Read Mañana en tierra de tinieblas Online
Authors: John Marsden
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—¿Dónde crees que puede estar Chris? —le pregunté cuando terminó de vendarme el último dedo.
—No tengo ni idea. Llevamos fuera mucho tiempo. Espero que esté bien.
—Tiene que haberse sentido muy solo, aquí sin nadie más.
—Seguramente, aunque dudo que eso sea un problema para Chris.
—Sí, es un tío particular.
Después de comer, emprendimos una búsqueda en toda regla. Claro que en el Infierno no había muchos sitios en los que buscar. Sabíamos que no estaba en la cabaña del Ermitaño, porque ya habíamos pasado por allí a la vuelta. Homer y Fi miraron por todo el camino que conducía hasta Wombegonoo, mientras el resto rastreaba el monte. Tal vez hubiese tenido un accidente. Yo daba vueltas con las manos en el aire, sintiéndome inútil. Pero no había rastro de él por ningún sitio. Y cuando Homer y Fi regresaron de Wombegonoo con las mismas noticias, el miedo y los nervios empezaron a aflorar de nuevo.
Después de todo lo que habíamos sufrido, me pareció una crueldad. Claro que la palabra «crueldad» ya carecía de sentido para mí desde hacía mucho tiempo.
Nos reunimos de nuevo en el claro.
—Creo que lleva bastante tiempo fuera —apuntó Homer—. Diría que ese fuego no se ha encendido desde que nos marchamos de aquí.
—Tal vez no se molestara en encenderlo —dijo Fi.
—Las noches son bastante frías.
—Sus cosas aún están en la tienda —observó Robyn—. Que yo sepa, al menos. Su saco de dormir, y también su mochila.
Me acerqué al a tienda y eché un vistazo dentro. Buscaba sus cuadernos. Si por alguna insólita razón se había marchado del Infierno, estaba segura de que se los habría llevado. Y sin embargo, estaban todos allí. Los cuatro. Eché una ojeada al que estaba encima y, al ver que estaba a la mitad, supuse que se trataba del último. No podía haberse ido sin él.
Regresé junto al grupo. Con semblante asustado, Fi dijo:
—No creeréis que nadie ha estado aquí, ¿verdad?
—Ni de coña —le aseguré—. Todo está en su sitio.
Lee había ido a echar un vistazo a las gallinas y al cordero.
—Tienen comida y agua —informó.
Yo fui a comprobarlo por mí misma, no porque no confiara en Lee, sino porque sabía que al ser un urbanita podía haber ciertos detalles que se le escaparan. Regresé con más datos:
—El agua está algo sucia. No la han cambiado desde hace un par de días.
¿Qué podíamos hacer llegados a ese punto? Probablemente ya habíamos agotado todas las posibilidades inmediatas. Nos quedamos allí sentados, mirándonos los unos a los otros.
—Creo que, por hoy, no podemos hacer mucho más —dijo Homer—. Si se ha marchado del Infierno, puede estar en cualquier parte entre aquí y Stratton. O incluso más allá.
—Tal vez nos siguiera al valle de Holloway —dije.
—¡No digas eso! —gritó Fi.
—Vamos, no perdamos la calma —intervino Robyn—. No hay nada que podamos hacer ahora mismo. Necesitamos descansar urgentemente. Como ha dicho Homer, puede estar en cualquier lado. Si hubiese algún sitio al que pudiéramos ir con la esperanza de dar con él, supongo que espabilaríamos y nos pondríamos en marcha. Pero no estamos en condiciones de peinar todo el valle de Wirrawee. Vámonos a la cama.
—Eso se dice pronto —dijo Lee—. ¡Ni siquiera tenemos camas!
Tenía razón. Nos habíamos quedado sin sacos de dormir, seguramente reducidos a cenizas tras el asalto de los soldados al campamento de los Héroes de Harvey.
Saqueamos los alrededores. Nos hicimos con un par de mantas, media docena de toallas y bastante ropa caliente. Todos íbamos muy abrigados, con pasamontañas y calcetines gruesos. Los demás hasta pudieron ponerse guantes. Fi tuvo que vestirme como si fuera un maniquí. Después, nos arrastramos hacia las tiendas, llevándonos todo lo que encontrábamos por el camino.
—Prohibido hacer ruido durante las próximas cuatro horas —advertí, dando traspiés por culpa de mi maltrecha rodilla.
—Sí, mamá —contestó Homer.
Fi y yo nos acurrucamos la una junto a la otra. Me tumbé mientras ella me arropaba con toallas y una manta. Entonces, hizo lo que pudo por taparse a sí misma. Cuando terminó nos quedamos tumbadas, mirándonos. Nuestras caras apenas quedaban a un metro de distancia. Ninguna de las dos pronunció palabra durante un buen rato, hasta que yo dije:
—¡Ay, Fi…!
—Sí —dijo ella—. Ya sé a qué te refieres.
—Eso que ha hecho Lee… —proseguí—. Ha sido horrible.
—¿Sabes qué? —confesó Fi—. Casi le cogí cariño al soldado después de verlo allí tumbado tanto tiempo. Era casi como si lo conociera. Casi. Llegué incluso a empezar a olvidar que había estado siguiéndome.
—A mí me sucedió lo mismo.
—¿Cuántos años crees que tendría?
—No lo sé. No era mayor que nosotros.
Fi se estremeció.
—¿En qué nos estamos convirtiendo? ¿Qué va a ser de nosotros?
—No lo sé.
—Tengo miedo —reconoció Fi—. No sé qué va a pasar ahora.
—Yo también tengo miedo.
—Pues parece que no te da miedo nada.
—¿No? ¿En serio? Vaya, pues te aseguro que es la verdad.
—Cuando te caíste por el precipicio…
—Estaba muerta de miedo. Pero cuando ese tipo de cosas pasan, no tienes tiempo para asustarte.
—Ya.
—De todos modos, fue culpa mía. Y una estupidez. Homer me ofreció ayuda y no quise aceptarla.
—Cuando llegaste arriba, tus dedos tenían un aspecto horrible.
—Pues si a ti te pareció eso, imagínate lo que pensé yo.
—¿Te duelen mucho?
—Un poquito.
—Ojalá pudiese ser yo tan valiente —dijo Fi.
—Lo eres, Fi. No te das cuenta. Has hecho tanto… No nos has dejado tirados ni una sola vez.
—Esa gente, en la carretera… El capitán Killen y los demás. Vimos nada menos que una docena de personas morir, ¿te das cuenta? Muertas, asesinadas… Cadáveres. Y apuesto a que también asesinaron a Sharyn, Davina y Olive. Nunca había visto un cadáver antes de que todo esto empezara, exceptuando animales aplastados en la carretera. Ah, y la cobaya de la clase, cuando íbamos a segundo. Se llamaba
GP
, y cuando murió me pasé toda la tarde llorando. Ahora tengo la sensación de estar rodeada por la muerte.
—Me pregunto dónde se habrá metido Chris.
—Es extraño.
—¿Sabías que bebía mucho?
—¿Cómo que bebía mucho?
—Pues que si tenía la menor oportunidad de traer alcohol aquí, no lo dudaba. Y se lo bebía él solito, creo.
—Bueno, tampoco es para tanto. —No sé yo. Me parece que la noche que salimos a atacar el convoy iba bastante pedo. Y también el día que nos fuimos. Y eran las diez de la mañana.
—¿Qué insinúas?
—No lo sé. Que no me dio buena espina eso de que bebiera a nuestras espaldas.
—¿Estás diciendo que es alcohólico?
—No, no es eso. Pero está claro que tiene un problema con el alcohol. Es un tío muy raro, y tengo la sensación de que cada vez lo es más. Con él no tenemos la misma buena relación que tenemos entre nosotros. ¿No te parece que cada vez es más difícil comunicarse con él?
—Sí, pero para mí nunca ha sido fácil hacerlo. En el instituto siempre había sido muy retraído.
—Aun así, es una persona interesante. Escribe muy bien. Tiene algo de genio.
—Ya lo creo. Pero jamás lo entenderé.
—¿Si pudieses elegir a una persona para que estuviese aquí, a quién elegirías? —dije, cambiando de tema.
—A mi madre.
—Sin contar a la familia.
—Pues a Corrie y a Kevin, claro.
—Ya, ¿y a parte de ellos?
—Creo que a Alex Law.
—¿A Alex? ¡Pero si es una falsa!
—No lo es. Lo que pasa es que nunca te has tomado la molestia de llegar a conocerla.
—Si no me soporta.
—Eso no es verdad. Crees que todo el mundo te odia.
—Todo el mundo, no. Solo todas las chicas del instituto. Y todos los chicos. Y también los profesores. Nadie más.
—Entonces, ¿el señor Whitelaw está fuera de la lista?
El señor Whitelaw era el conserje del instituto, y él sí que me odiaba. Una vez me chivé de que lo había visto espiando en el vestuario de chicas. Tuvo suerte de que no lo echasen a la calle.
—Es verdad, me había olvidado de él.
—¿Y a quién elegirías tú? —quiso saber Fi.
—A Merriam.
—Hum. Es simpática.
Me resultaba agradable aquella conversación. Me parecía la primera charla normal que mantenía en años. Fue como regresar durante un momento a los viejos tiempos, antes de la invasión.
—¿Qué piensas de los Héroes de Harvey? —pregunté.
Fi reflexionó un instante.
—Que todo era muy raro, ¿no te parece? ¿Y dices que el comandante Harvey era un subdirector de instituto?
—Eso parece.
—¿Y de dónde sacó el uniforme entonces?
—Quién sabe. Seguramente de su armario de disfraces. Según Olive, era un reservista del Ejército, pero no un comandante.
—Olive me caía bien.
—Sí, parecía una buena chica.
—¿Qué me dices de Sharyn?
Me tomé un momento. Volví a pensar en la posibilidad de que Sharyn estuviese muerta, lo que me impidió decir lo que realmente pensaba de ella.
—No estaba tan mal. Quiero decir, no la elegiría entre todas las chicas del mundo como mejor amiga, pero empezaba a caerme bien. Me acostumbré a depender de ella, de algún modo.
—Hum —reflexionó Fi—. Fue extraño volver a estar rodeada de adultos.
Estuvo bien, pero fue extraño.
—Tampoco estuvo tan bien. Nos tomaron por unos inmaduros. No nos dieron ni una oportunidad. Fueron unos incordios. Al fin y al cabo, hemos logrado el doble que ellos, y nos trataron prácticamente como si no pudiésemos encargarnos más que de secar los platos. ¿Sabes qué? ¡La señora Hauff no me dejó calentar agua en una sartén para limpiarla, porque dijo que podía quemarme! ¡Y el comandante Harvey se pasó todo el tiempo sin hacer nada, quejándose de la falta de hombres y de armas! Nosotros somos seis y casi no tenemos armas, y hemos hecho grandes cosas. Nosotros sí que hemos influido en esta guerra.
—Ya. Los adultos… Es típico de ellos.
—¿Tienes ganas de crecer? —quise saber.
—¡Pues claro que sí! ¿A qué viene eso?
—Bueno, he estado pensando. Al os adultos siempre se los ve infelices, deprimidos, como si la vida fuese demasiado complicada, llena de problemas. Y encima nos han dejado el planeta hecho un desastre. Sé que tener nuestra edad no siempre es divertido, y que también tenemos nuestros problemas, pero creo que no son tan chungos como los de los adultos.
—Tenemos que aspirar a hacer las cosas mejor, eso es todo.
—Ya, pero supongo que ellos decían lo mismo a nuestra edad.
—Uno acaba viéndose atrapado por su propia vida.
—Tendríamos que haber puesto más interés en las cosas. ¿Recuerdas cuando Kevin preguntó qué tratados internacionales teníamos firmados con las demás naciones? Ninguno de nosotros tenía la menor idea. No deberíamos dejarlo todo en manos de los políticos.
—¡Políticos! —exclamó Fi. De repente, estaba enfadada—. Son basura, son lo peor.
A mí me entró la risa.
—Vaya, Fi, eso es bastante radical viniendo de ti.
—Son esas emisiones de la radio. Me dan ganas de vomitar.
Sabía a qué se refería. Escuchar a nuestros líderes políticos soltando todas sus mentiras, disculpas y promesas desde Washington… Nos sacaban tanto de quicio que habíamos acordado apagar la radio en cuanto se pusiesen a hablar.
—Creí que querías cuatro horas de silencio absoluto —gruñó Lee desde la tienda de al lado.
—Lo siento —dije avergonzada.
Fi estaba bostezando, y se había puesto en una posición más cómoda.
—Voy a dormir —anunció.
—Vale. Buenas noches. O días.
Después de aquello, creo que no tardó mucho en quedarse dormida. Yo no podía conciliar el sueño. Pasé toda la mañana en duermevela, despertándome casi de inmediato cada vez que entraba en un sueño ligero. El sueño había sido mi única vía de escape hasta ahora, pero también empezaba a cerrarme sus puertas. Un problema que arrastraba desde la emboscada de Buttercup Lane y que puede que siga arrastrando el resto de mi vida. A fin de cuentas, puede que no me quede mucho de vida.
Las dos semanas siguientes pasaron muy lentamente. De hecho, más que pasar, parecieron escurrirse por el arroyo. No había el menor rastro de Chris, ni la menor pista de dónde podía encontrarse. Los otros salieron hasta tres veces del Infierno en su busca: la primera vez solo fueron a mi casa; la segunda, a las casas de Kevin y de Homer; y la tercera, dieron una gran vuelta en moto, de noche, para llegar hasta la casa del propio Chris. Decidieron tomar un riesgo calculado al escribir una nota para dejar constancia de su paso por allí. Pensaban que, de estar en algún sitio, su casa sería el paradero más probable.
«De estar en algún sitio…» Claro que estaba en algún sitio. Todos estamos en algún sitio, ¿no es así?
Al final me decidí a sentarme a leer sus cuadernos. Pasé las páginas torpemente, con mis maltrechos dedos. No me sentía muy cómoda haciendo aquello, pero había consultado a los demás y todos estaban de acuerdo: tal vez nos diera una idea de dónde podía haberse metido. Para mí, el hecho de que no hubiese cogido sus cuadernos no presagiaba nada bueno. Significaban demasiado para él. Aunque quizá se hubiese llevado alguno; puede que tuviese alguno más que esos cuatro.
Los cuadernos de Chris eran completamente diferentes a los míos. Los suyos reflejaban mucha más creatividad. Hacían gala de todo tipo de apuntes e ideas, poemas, historias y reflexiones sobre la vida, como por ejemplo esta: «Aplastamos hasta la última oruga, y luego nos quejamos de que no haya mariposas».
Yo ya había leído algunas páginas, pero no las más recientes. Aparecían un montón de referencias al Infierno. Sin embargo, yo no siempre distinguía si se trataba de nuestro Infierno, el lugar en el que vivíamos, o del otro, en el que también vivíamos a veces. Había cosas bastante deprimentes, pero yo ya sabía que Chris era propenso a deprimirse con facilidad.
Un malvado caballo negro
en mi cabeza irrumpe
y galopa por los confines
de mi mente mientras duermo.
Allí campa a sus anchas,
y soy yo quien al despertar
ha de lidiar con el destrozo.
Bajo la apacible niebla
la veo marchar.
Empieza a escarchar.
Una sensación queda.
Regreso al hogar
con pausada tristeza.
Claro que no todo era tan desalentador.
Un potro viene a la vida:
resbalan sus húmedas extremidades,
unos ojos asustados emergen de entre la paja
y del nacimiento, una dulce y húmeda fragancia.
En ese momento rompe el alba,
irradia la luz de la vida.