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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (5 page)

BOOK: Malditos
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—Perdona —farfulló Helena al mismo tiempo que intentaba apartar el brazo para no tocar el de Lucas, pero no había espacio en el banco. Notó que Lucas se molestaba y, por debajo de la mesa, buscó su mano y la apretó, como queriéndole preguntar: «¿Qué sucede?».

Lucas quitó la mano con brusquedad y desprecio. La mirada del joven estaba tan llena de odio que a Helena se le heló la sangre. La cocina quedó en silencio absoluto y la cháchara enmudeció de repente. Todas las miradas se giraron hacia Helena y Lucas.

Sin avisar, el joven Delos empujó el banco hacia atrás, lanzando al suelo a todos los que estaban allí sentados, Helena, Ariadna y Jasón. Lucas se puso en pie junto a Helena, mirándola con escrupulosidad y con el rostro contraído por la rabia y la furia.

Incluso cuando las furias les poseían e incitaban el odio entre los dos, desencadenando peleas casi a vida o muerte, Lucas jamás había atemorizado a Helena. Pero ahora la miraba con unos ojos sombríos y extraños, como si el Lucas que ella había conocido ya no estuviera allí.

Helena sabía que no era solo un efecto de la luz. Una sombra había oscurecido el interior de Lucas y apagado el brillo que antes hacía resplandecer sus ojos azules.

—Tú y yo no nos cogemos de la mano. No me hables. Ni siquiera me mires, ¿lo entiendes? —continuó sin piedad. El tono de voz fue subiendo y, lo que empezó siendo un susurro furioso se convirtió en un grito ronco que hizo alejar a una Helena estupefacta además de aterrorizada.

—¡Lucas, basta! —rogó Noel, espeluznada y con tono consternado. No reconocía a su propio hijo.

—No somos amigos —gruñó Lucas tras ignorar a su madre.

Avanzó amenazante hacia Helena, que trató de empujarse con los talones para distanciar su cuerpo tembloroso hacia la pared. Al rozar con las baldosas, la goma de sus zapatillas deportivas emitía unos ruidos rechinantes muy desagradables.

—Lucas, ¿qué demonios? —gritó Jasón, pero su primo también le desoyó.

—No charlamos, ni bromeamos, ni compartimos cosas. Y, si alguna vez vuelves a pensar que tienes el derecho de sentarte a mi lado… Lucas alargó el brazo para agarrar a Helena por el cuello, pero su padre se adelantó y, desde atrás, le sujetó ambos brazos, evitando así que pudiera hacerle daño. Entonces Helena fue testigo de algo que jamás pensó que vería con sus propios ojos: Lucas se dio media vuelta y golpeó a su padre.

Cástor salió propulsado al otro extremo de la cocina hasta sobre la alacena, justo encima del fregadero.

Noel dejó escapar un grito ahogado y se cubrió la cara mientras fragmentos de platos rotos volaban en todas direcciones. Era la única mortal en una sala repleta de vástagos luchadores y corría el grave peligro de salir malherida.

Ariadna se dirigió apresuradamente hacia Noel y la protegió con su cuerpo, al mismo tiempo que Jasón y Palas saltaban sobre Lucas para inmovilizarlo.

A sabiendas de que su presencia solo enojaría aún más a Lucas, Helena avanzó a gatas por el suelo repleto de vajilla rota. Cuando al fin alcanzó la puerta que daba al jardín, saltó hacia el cielo y desapareció.

Al volar hacia su casa, la joven centró su atención en distinguir el sonido de su propio cuerpo en la atmósfera. Los cuerpos son ruidosos. En espacios silenciosos, como el Submundo o la atmósfera, uno puede oír todo tipo de chasquidos, roces y balbuceos que el cuerpo humano produce.

Pero el cuerpo de Helena estaba como una tumba. Ni siquiera lograba oír el latido de su corazón. Después de lo sucedido debería estar tronando en su pecho, pero lo único que sentía era una presión insufrible, como si una rodilla gigante le estuviera oprimiendo el pecho.

Quizás su corazón había dejado de latir porque se había roto.

—¿Esto es lo que querías? —gritó Lucas a su padre mientras se zarandeaba para soltarse—. ¿Crees que ahora me odia?

—¡Soltadle! —les ordenó Cástor.

Palas y Jasón obedecieron, aunque poco a poco. Ambos desviaron la mirada hacia Cástor para asegurarse de que él estaba convencido. Este asintió con la cabeza antes de emitir su juicio.

—Fuera de aquí, Lucas. Sal de esta casa y no regreses hasta que seas capaz de controlar tu fuerza ante tu madre.

Lucas se quedó petrificado. Se giró justo a tiempo para pillar a Ariadna haciendo desaparecer una gota de sangre del rostro de Noel. Las manos resplandecientes de Ariadna estaban curando cada corte al instante.

Un viejo recuerdo y una serie de imágenes volvieron a la mente de Lucas como un rayo. Incluso cuando no era más que un niño ya era más fuerte que su madre y en una de sus pataletas le atestó un bofetón en la mejilla mientras ella trataba de darle un cariñoso beso para sosegarle. A Noel le sangró el labio.

Lucas recordó el quejido de dolor de Noel, un sonido que, después de tantos años, seguía avergonzándole. Se había arrepentido de aquel gesto el mismo día que sucedió y, desde entonces, jamás había tocado a su madre con menos delicadeza que a un pétalo de rosa. Pero ahora volvía a sangrar.

Por su culpa.

El muchacho se apartó con rudeza de su tío y de su primo, abrió la puerta trasera violentamente y se lanzó hacia el oscuro cielo nocturno. Le importaba bien poco adónde le llevaran los vientos.

Capítulo 2

Helena inhalaba diminutas bocanadas de aire. Le costaba una barbaridad respirar. Era la quinta noche seguida que descendía al mismo lugar del Submundo y sabía que, cuanto menos se moviera, menos se hundiría en las arenas movedizas. Incluso inspirar demasiado hondo la sumergía un poquito más hacia el fondo del hoyo.

Estaba prolongando la tortura, pero no podía soportar la idea de ahogarse en mugre otra vez más. Las arenas movedizas no estaban limpias, sino repletas de cuerpos muertos y en estado de putrefacción de víctimas anteriores. Podía sentir los restos descompuestos de todas las criaturas y monstruos allí hundidos, rozándola mientras, con suma lentitud, se deslizaba por la fosa. La última noche había palpado una cara, un rostro humano, en el interior de la arena contaminada.

Una bolsa de aire burbujeó en la superficie y lanzó una bocanada de asqueroso hedor. Helena no pudo controlarse y vomitó. Cuando se ahogara, lo cual acabaría pasando en un momento u otro, la putrefacta mugre se colaría por su nariz, sus ojos y su boca. Aunque solo estaba hundida hasta la cintura, lo veía venir. Rompió a llorar. Estaba harta y no era capaz de soportarlo una noche más.

—¿Qué más puedo hacer? —gritó, enterrándose un poquito más.

Sabía que arrastrarse por el suelo no funcionaría, pero quizás esta vez lograría alcanzar los juncos secos que se alzaban a la orilla del charco y sujetarse a ellos antes de que aquella charca de estiércol se la tragara. Se inclinó hacia delante, pero con cada milímetro de avance se hundía tres más. Cuando la hedionda arena le llegó al pecho no tuvo más remedio que dejar de moverse. El peso de la mugre le apretaba de tal forma que le resultaba imposible respirar, como si tuviera una roca que le estrujara los pulmones, como si una rodilla gigante le estuviera oprimiendo el pecho.

—Ya lo he entendido, ¿vale? —lloriqueó—. Aterrizo aquí porque cuando me duermo estoy triste, desolada. Pero ¿cómo se supone que debo cambiar mis sentimientos?

Las arenas movedizas le llegaban hasta el cuello. Helena inclinó la cabeza y empujó la barbilla hacia arriba, tratando así de mantenerse a flote el máximo tiempo posible.

—No puedo hacer esto sola —le confesó al cielo—. Necesito que alguien me ayude.

—¡Helena! —llamó una voz grave y desconocida.

Era la primera vez que oía otra voz que no fuera la suya en el Submundo.

Al principio supuso que no era más que una alucinación. Seguía con la cabeza echada hacia atrás; si la movía se hundiría por completo en aquel charco de mugre y putrefacción.

—Agárrate a mi mano, si puedes —ofreció el joven con voz forzada, como si estuviera estirándose a más no poder desde el borde de la fosa—. ¡Vamos, inténtalo, maldita sea! ¡Dame la mano!

En ese instante se le taparon los oídos, de modo que dejó de escuchar al muchacho que la animaba a cogerle la mano. Lo único que consiguió ver fue un destello de luz dorada, un resplandor brillante que penetró en la claridad opaca y derrotada que reinaba en el Submundo, como el foco de salvamento de un faro. Atisbó una barbilla angulosa y unos labios moldeados antes de que el fango le nublara la vista. Después, bajo la superficie de las arenas movedizas, notó una mano cálida y fuerte que buscaba la suya y tiraba de ella.

Al abrir los ojos en su propia cama, Helena se incorporó enseguida y comenzó a rascar el barro seco que tenía en las orejas. La adrenalina todavía le recorría todo el cuerpo, pero se obligó a quedarse quieta y escuchar.

Distinguió los graznidos de Jerry en el piso de abajo, en concreto en la cocina, un ruido agudo, como el de una sirena de emergencias que resultaba mucho más apropiado en una pista de baile que en el cómodo y acogedor hogar de Helena, en Nantucket. Jerry estaba «cantando». Bueno, lo intentaba.

Helena estalló en una carcajada de alivio. Estaba en su casa, sana y salva y, por si fuera poco, esta vez no se había roto ningún hueso, ni le habían atravesado ningún órgano, ni tampoco se había ahogado en una ciénaga purulenta. Alguien la había salvado.

¿O se lo había imaginado?

Recordó la voz profunda y la calidez de una mano que la socorrió cuando estaba a punto de hundirse en la fosa de arenas movedizas. Los curanderos, como Jasón y Ariadna, podían descender hasta el límite del Submundo en espíritu, pero nadie excepto Helena era físicamente capaz de bajar al Submundo con el cuerpo aún unido al alma. Tenía entendido que era imposible. Además, Helena había estado en el Tártaro, el lugar del tormento y el sufrimiento eternos. En los diversos estadios del Submundo, eso era inferior que el mismísimo Hades. Ni siquiera los curanderos más valientes y tenaces de la historia habían conseguido acercarse a ese sitio.

¿Estaba tan desesperada por conseguir ayuda que se lo había inventado?

Todavía confusa sobre si había imaginado o no aquel episodio, se acomodó en su cama empapada durante unos instantes y escuchó como su padre destrozaba la canción
Kiss
, de Prince, mientras preparaba el desayuno.

Jerry canturreaba la mitad de la letra mal, inventándose las palabras, lo cual significaba que estaba de buen humor. Las cosas entre Kate y él iban viento en popa; de hecho, iban tan maravillosamente bien que Helena apenas había visto a su padre en las últimas tres semanas. Hasta su ordenado sistema de turnarse para preparar las comidas se había deteriorado y ya nadie cumplía los horarios, pero a Helena no le importaba. Lo único que deseaba era que su padre fuera feliz.

Jerry repitió el verso «
you don’t have to be beautiful
» cuatro veces seguidas, seguramente porque no se acordaba de ninguna otra frase. Helena esbozó una sonrisa y sacudió la cabeza. Cerró los ojos y dio las gracias por tener un padre como Jerry, aunque fuera un cantante horrible. No tenía ni idea de por qué le costaba tal esfuerzo aprenderse la letra de las canciones, pero sospechaba que tenía algo que ver con el hecho de ser padre. Por lo visto, ningún padre cantaba Prince bien. Lo contrario, de hecho, sería inquietante a la par que perturbador.

Deslizando el cubrecama, Helena inició su ritual de limpieza. Hacía cosa de dos semanas, Claire la había acompañado a tierra firme para comprar unas sábanas especiales de plástico que algunas madres utilizan cuando sus hijos mojan la cama. Con cada movimiento, el plástico crujía, pero a Helena no le importaba. Las sábanas eran incómodas, y además pasaba una vergüenza horrenda cada vez que las iba a comprar, pero también eran una necesidad porque cada noche que regresaba del Submundo estaba cubierta de sangre o mugre.

Se levantó y empezó a deshacer la cama tan rápido como le fue posible.

Una vez en el cuarto de baño, se quitó los pantalones cortos manchados de barro y la camiseta hecha trizas y lanzó a la lavadora todo lo que podía rescatarse. Se dio una ducha rápida y después volvió a trazar su camino con un trapo para limpiar las huellas inmundas que desfilaban por el suelo.

Unos días antes había sopesado la idea de utilizar su velocidad ultrarrápida de vástago para aligerar este nuevo y molesto ritual matutino de limpieza, pero al final decidió que a su padre le daría un infarto si alguna vez la pillaba haciéndolo. Así que solo tenía dos opciones o levantarse al despuntar el alba, o correr como una histérica a velocidad humana para limpiar todo rastro de suciedad, como había hecho esa misma mañana. Tras tal pérdida de tiempo, se secó rápidamente con una toalla y se vistió con los primeros vaqueros que encontró y con una sudadera. Hacía tanto frío en su habitación que empezaba a notar los lóbulos de las orejas adormecidos, casi insensibles.

—¡Lennie! ¡Tu desayuno se está enfriando! —gritó Jerry desde el pie de la escalera.

—Oh, ¡por el amor de Dios! ¡Mierda! —maldijo Helena después de tropezar con su mochila. No había atinado a ponerse la sudadera y seguía con los brazos hacia arriba, tratando de acertar con las mangas.

Tras un momento de menearse como una marioneta, recobró el equilibrio e hizo una pausa para reírse de sí misma, preguntándose cómo una semidiosa podía ser tan torpe. Asumió que tenía algo que ver con su fatiga crónica. Al fin, con la ropa puesta en su sitio, se colocó la mochila al hombro y corrió escaleras abajo antes de que su padre empezara a cantar
Kiss
una vez más.

Jerry había puesto toda la carne en el asador. Había preparado huevos, panceta, salchichas, avena con frutos secos y cerezas, y, por supuesto, tortitas de calabaza. Aquel era uno de los platos favoritos de padre e hija, pero en época de Halloween, para lo cual faltaba solo una semana y media, el menú diario siempre contenía algo con calabaza. Era una especie de competición entre los dos. Empezó con semillas de calabaza tostadas y acabó con sopas y ñoquis de calabaza. El ganador sería aquel que lograra introducir calabaza sin que el otro se diera cuenta del sabor.

Toda esa suerte de torneo de la calabaza comenzó cuando Helena no era más que una cría. Un octubre se quejó a su padre de que las calabazas solo se utilizaban como elemento decorativo y, aunque le fascinaba vaciarlas para crear monstruosas calabazas de Halloween, le seguía pareciendo un desperdicio y derroche de comida. Jerry estuvo de acuerdo y ambos decidieron que empezarían a comer calabaza en vez de solo utilizarlas para ornamentar las escaleras.

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