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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (6 page)

BOOK: Malditos
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Por desgracia, descubrieron que la calabaza era insípida, tan desabrida que resultaba incomible. Si no fuera porque eran creativos en la cocina, habrían tenido que rendirse y olvidarse de su campaña «Salvemos a las Calabazas» después del primer año.

Probaron decenas de creaciones nauseabundas, de las cuales los helados de calabaza fueron, sin duda, la peor de todas, pero las tortitas fueron un gran acierto. De inmediato se convirtieron en una tradición de la familia Hamilton a finales de octubre, como el pavo relleno en Acción de Gracias.

Helena se fijó en que Jerry hasta había montado nata para servirla por encima. Se sintió tan culpable que fue incapaz de mirar a su padre a los ojos. Estaba preocupado por ella.

—¡Por fin! ¿Qué estabas haciendo allí arriba? ¿Acolchando el edredón? —bromeó Jerry, tratando de ocultar su preocupación mientras la escudriñaba de pies a cabeza.

Estupefacto, abrió los ojos de par en par y apretó los labios, pero enseguida se volvió hacia los fogones para servir el desayuno. Jerry no era un gruñón que daba la lata por cualquier tontería, pero Helena había adelgazado muchísimo en las últimas tres semanas. Había perdido tanto peso que realmente daba escalofríos mirarla. Ese copioso desayuno era su forma de ponerle remedio sin tener que acudir al clásico sermón aburrido de padre a hija. Helena adoraba el modo en que intentaba manejar los problemas de familia. A diferencia de otros padres, Jerry no hostigaría a su hija si la viera convertirse en un espantapájaros, pero, aun así, se preocupaba lo suficiente para intentar hacer algo al respecto.

Helena intentó sonreír con valentía a su padre y después cogió un plato.

No dudó en engullir todas las tortitas de calabaza, sin dejar una miga.

Todo tenía sabor a serrín, pero aun así tragó las calorías sin inmutarse. Lo último que deseaba era que su padre se angustiara por su salud, aunque, para ser sinceros, incluso ella misma empezaba a alarmarse.

Toda herida que había sufrido en el Submundo desapareció enseguida, pero cada día que pasaba Helena estaba más débil. Lo cierto era que no tenía otra opción. Debía continuar descendiendo a las entrañas de infierno para encontrar a las furias a sabiendas de que el Submundo la enfermaba.

Había hecho una promesa y, aunque Lucas ahora la despreciaba, la cumpliría.

—Tienes que masticar la panceta, Lennie —le recomendó su padre con sarcasmo—. No se deshace así como así en la boca.

—¿Hablas en serio? —bromeó al advertir que se había quedado inmóvil, petrificada sobre el taburete. Trató de actuar con normalidad y soltar otro chiste—. Y me lo dices ahora.

Mientras su padre se reía entre dientes, Helena dejó de pensar en Lucas y sopesó todos los deberes que no había hecho. Ni siquiera había acabado de leer la
Odisea
, no porque no quisiera leerla, sino porque no había tenido ni cinco minutos libres.

Por lo visto, todas las tareas escritas en la lista de cosas pendientes de Helena tenían que haberse hecho el día anterior. Y, para colmo, su profesor favorito, Hergie, seguía insistiendo en que se sumara a las clases para alumnos avanzados. Lo último que necesitaba era ampliar su lista de lecturas obligatorias.

Claire aparcó el nuevo coche híbrido que sus padres le habían regalado en el andén del garaje de los Hamilton y gritó «¡pip-pip!» por la ventanilla en vez de hacer sonar la bocina. Jerry no pudo contener la risa al oír el agudo chillido de Claire. Helena se metió en la boca el último pedazo de tortita de calabaza y, tras estar a punto de atragantarse, salió corriendo por la puerta con los cordones aún sin atar.

Bajó los escalones a toda prisa y miró de reojo el mirador del tejado, aunque sabía que estaría vacío.

Lucas le había dejado más que claro que jamás volvería a poner un pie en el mirador. No entendía por qué se molestaba en mirar hacia allí arriba, pero en cierto modo no podía evitarlo.

—Abróchate el abrigo, hace mucho frío —la amonestó Claire en cuanto se subió al coche—. ¿Lennie? Estás hecha un jodido desastre —continuó al mismo tiempo que ponía en marcha el coche.

—Eh… ¿buenos días? —saludó Helena con los ojos como platos.

Claire era su mejor amiga casi desde que nacieron, así que estaba autorizada a gritarle siempre que la ocasión así lo requiriese. Pero ¿era necesario que empezara a chillar como una energúmena tan pronto?

Helena abrió la boca para dar una explicación, pero eso no disuadió a su amiga, que continuó como si nada.

—La ropa te viene enorme y se te cae, te muerdes tanto las uñas que apenas se ven y además tienes los labios agrietados —despotricó Claire, hurgando aún más en la herida mientras echaba marcha atrás hacia la carretera—. Y luces unas ojeras tan espantosas que parece que alguien te haya dado un puñetazo en la cara. Dime la verdad, ¿estás siquiera intentando cuidarte un poco?

—Sí, lo intento —espetó Helena mientras se abrochaba los botones del abrigo, lo cual de repente parecía más difícil que un problema de álgebra en chino. Se dio por vencida con los botones y miró a su amiga a la cara, alzando las manos en un gesto de frustración—. Aquí arriba engullo como una lima, pero en el Submundo no hay nada de comida y, por lo visto, no como lo suficiente cuando estoy en el mundo real para compensarlo.

Créeme, lo intento, de veras. Mi padre acaba de prepararme un desayuno de campeonato.

—Bueno, al menos podrías echarte un poco de colorete, o algo. Estás blanca como la pared.

—Sé que tengo un aspecto horrible, pero tengo otras cosas en que pensar.

Todo este asunto del Infierno y vagar por él no es tan sencillo, ya lo sabes.

—¡Entonces no vayas cada noche! —exclamó Claire como si fuera algo obvio—. Tómate un descanso si lo necesitas, Helena. ¡Es evidente que no vas a solucionar este rompecabezas en un par de semanas!

—¿Crees que debería considerarlo como un trabajo a media jornada? —chilló Helena.

—¡Así es! —voceó aún más alto Claire.

Puesto que sabía que la joven asiática tenía un talento natural para alzar la voz, Helena se hundió en su asiento, intimidada por su pequeña amiga.

—¡Llevo aguantando esto tres semanas y he tenido más que suficiente!

¡Jamás encontrarás a las furias si estás tan agotada que eres incapaz de mantener abiertos tus estúpidos ojos!

Tras una breve pausa, Helena estalló en carcajadas. Claire se esforzó por mantenerse seria, pero al final se rindió y soltó sus fantásticas risas mientras conducía el coche hacia el aparcamiento del instituto.

—Nadie tendría una peor opinión de ti si decidieras reducir tus excursiones al Submundo a una o dos veces por semana, y lo sabes —dijo Claire con un tono mucho más amable tras apearse del coche. Al pasar por la puerta del colegio, añadió—: No puedo creerme que te obligues noche tras noche a ir allí abajo. Yo no sería capaz de hacerlo.

Claire se estremeció al recordar lo cerca que había estado del final cuando Matt atropelló a Lucas con el coche. La joven estuvo a punto de fallecer en el accidente; de hecho, su alma merodeó por el sequeral, el límite del Submundo. Semanas más tarde, los recuerdos de aquel lugar todavía la asustaban.

—Risitas, si tuvieras que hacerlo, lo harías. De todos modos, no funciona así. No es algo que yo decida o no hacer —confesó al tiempo que ponía un brazo sobre los hombros de Claire para disipar los perturbadores recuerdos de la sed y la soledad del sequeral—. Me voy a dormir y acabo allí. Todavía no he aprendido a controlarlo.

—¿Cómo es que Casandra no puede ayudarte? Con lo sabia e inteligente que es y con todas las investigaciones que está llevando a cabo… —dijo Claire con cierto aire de superioridad.

Helena sacudió la cabeza. No le apetecía entrometerse en una contienda entre Claire y Casandra.

—No culpes a Casandra —contestó con cuidado—. Lo cierto es que no existe un manual para descender al Submundo. O por lo menos Casandra y yo no hemos encontrado ninguno en aquella pila de libros sobre la antigua Grecia que la familia Delos denomina archivos. Hace todo lo que está en sus manos.

—Eso lo arregla todo —afirmó Claire cruzándose de brazos y entrecerrando los ojos con convicción.

—¿Arregla el qué? —preguntó Helena con cierta inquietud mientras giraba el cierre de seguridad de su taquilla.

—Está claro que Casandra y tú no podéis hacer esto solitas. Necesitáis ayuda. Tanto si Casandra está de acuerdo como si no, yo os voy a ayudar.

Claire se encogió de hombros, como si el asunto estuviera solucionado, aunque nada más lejos de la realidad.

Casandra insistía en que aquellos archivos eran solamente para oráculos, sacerdotisas y religiosos de Apolo, aunque en los últimos tres mil quinientos años no se había conocido a ningún sacerdote o sacerdotisa real de Apolo. Matt, Claire, Jasón y Ariadna se habían ofrecido para colaborar con Casandra en varias ocasiones, pero ella siempre rechazaba sus propuestas porque opinaba que iba en contra de la tradición y, para un vástago, obedecer las tradiciones era algo sagrado y que no debía tomarse a la ligera.

Desde siempre las parcas habían mostrado su desprecio por los vástagos en general, pero, si alguno se aventuraba a romper una tradición, aparecía de inmediato en la lista de individuos más odiados. Además, la mayoría de aquellos archivos estaban malditos y echaban maleficios a los no iniciados.

La única razón por la que Casandra permitía que Helena estuviera en la biblioteca era porque no existía embrujo posible que pudiera hacerle daño.

Helena contaba con la protección del cesto. En el mundo real era inmune a prácticamente todo. Pero Claire no tenía la misma suerte.

Helena siguió a su cabezota amiga por el pasillo. Odiaba la idea de actuar en contra de la hermana pequeña de Lucas, pero cuando Claire se proponía llevar algo a cabo era imposible hacerle entrar en razón o discutir con ella. Solo confiaba en que el plan que Claire estaba urgiendo no la castigara con una maldición permanente, con furúnculos o piojos o con algo igual de espantoso. Aquello podía tener graves consecuencias.

El timbre sonó justo cuando Helena y Claire entraron pitando en el aula de tutoría. El señor Hergeshimer o Hergie, como solían llamarle a sus espaldas, las miró con aire de desaprobación. Era como si pudiera percibir los problemas que se estaban gestando en la cabecita de Claire. Hergie les asignó a ambas dos palabras del día para la mañana siguiente como castigo previo de lo que obviamente estaban tramando. Desde aquel momento, el día de Helena fue de mal en peor.

Jamás había sido la estudiante más atenta y brillante de la clase, pero ahora que pasaba las noches arrastrándose por el Submundo aún estaba menos interesada en la escuela. La regañaban en todas las clases y recibía castigos cada dos por tres, pero le consolaba ver que uno de sus compañeros estaba en una situación aún peor.

Cuando el profesor de Física arremetió contra Zach por no tomar apuntes en el laboratorio, Helena se preguntó qué habría sucedido. Zach siempre había sido uno de esos chicos que parecía estar atento a cualquier asunto del día. En ciertos momentos incluso estaba demasiado alerta, metiendo las narices donde no debía. Helena nunca le había visto tan absorto en sus pensamientos y desconectado de las clases. Trató de buscarle con la mirada y sonreírle en solidaridad, pero él se volvió.

Helena se sentó sin dejar de mirarle, hasta que su cerebro adormilado al fin recordó que hacía una semana le había llegado el rumor de que Zach había dejado el equipo de fútbol americano. El padre de Zach, el señor Brant, era el entrenador del equipo y Helena sabía que lo presionaba para que fuera perfecto en todo lo que hacía. Sin duda, jamás habría permitido que su hijo dejara el equipo sin antes armar un escándalo. Se preguntaba qué habría sucedido entre ellos. Fuese lo que fuese, no podría ser bueno.

Zach tenía un aspecto horrendo.

Cuando sonó el timbre que indicaba el final de la clase, Helena cogió a Zach por el brazo y le preguntó si todo iba bien, pero el chico hizo oídos sordos y actuó como si no estuviera allí. Después salió del aula sin tan siquiera mirarla. Hubo un tiempo en sus vidas en que habían sido amigos.

De hecho, él solía compartir sus galletitas con forma de animal con ella en el patio, pero ahora no estaba dispuesto a perder ni un minuto para hablar con su ex-amiga.

Helena decidió o preguntar a Claire sobre Zach y su misterioso estado durante su hora de atletismo. En ese preciso instante, atisbó a Lucas en la lejanía y todo a su alrededor se disolvió como la creta bajo la lluvia.

Haciendo gala de su educación, sujetaba la puerta formando un puente para que un compañero de clase, mucho más bajito que él, pasara por debajo de su brazo. Echó un rápido vistazo al pasillo y, de forma inesperada, reconoció el perfil de Helena. Los ojos del joven Delos se llenaron de rabia.

Helena se quedó inmóvil. Una vez más, notó una opresión en el pecho que le impedía respirar. «Ese no es Lucas», pensó. Le era imposible respirar o moverse.

Cuando el chico desapareció entre la muchedumbre de estudiantes, Helena retomó su camino hacia los vestuarios para cambiarse para el entreno de atletismo. De repente, la mente se le aclaró, como el cielo después de una tormenta.

En cuanto Claire entró por la puerta, empezó a hacerle todo tipo de preguntas; más bien era un interrogatorio. Varias semanas atrás, habría avasallado a su mejor amiga a preguntas porque sabía que, si la distraía con cotilleos, Claire no tendría tiempo de preguntarle cómo estaba. Pero esta vez ella necesitaba desahogarse. Jasón estaba teniendo un día espantoso y Claire estaba preocupada por él.

Aunque oficialmente no estaban saliendo, desde que Jasón la rescató y sanó se habían convertido en algo más que amigos. En pocos días, Claire se había ganado el puesto de la confidente más íntima de Jasón.

—¿Vas a pasarte por su casa después de atletismo? —preguntó Helena en voz baja.

—Sí, no quiero dejarle solo ahora. Sobre todo porque Lucas sigue desaparecido.

—¿Qué quieres decir? —exclamó Helena, alarmada—. No ha ido a casa desde…

«¿Desde que me mandó al infierno, golpeó a su padre, puso en peligro a su madre y le echaron de casa?», finalizó Helena mentalmente.

Por lo visto, Claire imaginaba a la perfección lo que estaba pensando su amiga, así que le apretó la mano para mostrarle su apoyo y le explicó todo.

—No, Lucas ha ido a casa algunas veces desde entonces. Pidió disculpas a sus padres, y tanto Noel como Cástor le perdonaron, por supuesto. Pero no pasa tiempo con su familia. Nadie sabe adónde va o qué hace cuando no está en casa y, ¿sinceramente?, todos le tienen demasiado miedo para preguntárselo. Ha cambiado, Lennie. No habla con nadie, excepto con Casandra, y en contadas ocasiones. Se esfuma después de las clases y a veces no aparece por casa hasta la una o las dos de la madrugada, si es que va, claro. Sus padres se lo permiten porque, bueno, sin Héctor por allí nadie tiene la capacidad de pararle los pies. Jasón está preocupado —dijo Claire después de mirar de reojo a Helena—. Tú no le habrás visto últimamente, ¿verdad?

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