Read Mañana en tierra de tinieblas Online
Authors: John Marsden
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—¡La leche! —dijo Fi, contemplando asombrada la escena. Fue la expresión más fuerte que había pronunciado nunca.
El rugido del incendio era tan intenso que podíamos oírlo desde donde nos encontrábamos. Una fuerte corriente de energía arrojada por la explosión arrolló el jardín como una ola, curvando árboles y plantas y zarandeándonos. Diminutas sombras negras pasaban ante mí emitiendo pitiditos. Parecían salir de ninguna parte; eran pájaros que huían de la explosión. Poco a poco, toda una parte de Wirrawee se iluminó. Un infernal resplandor rojo teñía el cielo. Casi podía percibir el olor a chamuscado.
—Deprisa —dijo Lee—. ¡Vámonos!
Nos precipitamos dentro del garaje. Al menos esta vez teníamos algo de luz gracias a las linternas, no como la última vez que había estado en aquel sitio, buscando cerillas a tientas, en peligro mortal.
—Espero que Robyn y Homer se encuentren a una distancia prudencial —dije.
No había tiempo para más charla. Abrí la puerta del coche más cercano, me metí dentro y giré la llave del contacto. No hubo más que un quejumbroso chirrido.
—¡Ay, madre! —dije—. La batería está agotada.
Lee se asomó dentro del otro coche, un todoterreno, y lo tanteó con el mismo resultado.
Justo cuando él se enderezaba, Robyn irrumpió en el garaje, entre jadeos y los ojos como platos.
—¿Estáis todos aquí? —preguntó.
—No. Falta Homer. Y los coches no quieren arrancar.
—Dios mío —dijo y desapareció de nuevo en busca de Homer, supuse.
Volví a probar suerte con el primer coche, pero el chirrido del motor se hizo cada vez más afónico hasta convertirse en un murmullo apenas audible.
—Tendremos que apañarnos con las bicis —dije a Lee.
Salimos corriendo y las recogimos detrás del cobertizo donde las habíamos abandonado antes. No pude evitar mirar las feroces llamas que arrasaban la colina. Se habían encendido las luces de todas las casas ocupadas de Wirrawee, y podíamos ver los faros de numerosos vehículos que convergían hacia Turner Street. Avisté dos camiones de bomberos salir pesadamente del recinto ferial.
—Tenemos una cosa a nuestro favor —observó Lee—. Quizá no quede nadie capaz de dar órdenes si hemos quitado de en medio a buena parte de sus oficiales.
Asentí con la cabeza.
—No desaprovechemos esa ventaja —dije—. ¿Y qué hacemos con Homer? ¿Le dejamos una nota?
Robyn emergió de las sombras, empujando su bicicleta.
—Lo esperaré yo —dijo.
—No, Robyn, ni hablar. Es demasiado peligroso. Por favor, Robyn, no lo hagas.
Se quedó callada un instante. Entonces, para el alivio general, se oyó una voz en la noche.
—¿Alguien quiere una tostada? —Era Homer.
—No te bajes de tu bici —dije en el acto—. Los coches no funcionan. ¿Dónde está Fi?
—Aquí —sonó su vocecilla.
—Ya estamos. En marcha, Club de los Cinco.
El día rompió demasiado pronto, sorprendiéndonos a un buen trecho de mi casa y del fiel Land Rover. Tomamos una decisión de emergencia: salir de la carretera principal y refugiarnos en la propiedad más cercana, la de los Mackenzie.
Solo había estado dos veces en la casa desde que aquel avión la había reducido a cenizas ante nuestros propios ojos. Hacía ya muchas semanas que habíamos visto la propiedad explotar desde las dependencias de los esquiladores. Volver a toparme con aquel panorama, bajo la luz del alba, fría, gris y miserable, me hizo sentir mejor por haber volado media Turner Street. Me compadecí de los dueños de aquellas casas, pero sabía que seguramente esta vez habríamos perjudicado más al enemigo que en todas las operaciones precedentes juntas. Y, como poco, era una pequeña compensación por el modo en que aquella gente había destrozado la vida de los Mackenzie al bombardear su casa y disparar a su hija, mi amiga Corrie.
Mientras los demás se dirigían directamente hacia el cobertizo de esquileo, me quedé un rato vagando por los escombros de la casa. Unos diminutos hierbajos ya habían empezado a brotar y a extenderse. Furiosa, los arranqué. Quizá me precipité al hacerlo. Era vida, una determinada forma de vida, y no había mucha más a su alrededor. No había nada que se salvara entre las ruinas. Cada pieza de vajilla estaba hecha añicos; cada sartén, combada y torcida; cada trozo de madera chamuscado o astillado. Busqué en vano algo que no hubiese sufrido ningún daño. Al menos, mi peluche
Alvin
, un diminuto pedacito de amor, había sobrevivido a la masacre de los Héroes de Harvey.
Sin embargo, cuando empezaba a alejarme, de camino hacia mi bicicleta, encontré algo. Sobresalía de debajo de un ladrillo, brillando con un reflejo plateado. Lo recogí. Era un abrecartas, largo, fino y afilado, y con una varita a modo de cruz. Lo guardé en el bolsillo. Tal vez me sirviera algún día. Como arma, pensé. No se me pasó por la cabeza que, quizás en el futuro, podría utilizarlo para abrir mis cartas. Aunque sí tenía la esperanza de devolverlo un día a sus propietarios.
—¡Ellie! —gritó una voz.
Levanté la vista, sobresaltada. Robyn estaba haciéndome señales con la mano desde el cobertizo de esquileo.
—¡Un avión! —gritó.
Me percaté entonces del zumbido grave que se oía de fondo, y que no había percibido conscientemente. Tal vez estuviese demasiado cansada. Pero la adrenalina expulsó de mi organismo el agotamiento mientras me precipitaba hacia mi bici, tropezando con los ladrillos, sintiendo de nuevo un dolor agudo en la rodilla.
Hice caso omiso del dolor y recogí la bici precipitadamente. Me pregunté si, al dirigirme hacia el cobertizo, también guiaría a los aviones pero, al mismo tiempo, comprendí que no había más lugares donde ponerse a cubierto. De manera que pedaleé hacia allí como alma que lleva el diablo. Tan pronto alcancé la sombra de la vieja construcción, los demás me agarraron y me arrastraron dentro. Me tumbé en el suelo sollozando y resollando. El estruendo del avión pasó rápidamente sobre nosotros y siguió su trayectoria. Me quedé tendida, con la cara en el polvo, preguntándome si me habría visto, si volvería. Me lo imaginaba como una criatura del infierno con vista propia y dotada de inteligencia. No podía visualizar a las personas que se sentaban a su mando y lo dirigían.
El rugido del avión fue apagándose otra vez, y acepté la ayuda de Robyn para levantarme.
Era el principio de un día terrible. Estábamos orgullosos de lo que habíamos hecho, pero no tardamos en temer las consecuencias. Empezamos a ser conscientes de que las cosas o las personas que habíamos volado por los aires debían de ser más graves, más importantes de lo que habíamos esperado e incluso imaginado. Aviones y helicópteros recorrían constantemente el cielo. El interminable zumbido de los rotores, como sierras eléctricas furiosas, empezó a infiltrarse en mi cerebro hasta el punto de que ya no sabía si lo que oía venía del cielo o de mi cabeza. Al cabo de un par de horas, estábamos tan nerviosos que abandonamos el cobertizo de esquileo, escondimos las bicicletas y nos adentramos en el monte, a través de los árboles. No nos sentimos algo más seguros hasta refugiarnos en la densa vegetación. No teníamos víveres, excepto un paquete de galletas que Homer había traído, pero preferíamos morir de inanición antes que aventurarnos en la barraca de tiro al blanco que representaba el campo abierto.
Estar allí parados nos dio la oportunidad de relatar nuestra experiencia. Fue emocionante intercambiar impresiones, y nos permitió olvidarnos del interminable gruñido de las aeronaves. Yo conté mi historia primero, y después Robyn describió la suya. Había elegido la casa contigua a la mía, que pensábamos que era un edificio administrativo de menor importancia, pero no había podido entrar.
—La puerta estaba cerrada con llave —explicó—. Así que a las cuatro, en cuanto el centinela se fue, rompí una ventana. Intenté hacerlo lo más discretamente posible, pero el cristal estaba muy por encima de mi cabeza y acabó cayendo y estrellándose contra algo dentro de la casa. ¡Hice un ruido! Fue algo tremendo. Me entró miedo, pero pensé que todavía tenía tiempo, e intenté trepar hasta la ventana. Había un canalón que subía por la pared y luego se bifurcaba. Lo aproveché para subir. Pero, cuando empecé a estirarme hacia la ventana para alcanzar el alféizar, la tubería se rompió bajo mi peso. Eso hizo más ruido aún que el cristal de la ventana. Y lo siento, pero entonces sí que me rajé. Empecé a temblar y llegué a la conclusión de que ya no tenía tiempo de meterme dentro. En retrospectiva, supongo que probablemente habría podido hacerlo, pero con todo ese ruido me entró la neura. Y encima vi que la tubería rota estaba derramando agua por todas partes. Era como si todos los elementos estuvieran en mi contra. Coloqué la tubería como pude en su sitio y pensé en pasar a la casa de al lado para ver si podía echarle una mano a Ellie, pero el paso estaba cortado por los dos centinelas que regresaban. Tardé una eternidad solo en llegar hasta el camino. En definitiva, se puede decir que no he hecho nada. El mérito es todo vuestro.
Lee también se había encontrado ante una puerta cerrada. Quizá hubieran cerrado con llave todas las casas que utilizaban como oficinas, pero no las que tenían un uso residencial. Pero Lee jugaba con ventaja: Fi conocía la casa del doctor Burgess casi tan bien como la suya propia, y había podido hacerle un plano muy detallado. Y cuando él se encontró con la puerta trasera cerrada, fue corriendo hasta el conducto de vertido de carbón, lo abrió y se coló en el sótano, desde donde subió a la casa.
—El doctor Burgess siempre decía que quería ponerle un candado —dijo Fi con aire satisfecho—. Descuidaba un montón la seguridad. Papá siempre decía que por esa misma razón no le habían robado nunca.
Lee había encontrado una cocina y tres calentadores de gas, que abrió al máximo. Tuvo que causar un buen petardazo. Le pregunté si había tenido dificultades para salir, pero él se encogió de hombros y, alzando la vista hacia los árboles, se limitó a contestar: «No». No supe cómo tomarme aquello. ¿Por qué no podía mirarme a los ojos? Tuve la horrible sensación de que se había vuelto a manchar de sangre las manos, aquellos largos y gráciles dedos de músico.
Homer había entrado fácilmente en la casa que le tocaba, no había encontrado ningún aparato que funcionara con gas. Al marcharse, decidió esperar unas cuantas manzanas más allá por si ocurría algo.
—Te encanta hacer eso —dijo Fi—. Hiciste lo mismo cuando volamos el puente.
—Está hecho un saboteador —añadí yo.
—Esto sido mucho mejor que lo del puente —dijo Homer—. Ha sido una pasada. Hubo una explosión, y después otra, enorme. Puede que tuvieran explosivos almacenados allí. Ojalá hubierais sentido esa onda expansiva. Fue como si un potente viento me azotara de pronto. ¡Guau! ¡Y el ruido! Aún no me lo creo. Hubo un montón de explosiones secundarias también. Anoche hicimos algo alucinante. Nos enfrentamos a algo increíblemente difícil y lo conseguimos. ¡Somos unos héroes!
Pensé en lo extraño que sonaba aquello: que destruir algo y matar a gente fuera un gran logro. Me dije que destruir era mucho más fácil que construir.
—Y a ti, Fi, ¿cómo te fue? —preguntó Lee.
—Ah, yo crucé el jardín tan discretamente como lo haría un conejito — dijo ella—. Tardé una eternidad en llegar a la casa. Y cuando por fin estaba a un metro de la pared, me di cuenta de que la centinela estaba dormida. ¡Habría podido pasar silbando sin que se enterara! Estaba un poco preocupada porque eran las cuatro menos diez, y pensé que se perdería el cambio de turno. Pero tenía uno de esos relojes con alarma, así que justo cuando pensé que iba a tener que acercarme para despertarla, sonó el despertador. Y unos pocos minutos más tarde se oyó el silbato. Se puso en pie, tambaleándose, y se fue tan campante. Creo que había estado bebiendo, porque se guardó una botella en el bolsillo mientras se alejaba. En cuanto hubo desaparecido por la esquina, salí disparada hacia la casa. Abrí el gas de la cocina y de un calentador del comedor, pero estaba demasiado asustada como para buscar nada más. Tampoco comprobé el temporizador; lo enchufé y punto. Esperaba haberlo hecho todo bien, y así lo dejé.
—Lo mismo hice yo —confesé.
Resultó que Lee fue el único que había comprobado que su temporizador estuviera bien programado.
—No tenían por qué no estar bien puestos —dijo Homer—. Los programamos con mucho cuidado en casa de la señora Lim, y todo funcionó según el programa. Las casas explotaron casi a la vez, así que, o bien la primera explosión desencadenó las demás, o bien, como decía antes, almacenaban municiones.
A media tarde, una patrulla de tierra se acercó a la propiedad de los Mackenzie. Iba repartida en dos vehículos todoterreno: un Toyota y un Jackaroo. Reconocí el segundo. Pertenecía al señor Kassar, mi profesor de teatro del instituto. Recuerdo lo orgulloso que estaba de ese coche. Aunque por el momento nos sentíamos bastante seguros en la frondosa vegetación, nuestro mayor temor era que encontraran alguna pista que les indicara que habíamos estado allí y que pidieran refuerzos. Observamos atentamente mientras rastreaban el área. Lo curioso era que se los veía nerviosos: no apartaban las manos de los fusiles, se mantenían apiñados en pequeños grupos y no dejaban de mirar con inquietud a su alrededor. «¡Qué solo somos nosotros!», habría querido gritarles. «Solo somos unos chavales, no os emocionéis demasiado».
Pero claro, eso no lo sabían. Por lo que habían visto, éramos soldados de élite, asesinos profesionales. Y por lo que yo había visto, lo éramos. Quizá nos habíamos convertido precisamente en eso.
Una cosa estaba clara, y era que si nos atrapaban y nos identificaban como los autores de todo aquello, estábamos perdidos. Estábamos muertos. Y no es una forma de hablar. Me refiero a que dejaríamos de vivir: de respirar, de ver, de pensar. Estaríamos muertos.
Los soldados prosiguieron su avance hacia el cobertizo de esquileo. Lo hicieron igual que en las películas, acercándose a grandes zancadas, cubriéndose los unos a los otros en cada momento, abriendo la puerta de una patada. Eso me hizo pensar en la suerte que habíamos tenido al derrotarlos tantas veces. Parecíamos unos aficionados comparados con ellos. Aunque, no sé… Es posible que eso mismo fuera una ventaja. Quizá fuéramos más creativos, tuviéramos más flexibilidad para pensar. Ellos no eran más que unos empleados que acataban las órdenes de otros. Y nosotros éramos nuestros propios jefes, podíamos hacer lo que se nos antojara. Seguramente eso ayudara un poco.