Mañana en tierra de tinieblas (24 page)

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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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—¡Señora Mackenzie!

Ella soltó el destornillador, que hizo ruido al caer y rebotar contra el suelo. Se volvió sobre sí misma, boquiabierta, una expresión que hacía su cara más delgada y alargada todavía. Pálida, se llevó la mano a la garganta.

—Oh, Ellie.

Por un momento pensé que se iba a desmayar, pero solo se apoyó con un movimiento rápido y pesado sobre el banco, antes de llevarse la mano izquierda a la frente y cubrirse los ojos. Quería salir corriendo hacia ella, pero sabía que no podía. El hombre, tras echar un vistazo a los camiones, dijo:

—Quédate ahí.

Aquello me irritó, porque ya lo había decidido por mí misma, pero no dije nada. Ya sabía que había cometido un error al gritar. La señora Mackenzie se agachó para recoger el destornillador, pero tuvo que inclinarse hasta tres veces, y me dio la impresión de que no veía bien. Entonces, me miró ansiosamente. Estábamos a escasos metros de distancia. Lo mismo habrían dado cien kilómetros.

—Corrie, ¿estás bien? —preguntó.

Me asombró que me llamase Corrie y que no pareciera darse cuenta del desliz. Pero procuré actuar con naturalidad.

—Estamos bien, señora Mackenzie —susurré—. ¿Cómo está usted?

—Ah, estoy bien, estamos todos bien. He perdido un poco de peso, Ellie, eso todo… Pero al fin y al cabo hace años que me hacía falta.

—¿Cómo está Corrie?

Volví a sentir aquella horrible sensación que me encogía el pecho. Pero tenía que hacerle la pregunta. Y la señora Mackenzie acababa de llamarme por mi nombre, por lo que pensé que había llegado el momento. Sin embargo, tardó un rato en contestar. Parecía medio dormida, cosa que me extrañó. Aún seguía apoyada en el banco de trabajo.

—Está bien, Ellie. También ha perdido bastante peso, seguimos esperando a que despierte.

—¿Cómo están mis padres? ¿Cómo están todos?

—Tus padres están en buena forma —dijo el hombre. Yo seguía sin saber quién era—. Hemos pasado unas cuantas semanas malas, pero tus padres están bien.

—¿Unas cuantas semanas malas? —pregunté.

La conversación discurría mediante apresurados susurros, acompañados por muchas ojeadas a los camiones.

—Hemos perdido a bastante gente.

—¿«Perdido»? —Casi me atraganto con la pregunta.

—Ese hombre nuevo…

—¿De quién habla?

—De ese paisano nuestro que han reclutado fuera de la ciudad. Un «tizas», creo. Se dedica a interrogar a la gente y, cuando termina con ellos, a muchos se los llevan.

—¿Adónde?

—¿Cómo vamos a saberlo? Ellos no van a decírnoslo. Lo único que podemos hacer es rezar para que no sea al pelotón de fusilamiento.

—¿Y a quiénes interroga?

—Bueno, empezó con los reservistas del Ejército. Sabía muy bien quiénes eran. Después les tocó a los agentes de policía, a Bert Heagney y a un par de profesores tuyos. A cualquiera que tuviera la menor capacidad de liderazgo, ¿me entiendes? No nos conoce a todos, pero sí a muchos. Si tres de las cinco personas a las que interroga al día están de vuelta al anochecer, nos podemos considerar afortunados.

—Pensaba que ya había chivatos en el recinto ferial —apunté.

—Este hombre es diferente. Hay gente que les hace la pelota a los invasores, pero la cosa no llega hasta tal extremo. No les ayudan en los interrogatorios. No como ese hijo de perra.

Al acabar la frase, la voz del hombre se cargó de tanto odio que, bruscamente, subió el tono. Yo me agazapé en las sombras durante un momento, pero nadie apareció. Sabía que tendría que irme pronto, pero deseaba que la señora Mackenzie me contara algo más. Se la veía demacrada, cansada y pálida.

—¿Cómo está la familia de Lee? —pregunté—. ¿Y la de Fi? ¿Y la de Homer? ¿Cómo están los padres de Robyn?

La señora Mackenzie se limitó a asentir con la cabeza.

—Están todos bien —respondió el hombre.

—¿Por qué los han traído aquí? —pregunté.

—Quieren tenerlo todo listo. En los próximos días, los colonos se instalarán aquí. Debéis andaros con mucho ojo, chicos. Ahora hay cuadrillas de prisioneros por todos lados. Esperamos la llegada de cientos de colonos.

Sentí nauseas. Nos estaban acorralando. Quizás algún día no me quedase otra que aceptar lo impensable, lo inconcebible: que fuésemos esclavos durante el resto de nuestras vidas. Un futuro sin porvenir, una existencia vacía de vida. Pero no era el momento de pensar en ello, sino de actuar.

—Tengo que irme, señora Mackenzie —dije.

Para mi horror, prorrumpió de súbito en escandalosos sollozos. Me dio la espalda, se desplomó sobre el banco de trabajo y, al echarse a llorar, volvió a dejar caer el destornillador. Lloraba y gritaba al mismo tiempo. El efecto fue igual que si me aplicaran un electrochoque de doscientos cuarenta voltios en el cuero cabelludo. Era como si, en un instante, acabaran de raparme el cráneo al cero. Asustada, reculé deprisa; corrí hasta el otro extremo de la hilera de balas y me agaché detrás. Oí abrirse la puerta de un camión antes de que un soldado irrumpiese en el cobertizo.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—No lo sé —dijo el hombre, bastante convincente, como si todo aquello no le importarse demasiado—. Se ha echado a llorar sin más. Apuesto a que son esos puñeteros carburadores suecos. Cualquiera que se echaría a llorar con ellos.

Agazapaba en la oscuridad, casi sonreí.

No pareció ocurrir nada durante un momento. El único sonido que me llegaba era el de los sollozos de la señora Mackenzie, que ya eran más silenciosos. La oí tragar saliva mientras intentaba llenar sus pulmones de aire, retomar el control.

—Vamos, querida —dijo el hombre.

Oí más pasos, que deduje que eran del soldado y que se alejaron del cobertizo para encaminarse hacia la casa.

—Ya puedes irte, Ellie —dijo el hombre cono tono neutral, como si estuviese hablando a la señora Mackenzie.

No me quedaba otra que confiar en él, así que emprendí la retirada sin decir una palabra, doblé la esquina del cobertizo, pasé de largo el depósito y me adentré en la vegetación. Me reuní con los árboles con la alegría del que se reencuentra con sus amigos, con su familia. Me escondí detrás de uno de ellos durante un momento y me quedé abrazada a su tronco mientras recuperaba el aliento. Después, subí penosamente la cuesta para reencontrarme con mis amigos.

Capítulo 14

Vimos a los colonos por primera vez solo dos días después. Estuvo lloviendo sin parar, y nos resguardamos en las dependencias de los esquiladores, acurrucados bajo la madera que crujía, gimoteaba y rezongaba. El agua caía en ráfagas que repiqueteaban sobre el tejado de hierro galvanizado, como si alguien nos arrojara piedras encima. Manteníamos turnos de vigilancia que cubrieran las veinticuatro horas del día, pero el tiempo era tan pésimo que las cuadrillas no regresaron. Fuimos a inspeccionar lo que habían hecho: la casa estaba limpia y recogida; las camas, hechas. Todo estaba listo para que unos forasteros, unos intrusos, vinieran a quedarse. Me asustaba y me enfurecía imaginarme a esa gente durmiendo en la cama de los Holmes, comiendo en su cocina, recorriendo sus prados, sembrando semillas en su propiedad. Supuse que nuestra granja correría la misma suerte.

Dejó de llover dos días después. Aun así, el cielo permaneció gris; el aire, frío; el suelo, empapado y fangoso. Decidimos regresar a la casa de Chris en cuanto tuviésemos la oportunidad, por si había regresado. Al anochecer, pese al frío y al mal tiempo, nos pusimos en marcha abriéndonos camino campo a través. Las carreteras eran demasiado peligrosas a aquellas horas, pero sabíamos que podíamos rodear Wirrawee y alcanzar sin demasiados contratiempos Meldon Marsh Road, lo que nos situaría en las proximidades de la casa de los Lang.

Buena parte de la caminata transcurrió en silencio. Dos días más de confinamiento no habían ayudado a levantar los ánimos. Fue un gustazo encontrarse en campo abierto y respirar por fin el aire. Al cabo de los dos primeros kilómetros sentí que empezaba a relajarme. Cogí a Lee de la mano durante un rato, pero se hacía difícil caminar así a oscuras. Tras varios tropiezos, vimos que necesitábamos tener las manos libres para no perder el equilibrio. Me rezagué, dejando a Lee a su aire, y charlé con Robyn sobre películas, tanto las que nos habían gustado como las que no. Tenía muchísimas ganas de volver a ver una peli; mirar una enorme pantalla en una sala oscura y ver hermosos y elegantes personajes diciéndose cosas inteligentes y románticas. Supuse que aún seguirían haciéndose y viéndose esas películas en otras partes del mundo, pero me costaba un montón asimilarlo.

Bordeamos Wirrawee y nos adentramos en Melton Marsh Road. Eran las diez pasadas, y pensamos que ya podíamos transitar por la carretera sin peligro. Era un alivio poder andar por la calzada, y avanzamos mucho más rápido. Sin embargo, a aproximadamente dos kilómetros de donde vivía Chris, vimos una casa con las luces encendidas. Nos quedamos de piedra: no sospechábamos que las casas de la zona rural volvieran a estar conectadas a la red eléctrica. Nos detuvimos y oteamos en silencio. No era una noticia alentadora. En cierto modo, debería haber sido reconfortante ver algo que nos recordara tanto a los viejos tiempos. Sin embargo, las cosas eran distintas ahora. Nos habíamos acostumbrado a ser animales salvajes, a errar de noche por campos oscuros, a vivir sin normas por un territorio sin normas. Pero si los colonos se propagaban por las granjas; si las reivindicaban con sus luces, su electricidad y su propia forma de civilización, nos obligarían a retroceder cada vez más lejos de sus confines y a mantenernos ocultos entre las rocas, en cuevas y escondrijos.

Sin mediar palabra, nos acercamos a la casa. Éramos como polillas humanas. Yo no había estado nunca allí, pero era un lugar acogedor, de ladrillo, con grandes ventanas y al menos tres chimeneas. La casa estaba rodeada de frondosos árboles y precedida por un bonito jardín de forma geométrica y con rebordes de ladrillo. Esos mismos rebordes me pusieron a prueba: tras varios días sin dolores, sentí una punzada en la rodilla en cuanto pisé un ladrillo. Logré recuperar el equilibrio y pude comprobar que la rodilla me seguía respondiendo. Alcancé a los demás, que estaban agolpados detrás de un árbol, mirando hacia una de las ventanas iluminadas. Mala idea, pensé. Un enemigo armado podría quitarlos a todos de en medio en un abrir y cerrar de ojos. Cuando llegué al árbol y se lo advertí, se sobresaltaron, pero en seguida se dispersaron para ponerse a cubierto detrás de otros árboles.

Rodeé la mansión por el ala este; me topé con un pimentero con unas estacas clavadas que conducían a una cabaña para niños. Subí la escalera y me senté en la primera horca, desde donde tenía una perspectiva en picado de la cocina. Con un sentimiento de amargura observé a las tres mujeres que se afanaban allí dentro. Se las veía bastante cómodas. Estaban reorganizándolo todo: habían sacado de los armarios todos los tarros, platos, cacerolas y latas, que ahora atiborraban mesas y encimeras. Limpiaban y apartaban cosas, y se detenían de cuando en cuando para examinar más detenidamente algún objeto, o para llamar la atención de las demás sobre él. Parecía fascinarles un artilugio con palancas de plástico de color naranja concebido para abrir las tapas de los botes. Supongo que no conseguían averiguar para qué servía: primero pasaron los dedos por la abertura central y los menearon; luego, hicieron ademán de utilizarlo para desenroscarse la nariz las unas a las otras. Reían mucho. Desde fuera de la casa apenas podía oír sus voces, pero sonaban agudas, estridentes, algo gangosas, diría. En cualquier caso se lo estaban pasando en grande, por lo visto. Parecían muy felices y entusiasmadas.

Al mirarlas, experimenté todo un cóctel de sentimientos: celos, ira, miedo, abatimiento… No podía aguantar más la escena. Me deslicé desde lo alto del árbol, me uní a los demás y nos escabullimos por el jardín para regresar a la carretera.

Intercambiamos información mientras avanzábamos, y llegamos a la conclusión de que había al menos ocho adultos en aquella casa. Hasta entonces había supuesto que instalarían a una única familia en cada granja, pero tal vez les pareciese una excentricidad que tan poca gente dispusiera de tanto terreno. Tal vez pretendieran construir casas por todo el valle de Wirrawee, asignando una parcela por familia, para practicar una agricultura intensiva. Yo no sabía cómo encajaría la tierra semejante cambio. Claro que puede que fuéramos nosotros quienes no la explotábamos lo suficiente.

Avanzábamos cansadamente, en silencio, absortos en nuestras respectivas cavilaciones, teorías e ilusiones. Para cuando llegamos a casa de Chris, era pasada la medianoche. Pese a que no había luz encendida, extremamos las precauciones, por si había colonos durmiendo en el interior. Pero yo ya estaba harta de andar de puntillas.

—Emprendámosla a pedradas contra el techo —sugerí, acordándome de la lluvia sobre el hierro galvanizado del cobertizo de la familia de Kevin. Todos me dirigieron miradas compasivas, pero yo seguía en mis trece. Estaba harta de andar merodeando, escondiéndome y huyendo—. No, en serio —insistí—. ¿Qué puede pasar? Si hay gente ahí dentro, no van a salir en plena noche a disparar sin ton ni son. No serían tan estúpidos. Aquí no faltan sitios para ponernos a cubierto, y luego podremos escapar rápidamente si es necesario.

Mi poder persuasivo era mejor de lo que creía. Tardé treinta segundos en convencerlos. No sabía muy bien de qué (esa sugerencia la había hecho medio en broma), pero dar marcha atrás ahora me habría puesto en entredicho. Eso es lo que pensaba, contrita, mientras recogía tantas piedras como podía llevar. Determinamos un sitio donde reunirnos en caso de que las cosas se torcieran, y rodeamos la casa. A la señal que dio Homer, un prolongado, sonoro y espeluznante «cuiiiií», empezaron a volar los proyectiles. Fue bastante emocionante. Un escuadrón de zarigüeyas calzadas con tacos de fútbol y empujando a toda velocidad un carrito de la compra defectuoso podrían haber armado el mismo alboroto, pero para eso tendrían que haberse empleado a fondo. Me batí en retirada deprisa, mordiéndome el labio inferior de asombro, y casi llegué a arrancármelo de cuajo al tropezar con una silla de jardín. Desde luego, mis tobillos y espinillas siempre acababan recibiendo durante aquellas expediciones nocturnas. Un buen minuto después de la lluvia de piedras, un último proyectil vino a estamparse contra el tejado a modo de propina inesperada. No se oía el menor murmullo dentro de la casa que, después de aquello, con total seguridad estaba libre de ocupantes.

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