Lyonesse - 2 - La perla verde (32 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 2 - La perla verde
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—Te he visto antes… no recuerdo dónde.

Aillas reflexionó. La joven ya había olvidado su temor; tal vez él era demasiado transparente. En realidad, Tatzel ya manifestaba ese aplomo ska que, de haber sido menos inocente, habría pasado por arrogancia. En tal caso, el juego adquiría mayor interés.

—No hablas como los ulflandeses —dijo Tatzel—. ¿Quién eres?

—Soy un caballero de Troicinet.

Tatzel hizo una mueca quizá provocada por el dolor, quizá por un recuerdo desagradable.

—En Sank tuvimos un sirviente de Troicinet. Escapó.

—Yo escapé de Sank.

Tatzel lo miró con desapasionada curiosidad.

—En esa ocasión todos hablaron mal de ti, porque nos envenenaste. Tu nombre es Halis o Ailish.

—Me llamo Aillas.

Tatzel no parecía asociar a Aillas el criado con Aillas el rey de Dascinet, Troicinet y Ulflandia del Sur, aunque sabía el nombre del segundo.

—Eres un necio al andar por esta región —espetó Tatzel—. Cuando te capturen, quizá te castren.

—Espero que no me capturen.

—¿Estabas con los bandidos que nos atacaron?

—No eran bandidos. Eran soldados al servicio del rey de Troicinet.

—No hay ninguna diferencia.

Tatzel cerró los ojos y guardó silencio. Al cabo de un momento de reflexión, Aillas se levantó y examinó las inmediaciones. Era importante conseguir un refugio para la noche, pero aún más importante era la seguridad. El sendero que transcurría por la orilla del río evidenciaba que circulaba algún tráfico por allí, y parecía conectar el Alto Camino Ventoso con emplazamientos ska a lo largo de los brezales bajos.

A poca distancia, valle arriba, Aillas descubrió una cabaña derruida que quizá brindara refugio a los pastores y vagabundos de las colinas. El sol caía detrás de las montañas. Pronto las sombras cubrirían el valle. Miró hacia abajo.

—Tatzel.

La joven abrió los ojos.

—Allá hay una cabaña donde podemos refugiarnos durante la noche. Te ayudaré a levantarte. Rodéame el cuello con lo brazos… Eso es.

Aillas notó que el corazón le palpitaba más deprisa que de costumbre. El tibio contacto del cuerpo de Tatzel contra el suyo, la presión de sus brazos, esa limpia fragancia de agujas de pino, hierba luisa y geranio eran intensamente estimulantes. Aillas no quería soltarla.

—Rodéame con el brazo y te sostendré… Da un paso.

XI
1

Por un instante Aillas y Tatzel permanecieron inmóviles. De pie, ella le rodeaba el cuello con el brazo, la cara muy cerca de la del joven rey. Aillas recordó tristes días en el castillo Sank. Suspiró y se apartó.

Paso a paso, los dos recorrieron el camino, Tatzel brincando y Aillas soportando su peso. Al fin llegaron a la cabaña, que era lo único que quedaba de una vieja granja. Era un sitio agradable, sobre una loma junto a un arroyo que caía de una barranca boscosa. Toscas paredes de piedra soportaban postes de cedro que hacían las veces de vigas, y el techo tenía tejas de pizarra.

En la entrada se alzaba una desvencijada puerta de madera gris. Dentro encontraron una mesa y un banco; enfrente había un hogar y una improvisada chimenea para expulsar el humo.

Aillas sentó a Tatzel en el banco y le acomodó la pierna. Le miró la cara.

—¿Te duele?

Tatzel respondió con un cabeceo y una mirada que revelaba asombro ante una pregunta tan tonta.

—Descansa. Yo volveré en seguida.

En la orilla del río, Aillas recogió ramas de sauce joven con corteza gruesa. Vio cangrejos en las partes menos profundas y una buena trucha en las sombras. Le llevó el sauce a Tatzel y quitó la corteza.

—Masca esto. Te traeré agua.

En el costado de la cabaña habían ahondado el arroyo y le habían puesto un dique para formar un pequeño embalse, donde Aillas descubrió un cubo de madera, sumergido para que no se resecara y rajara… Aillas subió el cubo con gratitud y llevó agua a la cabaña. Recogió hierbas, juncos y arbustos y los apiló en el suelo para formar un lecho. A orillas del río encontró madera seca y la llevó a la cabaña. Luego encendió el fuego.

Tatzel, sentada a la mesa, parecía absorta en sus pensamientos y lo miraba sin interés.

El crepúsculo envolvía el valle. Aillas se marchó de nuevo de la cabaña. En esta ocasión se fue por media hora. Regresó con varios trozos de carne fresca envuelta en juncos y también con una rama cargada de bayas de saúco, y las puso junto a Tatzel. Arrodillándose junto al hogar, colocó la carne en una piedra plana, la cortó en lonchas finas, la clavó en ramas y la puso a asar al fuego.

Cuando la carne estuvo a punto, la llevó a la mesa. Tatzel había comido bayas; ahora comió la carne, despacio y con poco apetito. Bebió agua del cubo, y luego, derramando agua en un pañuelo, se limpió los dedos.

Aillas escogió sus palabras con cuidado:

—Quizá tengas dificultades para hacer tus necesidades. Si lo deseas, puedo ayudarte.

—No necesito tu ayuda —declaró Tatzel con voz cortante.

—Como quieras. Cuando estés lista para dormir, te haré la cama.

Tatzel ladeó la cabeza bruscamente, dando a entender que prefería dormir en otra parte, tal vez en su propia cama del castillo Sank, y luego fijó la mirada en las llamas. Al fin se volvió para estudiar a Aillas, como si por primera vez admitiera su presencia en la cabaña.

—Dijiste que nuestros atacantes eran soldados, no bandidos.

—Eso dije, y así es.

—¿Qué harán con mi madre?

—Tienen órdenes de evitar muertes innecesarias. Supongo que tu madre será capturada y enviada a Ulflandia del Sur como esclava.

—¿Como esclava? ¿Mi madre? —Tatzel se resistía a aceptar la idea, y al fin la desechó como demasiado grotesca. Miró de soslayo a Aillas, pensando: «¡Qué hombre tan extraño! Hay momentos en que se muestra sombrío y cauteloso como un viejo, y luego parece apenas un niño. ¡Es asombroso lo que encuentras entre los esclavos! Este episodio me parece muy raro. ¿Por qué me persiguió con tanta tenacidad? ¿Espera recibir un rescate?». Preguntó—: ¿Y tú qué eres? ¿Un soldado o un bandido?

Aillas reflexionó un instante y respondió:

—Me parezco más a un soldado que a un bandido, pero no soy ninguna de las dos cosas.

—¿Qué eres, entonces?

—Como te he dicho, soy un caballero de Troicinet.

—No sé nada de Troicinet. ¿Por qué estás tan lejos de un lugar seguro? En Ulflandia del Sur estabas a salvo.

—En parte vine para castigar a los ska por sus incursiones y por los esclavos que han capturado, y también, a decir verdad… —Aillas se interrumpió. Mirando las llamas, decidió no añadir más.

—¿A decir verdad…? —urgió Tatzel.

Aillas se encogió de hombros.

—En el castillo Sank me obligaron a ser sirviente. A menudo te observaba mientras ibas de un lado a otro, y llegué a admirarte. Me prometí que un día regresaría y nos encontraríamos en circunstancias distintas. Por eso estoy aquí, entre otras razones.

Tatzel reflexionó un momento.

—Eres muy pertinaz. Muy pocos esclavos han escapado del castillo Sank.

—Me capturaron de nuevo y me enviaron a Poelitetz —explicó Aillas—. También escapé de allí.

—Esto es confuso y complejo —protestó Tatzel—. No lo comprendo ni me interesa. Sólo sé que me has causado dolor y trastornos. Tus recuerdos de esclavo me parecen repulsivos e insolentes, y me parece muy poco educado que los hayas mencionado.

Aillas rió de nuevo.

—¡En efecto! Mis esperanzas y ensueños parecen toscos cuando los expreso con palabras. Pero sólo he respondido a tu pregunta, y con sinceridad. De paso he clarificado mis propios pensamientos. O, mejor dicho, he tenido que admitir ciertas cosas.

Tatzel suspiró.

—De nuevo te explicas con acertijos. No tengo ningún interés en resolverlos.

—Es muy simple. Cuando los sueños y quimeras de dos personas son semejantes, surge la amistad, o tal vez el amor. Cuando no es así, la mutua compañía resulta enojosa. Es un concepto fácil, pero pocos se toman la molestia de comprenderlo.

Tatzel miró el fuego.

—Personalmente, me importan un bledo tus penas y divagaciones. Explícalas a personas a quienes puedan interesar.

—Por el momento me las guardaré —dijo Aillas.

Al cabo de un rato, Tatzel comentó:

—Me sorprende que tu banda se haya aventurado tan lejos de Ulflandia del Sur.

—Eso también es fácil de entender. Como veníamos a atacar el castillo Sank, era necesario llegar tan lejos.

Tatzel al fin demostró asombro.

—¿Y fuisteis rechazados?

—Al contrario. Sólo dejamos intacta la ciudadela, pues no teníamos máquinas de asalto. Destruimos todo lo que estaba a la vista y nos retiramos para combatir en otra parte.

Tatzel le miró con asombro.

—¡Qué acto tan cruel! —exclamó al fin.

—Se trata sólo de justicia postergada, y es sólo el principio.

Tatzel miró sombríamente las llamas.

—¿Y qué te propones hacer conmigo?

—Te he impuesto la servidumbre al estilo ska. Ahora eres mi esclava. Por tanto, compórtate como tal.

—¡No es posible! —exclamó Tatzel—. ¡Soy ska, y de origen noble!

—Debes acostumbrarte a la idea. Es una pena que te hayas roto la pierna y no puedas obedecer mis órdenes.

Tatzel, apoyando la barbilla en los puños, miró el fuego con mal talante. Aillas se levantó y tendió el manto de Tatzel sobre el lecho de hierba.

—Masca un poco de corteza de sauce, para que puedas dormir sin dolor.

—No quiero más corteza.

Aillas se inclinó sobre ella.

—Rodéame el cuello con los brazos y te llevaré a la cama.

Tras un breve titubeo, Tatzel obedeció, y Aillas la llevó al lecho de hierbas. Le desató los cordones de las botas y se las quitó.

—¿Estás cómoda?

Tatzel lo miró desconcertada, como si no hubiera oído la pregunta. Aillas se apartó y salió a escuchar los ruidos de la noche.

El aire estaba en calma. Reinaba un silencio sólo quebrado por el murmullo del agua en el río. Entró de nuevo en la cabaña. Cogió la mesa, la apoyó contra la puerta y la aseguró con el banco. Apagó el fuego, se quitó las botas, se acostó junto a Tatzel y cubrió el lecho con su manto. Miró la pálida cara de Tatzel.

—¿Alguna vez has dormido con un hombre?

—No.

Aillas soltó un gruñido.

—Gracias a tu pierna rota, tu virginidad está a salvo. Sería demasiada distracción oír tus quejas porque te duele la pierna. Supongo que soy demasiado remilgado.

Tatzel resopló con desdén pero no dijo nada. Se volvió dando la espalda a Aillas, y pronto empezó a respirar con regularidad.

Por la mañana, el sol alumbró un día sin nubes. Aillas trajo galleta y queso de su talego para desayunar. Poco después llevó a Tatzel a un pequeño valle apartado, cincuenta metros más arriba de la cabaña. Tatzel refunfuñó pero Aillas se mostró firme.

—En estas colinas abundan los verdaderos bandidos, que son poco más que fieras. No tengo arco ni flechas, y si fueran más de dos no podría protegerte. Si nos encuentran más de dos ska, no podré protegerme a mí mismo. Tendrás que esconderte durante el día hasta que abandonemos este lugar.

—¿Cuándo será eso? —preguntó Tatzel de mal modo.

—Cuanto antes. No te muevas de aquí hasta que venga a buscarte. A menos que transcurran varios días… Entonces sabrás que estoy muerto.

Aillas regresó al valle. Con una madera curva y una estaca de abedul armó una muleta. Cortó una fuerte rama de sauce y la alisó hasta formar un arco tosco, pues el sauce carecía de la flexibilidad del fresno o el tejo. El nogal y el roble eran demasiado quebradizos; el aliso demasiado débil; el castaño era bastante apropiado; pero no había ninguno cerca. Cortó ramas de sauce para hacer flechas y las empenachó con cintas de tela. También fabricó un arpón abriendo en cuatro una vara de abedul, afilando cada punta, separándolas con un guijarro, y sujetándola con un cordel para impedir que la vara se partiera en toda su longitud.

Era la una de la tarde. Aillas llevó el arpón al río, y al cabo de una hora de pacientes y astutos esfuerzos logró pescar una trucha parda de un par de kilos. Mientras limpiaba el pescado a orillas del río, percibió ruido de caballos y se ocultó.

Dos jinetes venían por el camino, seguidos por un carromato tirado por un par de torpes caballos de granja. Un enjuto labriego de cabellos desaliñados conducía el carromato. Los jinetes tenían un aspecto más siniestro. Llevaban improvisadas cotas de malla y cascos de cuero con protección para el cuello y las orejas. Pesados espadones les colgaban del cinto; de la silla de montar colgaban arcos y flechas, y también hachas de combate de mango corto. El más corpulento era algo mayor que Aillas, moreno, fornido, con ojos pequeños y taimados, barba hirsuta y nariz ganchuda. El otro, que tendría quince años más, iba encorvado sobre la silla, tan flaco, nudoso y fuerte como el cuero donde se sentaba. Tenía un rostro pálido y perturbador; pómulos extrañamente anchos, con ojos redondos y grises y una boca de labios delgados que le daba aspecto de reptil.

Aillas comprendió al instante que se trataba de dos bandidos, y se felicitó por haber escondido a Tatzel, pues los jinetes habían descubierto la yegua muerta y parecían preguntarse qué significaba.

Al llegar a la cabaña, los jinetes se detuvieron y conversaron, luego se inclinaron para examinar las huellas que había en la arena. Apeándose con cautela, sujetaron los caballos al carromato, se dirigieron hacia la cabaña y de pronto se detuvieron sorprendidos.

Aillas se quedó rígido de espanto. Tatzel también había oído que se acercaban los jinetes. Se acercaba cojeando por un lado de la cabaña. Se dirigió a los dos hombres y les habló en un tono de confiada autoridad, aunque Aillas no captó sus palabras. Ella señaló el carromato; Aillas supuso que les estaba ordenando que la llevaran al castillo ska más cercano, o a un puesto administrativo.

Los dos hombres se miraron con una sonrisa de complicidad, incluso el niño, que observaba boquiabierto desde el carromato, parpadeó perplejo.

Aillas era un hervidero de emociones contradictorias: furia ante la increíble imprudencia de Tatzel, luego una gran tristeza por lo que ella debería sufrir, y luego un arrebato de ira diferente. Por mucho que se enfadara y maldijera, no podía dejarla a su suene sin menoscabo de su propia integridad. En su arrogancia y vanidad, Tatzel había puesto en peligro no sólo su persona, sino la de Aillas.

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