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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (7 page)

BOOK: Malditos
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—Hoy, pero solo un segundo en el pasillo —contestó Helena poniendo punto final al turno de preguntas antes de que Claire pudiera preguntarle cómo estaba—. Mira, quiero acelerar un poco el paso. ¿Estás bien o prefieres que me quede para seguir charlando?

—Ve tirando —dijo Claire con el ceño fruncido.

Helena le regaló una pequeña sonrisa para demostrarle que estaba bien, aunque no fuera así, y después trotó velozmente para acabar la carrera en un tiempo suficiente para que la entrenadora Tar considerara que mostraba iniciativa.

Lucas vislumbró a Helena al otro extremo del pasillo y forzó un gesto furioso con la intención de que ella le despreciara… o le temiera. Daba lo mismo, siempre y cuando consiguiera que se distanciara de él. Por su propio bien.

Sin embargo, no reconoció odio o temor en sus ojos. Helena no se dio media vuelta, tal y como él había esperado. Parecía estar perdida, desorientada, pero nada más.

Le dolía tanto como masticar cristal, pero, aun así Lucas se obligó a darle la espalda y continuar caminando por el pasillo del instituto.

Su única intención era alejarla.

Pero las cosas se le habían ido un poco de las manos: había golpeado a su padre; y su madre había acabado sangrando por su culpa. Era una rabia ciega que no conseguía controlar. Lucas conocía al milímetro la sensación de ira. Su primo Héctor y él se habían peleado casi a vida o muerte desde que eran unos críos. Pero esto no se parecía ni un ápice a lo que había experimentado antes. Había despertado a una bestia en su interior, un monstruo que, hasta entonces, no tenía la menor idea de que portase dentro de sí.

El genio había salido de la lámpara y no parecía dispuesto a volver a entrar.

Tras acabar la carrera bastante antes que Claire, Helena decidió que iría a trabajar a pie para poder pensar con más claridad. Envió un mensaje de texto a su mejor amiga para explicarle que esa tarde no necesitaba que la llevara en coche hasta la cafetería; seguramente Claire se alegraría de poder ir sola a casa de los Delos.

Jamás antes habían intentado evitarse, pero las cosas habían cambiado.

Sus vidas las empujaban a tomar caminos distintos. Helena empezaba a preguntarse si su amistad volvería a ser algún día la misma. La idea le hizo llorar.

En cuanto ascendió por la calle Surfside, justo en el centro del pueblo, la temperatura cayó en picado. Llevaba la chaqueta desabrochada y el tremendo peso de la mochila de clase y la bolsa de entreno, que llevaba sobre los hombros, le estiraban el abrigo de tal forma que no cerraba del todo. Con un chasquido de exasperación, Helena se descolgó las bolsas. Al agacharse para ponerlas sobre el suelo, notó un vértigo extraño. Durante unos instantes le dio la impresión de que la acera no encajaba con la calle, como si su percepción de la profundidad estuviera terriblemente afectada.

Cuando se irguió dejó escapar un grito ahogado y enseguida apoyó la mano en la pared para no perder el equilibrio. Sin apartar la mano, esperó a que la sangre acabara de llegarle a la cabeza. La sensación de vértigo se esfumó, pero otra más perturbadora e inquietante la sustituyó. Helena se sentía observada, vigilada, como si hubiera alguien justo enfrente de ella mirándola fijamente.

Dio un paso hacia atrás y alargó el brazo, pero no encontró más que aire.

Mirando a su alrededor con nerviosismo, dio media vuelta, recogió las bolsas del suelo y corrió hasta el centro del pueblo. Casandra le había pronosticado que estaría libre de cualquier ataque por lo menos durante los próximos días, pero nunca aseguró que nadie la molestaría. Helena sabía que, con toda probabilidad, algún miembro de los Cien Primos la estaba vigilando muy de cerca, pero jamás se habría imaginado que la idea la volviera paranoica. De repente, sintió el aliento de un desconocido en la nuca. Sin volverse para comprobarlo, salió disparada hacia la News Store, como si alguien la persiguiera.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kate mientras buscaba detrás de Helena al espectro que la había asustado—. ¿Te está siguiendo alguien?

—No es nada —respondió con una falsa sonrisa—. Este frío me da escalofríos.

Kate la miró con escepticismo, pero Helena consiguió escabullirse para dejar sus cosas detrás del mostrador antes de que pudiera hacerle más preguntas.

—¿Has comido algo después de atletismo? Ve a la trastienda y prepárate un bocadillo —ordenó cuando vio que Helena no contestaba enseguida.

—No tengo mucha hambre… —empezó la chica, pero Kate la cortó con ademán enfadado.

—¿Esa es tu última respuesta? Piénsalo un poco más —advirtió al tiempo que plantaba un puño cubierto de harina sobre la cadera.

Helena cerró el pico y se dirigió a la trastienda sin rechistar. Sentía que su padre y Kate la culpaban por adelgazarse tanto, pero no podía explicarles lo que ocurría. A ninguno de los dos.

Untó un poco de mantequilla de cacahuate sobre un pedazo de pan y echó un chorrito de miel por encima antes de tomar un descomunal bocado.

Masticó aquel manjar de forma automática, sin apenas poner atención en la bola de pan y pasta dulce que se estaba formando en su boca. De todas formas, notaba que se atragantaba con algo todo el tiempo, como si tuviera un fajo de palabras alojado de forma permanente en la garganta. ¿Qué importaba un poco de mantequilla de cacahuate comparado con eso?

Se bebió de un sorbo un vaso de leche y volvió arrastrando los pies hacia la tienda. No podía ahuyentar la sensación de culpabilidad por algo que no dependía de ella. Para castigarse, evitó a Kate el resto de la noche.

Después de unas cuantas horas incómodas en la cafetería, mintió al decir que Claire pasaría a recogerla después de trabajar. En la más absoluta oscuridad de un callejón y tras haberse asegurado de que nadie podía verla, saltó hacia la bóveda nocturna para volar hacia su casa. Siguió ascendiendo, empujándose hasta llegar a la altura donde el aire enrarecido le tapaba los tímpanos y penetraba en sus pulmones.

Una vez prometió a Lucas que jamás saldría de la isla sin haber recibido más lecciones sobre viajes transoceánicos y, en términos técnicos, había cumplido ese juramento. Seguía sobre Nantucket, pero a una altura más que considerable. Helena siguió ascendiendo, hasta que logró ver la red brillante de luces nocturnas que conectaban todo el continente bajo sus pies. Voló hasta que se le humedecieron los ojos y las lágrimas se congelaron al rozar sus mejillas.

Se tumbó y dejó que su cuerpo flotara en el aire hasta que su mente se vaciara. Así debía sentirse uno cuando nadaba sin miedo en el océano.

Pero ella prefería nadar en un océano de estrellas. Dejó que el aire la arrastrara por el cielo hasta que el frío y la soledad se hicieron insoportables. Entonces, cambió de rumbo y regresó a tierra firme.

Aterrizó en su jardín y corrió hacia la puerta principal con la esperanza de que su padre no se diera cuenta de que no había llegado en coche. Pero Jerry no estaba en la cocina. La joven asomó la cabeza por la puerta de la habitación de su padre para asegurarse, pero tampoco estaba allí.

Entonces se acordó de que era viernes por la noche. Seguramente Kate y él habían hecho planes. Puesto que apenas había cruzado palabra con Kate en toda la tarde, no pensó en preguntarle si Jerry pasaría la noche en su casa. Ahora se arrepentía de haberle guardado rencor. La casa estaba demasiado vacía y aquel silencio sepulcral le presionaba los oídos.

Se lavó la cara, se cepilló los dientes y se fue a dormir. Mantuvo los ojos abiertos todo el tiempo que le fue posible, deseando sumirse en un profundo sueño, pero estaba tan cansada que rompió a llorar.

Sabía que, si se dormía, descendería al Submundo y se zambulliría en una soledad aún más insoportable e inquietante que la que sufría en el mundo real. Tumbada en su cama, Helena no podía dejar de pensar en Lucas. Se frotó la cara con las manos y se secó las lágrimas. Aquel insufrible peso estaba empezando a aplastarle el pecho. Otra vez.

No podía permitirse caer en la autocompasión o en cuestión de segundos estaría revolcándose en la putrefacción de las arenas movedizas. Y entonces una idea le cruzó por la cabeza.

Quizás esta vez no estaría sola en el Submundo.

Aunque era probable que su salvador no fuera más que un espejismo, se sentía desesperada. Incluso tener un espejismo era preferible a vagar por el mismísimo Infierno completamente sola.

Mientras centraba toda su atención en la voz grave que había escuchado la noche anterior, Helena se relajó para dormirse. Se imaginó el destello dorado, la hermosa boca y la voz de aquel extraño pronunciando su nombre mientras le ofrecía la mano…

Helena estaba en una llanura similar a una pradera, recubierta por hierba marchita y colinas ondulantes. Ya había estado en esta parte del Submundo en otra ocasión, pero algo había cambiado. No sabía decir con exactitud el qué, pero todo parecía estar un poquito diferente. Excepto por una cosa, el ruido. Helena no recordaba haber oído ningún sonido en el Submundo que no proviniera de sí misma, ni siquiera el rumor del viento soplando sobre la hierba.

En cierto modo, el Submundo parecía real, no solo como una terrible pesadilla. Helena ya había notado esto antes, aunque durante pocos segundos, cuando por un milagro alguien la arrastró de las arenas movedizas. Por muy discordante que resultara esta nueva perspectiva del Submundo, también era un gran alivio. Por algún motivo, Hades tenía un aspecto menos infernal. Mirando a su alrededor, Helena no pudo evitar pensar en una escena de la película
El Mago de Oz
, cuando Dorothy vio todo en color por primera vez.

Entornó los ojos y vislumbró destellos dorados que danzaban en el horizonte a ritmo de graznidos, gruñidos y repiques metálicos. No le cabía la menor duda: alguien se estaba enfrentando a una encarnizada lucha y, por los sonidos, parecía brutal. Al menos Helena podía estar segura de algo. El tipo con las manos cálidas no era un espejismo.

Corrió tan rápido como pudo hacia el alboroto.

Cuando alcanzó la cima de una pequeña colina distinguió a un tipo gigantesco con una cabellera despeinada de rizos color avellana que empuñaba una daga para abrirse camino a cuchilladas entre una criatura medio buitre, medio murciélago que revoloteaba a su alrededor. A medida que Helena se aproximaba podía oír los gruñidos y palabrotas que soltaba el desconocido. Aunque estaba peleando para salvar su vida, Helena no pudo evitar fijarse en su cabellera desaliñada. Necesitaba un corte de pelo.

Y con urgencia.

«Corte de pelo» levantó la mano de repente. Helena advirtió una sonrisa que denotaba asombro a la vez que complacencia. Entonces, al percatarse de que seguía perdiendo la contienda, Helena vio que esa sonrisa se convertía en una mueca de asco y desprecio. A pesar de estar jugándose la vida, parecía mantener el buen humor.

—¡Eh! —saludó Helena al acercarse.

Corte de Pelo y la extraña criatura se quedaron inmóviles en mitad de la pelea, pero sin soltarse del cuello. El desconocido esbozó una sonrisa de sorpresa.

—¡Helena! —consiguió articular con la pezuñas del monstruo apretándole la garganta.

Aquel despreocupado espectáculo había dejado a la chica tan de piedra que a punto estuvo de desternillarse de risa. Entonces todo volvió a cambiar.

El mundo empezó a desacelerarse a su alrededor. Sabía que eso significaba que, en el mundo real, su cuerpo se estaba despertando. Una parte de su cerebro empezaba a reconocer un molesto ruido que parecía venir de otro universo. En ese instante supo que no lograría alcanzar a Corte de Pelo antes de abrir los ojos. Desesperada, miró a su alrededor y se agachó a recoger una piedra. Se irguió y la lanzó hacia el monstruo…

Y la piedra del Submundo atravesó la ventana de su habitación e hizo añicos el cristal.

Capítulo 3

Al oír el molesto estruendo de su despertador, Helena se levantó rápidamente. Para una noche en que de verdad prefería quedarse en el Submundo…, y se despertaba, menuda mala suerte. Todavía reinaba la oscuridad nocturna más absoluta, pero incluso en la penumbra de su habitación podía ver el desorden que había causado.

Cuando viera aquel lío, su padre la iba a matar. Haría caso omiso a los ruegos y súplicas de Kate, quien justificaría aquel desastre explicándole que estaba causado por el trastorno del sueño que sufría su hija. Esta vez Jerry no estaría dispuesto a aflojar y acabaría con ella.

Su padre tenía una fijación, de hecho más bien una manía, relacionada con conservar el calor, como si el termostato de la casa tuviera conexión directa con su mente. Y ahora, por el gigantesco agujero que ella misma había creado al romper el cristal se colaba una brisa fresca. Helena se golpeó la frente y se desplomó de nuevo sobre el colchón.

En fin, seguro que recibiría algún tipo de amonestación. Con toda probabilidad aquella monstruosidad voladora había devorado a Corte de Pelo, y todo porque Helena tenía que levantarse a las malditas ocho de la mañana para un campeonato de atletismo.

Los deportes del instituto suelen ser una complicación para los estudiantes que viven en islas diminutas. Para que los atletas isleños puedan competir con otros equipos se ven obligados a viajar en avión o en barco y, para Helena y el resto de sus compañeras de equipo, eso significaba despertarse antes del amanecer. Había ocasiones, como esta, en que detestaba vivir en Nantucket.

Reprimió un bostezo e intentó desechar la imagen de Corte de Pelo. Por fin salió de la cama. Enganchó una manta con cinta adhesiva sobre el cristal roto, engulló un vaso de leche de avena y salió directa hacia el aeropuerto de la isla. Era irónico que Helena volara hasta allí. Por supuesto, no podía desplazarse del mismo modo hasta tierra firme. Perder el avión y después aparecer como por arte de magia en la concentración justo a tiempo desencadenaría todo tipo de preguntas, así que hizo lo más responsable.

Tras aterrizar a una distancia más que cauta, corrió por el asfalto de la carretera mientras el cielo se teñía de rosa. Atisbó a Claire aparcando el coche y aceleró el ritmo para poder ir juntas hasta el avión, que ya estaba esperándolas sobre la pista. Estaba emocionadísima con poder charlar con Claire sobre Corte de Pelo, pero, antes de que pudiera abrir la boca, su mejor amiga puso los ojos en blanco y agarró a Helena por los hombros.

—¡Oh, Dios bendito, Helena! —masculló Claire, completamente exasperada, mientras desataba los botones mal abrochados de la chaqueta de Helena para colocárselos como tocaba—. Pareces una niña de cinco años disléxica. ¿Tengo que pasarme por tu casa cada mañana para vestirte como Dios manda?

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