama de mediana edad, y un joven. La escolta consistía en una docena de jinetes con armamento ligero; era obvio que lo sucedido en Sank aún se ignoraba en Ulflandia del Norte.
Aillas escuchó con sumo interés.
—¿Y la dama Tatzel? ¿No estaba en el grupo?
—No podría decirlo con certeza, majestad, pues no conozco a esa dama, y por fuerza tuve que observar la columna desde lejos. Si es persona de mediana edad, podría ser una de las dos damas que he mencionado.
—Es joven, y casi parece un muchacho por la forma de su cuerpo.
—Hay una persona joven en el grupo. Yo la tomé por un varón. Podría ser la dama Tatzel cabalgando con ropas masculinas. Es bastante frecuente entre los ska.
Aillas llamó al caballero Balor, uno de sus capitanes ulflandeses, y le dio instrucciones.
—Escoge un terreno donde puedas rodear a esa columna, y mata sólo cuando no quede más remedio. No hieras a las damas ni al joven. Envía los cautivos a Doun Darric con una custodia apropiada y reúnete con nosotros en cuanto puedas.
Balor se dirigió hacia el noroeste con cincuenta hombres. El resto del ejército enfiló hacia Suarach, dejando sólo un destacamento en Sank para mantener el sitio y eliminar a nuevos grupos que llegaran de las montañas.
Aillas se sentía inquieto desde que había recibido la noticia de que se acercaba esa columna. Tomó una decisión impulsiva y, dejando a Tristano al mando del ejército, siguió a Balor, quien ya le llevaba un kilómetro de ventaja.
Era un día cálido y brillante; los brezales ofrecían un agradable paisaje, fragante con la dulzura del helecho, el aroma de la aulaga y las humosas vaharadas del suelo mojado. El aire límpido parecía realzar los objetos lejanos, y cuando Aillas subió a una loma tuvo una visión panorámica: a derecha e izquierda, las ondulaciones de los grises brezales, marcadas por protuberancias rocosas y ocasionales bosquecillos de alerces, saúcos y cipreses. Adelante, el terreno se perdía en el horizonte, con franjas oscuras que indicaban bosques. Dos kilómetros al oeste, Aillas divisó la columna ska que se dirigía despreocupada hacia el castillo Sank.
Balor y su compañía, cabalgando por un terreno pantanoso, aún no estaban visibles; los ska avanzaban tranquilamente, ignorando el inminente peligro.
Las dos columnas convergían. Los ska treparon a una loma y se detuvieron en la cima, quizá para dar descanso a sus monturas, o para admirar el paisaje, o tal vez porque alguna señal inconsciente los había alertado: una polvareda, un retintín metálico, un apagado trepidar de cascos. Por un instante escrutaron el paisaje. Aillas estaba demasiado lejos para discernir los detalles, pero la idea de que una de esas formas borrosas pudiera ser la dama Tatzel le causó un escalofrío y un placer oscuro.
Los ska siguieron adelante y, para consternación de Aillas, las tropas de Balor, en vez de mantenerse ocultas para rodear a los ska, atravesaron un terreno pantanoso a pocos cientos de metros al sur de los ska. Aillas maldijo entre dientes; Balor tenía que haber enviado un explorador para reconocer el terreno, pero ahora había perdido la ventaja de la sorpresa.
Los ska se detuvieron apenas un instante para evaluar la situación, luego viraron hacia el nordeste en un curso que los acercaría más al castillo Sank, quizá más cerca de lo que sus atacantes deseaban. Balor alteró el curso para interceptarlos, y de nuevo Aillas maldijo a Balor y su impulsiva táctica. Si hubiera dejado que se aproximaran al castillo, los ska habrían tropezado con las tropas que habían quedado allí. Luego, si Alvicx hubiera intentado una salida desesperada para rescatar a su madre y a su hermana, el castillo mismo podría haber caído.
Pero Balor, como un sabueso tras un rastro, sólo pensaba en acercarse a la presa, y condujo a sus tropas por los brezales en acalorada persecución. Los ska se desviaron al norte, hacia un pequeño bosque detrás del cual se erguía un promontorio rocoso coronado por las rumas de un antiguo fuerte. Balor y sus fuerzas los persiguieron. Los caballos más veloces se acercaban visiblemente a los ska, mientras los más lentos se rezagaban. Mucho más atrás iba Aillas, quien pronto distinguió a los jinetes ska. Reparó en el presunto joven: sin duda era Tatzel, que llevaba un traje verde oscuro, botas bajas y una capa negra.
Ya estaba claro que los ska se dirigían a la vieja fortaleza, donde podrían defenderse del superior número de atacantes. Se internaron en el bosque y salieron poco después, seguidos por Balor y sus hombres.
Los ska empezaron a trepar por el promontorio; Aillas estudió el grupo: ¿dónde estaba Tatzel? ¿Dónde estaba el «joven» de traje verde oscuro y capa negra?
No se la veía por ninguna parte.
Aillas rió. Detuvo el caballo y miró cómo Balor y sus tropas atravesaban el bosque y salían. Ahora sólo cien metros separaban los dos bandos.
Aillas escrutó el bosque. En cuanto las tropas ulflandesas pasaron, un jinete solitario salió y se dirigió a todo galope hacia el castillo Sank. Sin duda Tatzel se proponía llevar socorro a los ska sitiados en la vieja fortaleza.
Su curso la llevaría un poco hacia el norte de Aillas. Él examinó el terreno, hizo virar el caballo y enfiló hacia donde esperaba interceptarla.
Tatzel se acercó, agazapada sobre la grupa del caballo, los rizos de pelo negro ondeando al viento. Volvió la cabeza y se sorprendió al descubrir que Aillas la perseguía. No pudo contener un grito de consternación. Aferrando las riendas, viró hacia el norte, alejándose del castillo Sank en un rumbo que Aillas no deseaba explorar. Para bien o para mal, Aillas no vaciló un instante: nunca antes había perseguido una presa tan valiosa a campo traviesa, y no podía abandonarla ahora, fuera adonde fuese; y así comenzó una tenaz persecución por los brezales de Ulflandia del Norte.
Tatzel montaba una joven yegua negra, reluciente y de patas largas, pero de pecho poco profundo y quizá poco resistente. El ruano de Aillas era más corpulento y pesado, y criado para aguantar la fatiga; Aillas no dudaba de que tarde o temprano alcanzaría a Tatzel, sobre todo si continuaba a todo galope. En su persecución, se proponía desviarla hacia las montañas, a creciente altura, lejos del castillo y de los brezales bajos, donde ella podría recibir auxilio de un campamento ska o de otro grupo de viajeros.
Tatzel azuzaba a la yegua, pero los brezales eran peligrosos y traicioneros y ningún caballo lograba aventajar al otro. Aillas no llevaba arco, y no podía lanzar un flecha a la cruz de la yegua para detenerla.
Al recorrer varios kilómetros, los caballos empezaron a flaquear. Con la ventaja de su mayor resistencia, Aillas empezó a acercarse metro a metro, y pronto alcanzaría a Tatzel. Con una desesperación que nunca había sentido antes, Tatzel se internó en una garganta rocosa que, entre un par de estribaciones, conducía a los brezales altos. Esperaba ocultarse en un escondrijo y dejar que Aillas siguiera de largo.
Fue en vano. No encontró ningún escondrijo, y en todo caso Aillas estaba a sólo veinte metros y no se dejaría engañar. Juncos y alisos poblaron el collado; Tatzel trepó hacia el costado del cañón, desmontó y condujo la yegua sobre salientes de roca negra y matas de aulaga, y al fin trepó a la pétrea superficie chata de la estribación. Aillas la siguió, pero se detuvo cuando Tatzel comenzó a arrojarle piedras. Tuvo que trepar por otro camino, lo cual permitió a Tatzel conseguir unos metros de ventaja.
Aillas llegó a la ladera de la estribación. Había desfiladeros a ambos lados. Tras él se extendía el ventoso cielo del Atlántico: sobre grises brezales, oscuros declives, el borrón negro de bosques lejanos. Tatzel avanzó trabajosamente hacia el risco alto, guiando a su fatigada yegua. Aillas la siguió y de nuevo acortó la distancia que los separaba.
Tatzel montó y cabalgó hacia la meseta. El extremo del gran Teach tac Teach se erguía muy cerca, y la cima más visible era Noc, el primero de los Cortanubes.
Aillas la siguió, pero advirtió con desaliento que su montura se había torcido la pata y cojeaba, Aillas maldijo, quitó la brida y la silla y dejó libre al caballo. Era un grave contratiempo, y de pronto comprendió su insensatez: se había lanzado a perseguir a Tatzel sin dejar ningún mensaje.
Aun así, no todo estaba perdido. Cargó el talego al hombro y continuó la persecución a pie. La yegua estaba tan agotada, y resultaba tan difícil el avance entre las piedras sueltas, que pronto ganó terreno. En dos minutos la arrinconaría.
Tatzel lo comprendió así. Echó una desesperada mirada alrededor, pero no había ayuda en las cercanías; Aillas, mirándole la cara, no pudo evitar un arrebato de piedad, pero endureció su corazón.
—Tatzel, querida y pequeña Tatzel, tan altiva. Has sabido mucho de la desesperación, el temor y la tristeza de otros. ¿Por qué no has de sentirlas tú también?
Tatzel tomó una decisión. Si continuaba cabalgando, Aillas la alcanzaría. A su izquierda se abría un valle de abruptas paredes pedregosas. Tatzel se detuvo un instante y respiró hondo, saltó de la montura y guió a la yegua sobre el borde de la cuesta. Resbalando, arqueándose sobre las ancas, los ojos relucientes, relinchando de terror, la yegua patinó cuesta abajo. Perdió pie. Cayó y rodó, pataleando y torciendo el pescuezo. La cuesta se hizo más empinada; la yegua chocó contra una roca y quedó quieta.
Tatzel, deslizándose y clavando las uñas, aferrándose a arbustos y matas, llegó a un tramo de piedras sueltas. Cedieron bajo sus pies, provocando un alud que la arrastró hasta el fondo, donde quedó aturdida. Al cabo de un instante intentó moverse, pero la pierna izquierda no la sostuvo y se desplomó dolorida, mirándose la pierna rota.
Aillas observó esa desastrosa caída y luego, ya sin prisa, bajó al fondo por un camino menos peligroso.
Encontró a Tatzel tendida contra una roca, la cara pálida de dolor. La yegua se había roto el espinazo y bufaba escupiendo una espuma sanguinolenta. Aillas la atravesó con la espada y la bestia quedó quieta.
Aillas se acercó a Tatzel y se arrodilló junto a ella.
—¿Estás herida?
—Tengo la pierna rota.
Aillas la llevó hasta la arenosa orilla de un río y examinó la pierna con la mayor delicadeza posible. Parecía una rotura limpia, sin astillas, y necesitaba un entablillado.
Aillas se puso en pie y escudriñó el valle. En los viejos tiempos, los prados junto al río habían albergado granjas, que habían desaparecido dejando sólo escombros y ruinas. No vio ninguna criatura viva, y tampoco divisó ni olió humo. Aun así, junto al río había un vestigio de camino; alguien podía cruzar el valle, lo cual quizá no le conviniera.
Aillas fue a la orilla del río y cortó varias ramas de sauce. Volvió hacia donde estaba Tatzel, les quitó la corteza y se las dio.
—Mastica. Te aliviará el dolor.
De la yegua muerta trajo la capa de Tatzel, la manta de la silla y un pequeño talego de cuero negro con hebilla de oro, junto con las correas y hebillas de las bridas y la montura.
Aillas le dio más corteza de sauce para que la mascara, luego cortó la pernera de los pantalones con el puñal y desgarró la tela, desnudando la pierna.
—No sé componer huesos —dijo—. Sólo puedo hacer lo que he visto hacer a otros. Trataré de no hacerte daño.
Tatzel permaneció en silencio, confundida por las circunstancias. La conducta de Aillas no parecía feroz ni amenazadora; si quería maltratarla no se detendría a entablillarle la pierna, lo cual no podía sino interferir en su actividad.
Aillas cortó un trozo de capa y lo colocó alrededor de la pierna a modo de almohadilla, luego dispuso las ramas de sauce y enderezó la pierna. Tatzel jadeó, pero no soltó ningún quejido. Aillas entablilló la pierna, y Tatzel suspiró y cerró los ojos. Aillas usó la capa como almohada y se la situó bajo la cabeza. Le apartó los rizos húmedos de la frente y estudió los rasgos claros y delicados con sentimientos contradictorios, evocando otros días en el castillo Sank. Entonces había ansiado tocarla, hacer que descubriera su presencia. Ahora que podía acariciarla a gusto, nuevas consideraciones se interponían.
Tatzel abrió los ojos y le estudió la cara.