Read Mañana en tierra de tinieblas Online
Authors: John Marsden
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Fueron dos horas de caminata muy duras en las que fuimos perdiendo altitud la mayoría del tiempo. Me preguntaba si sería capaz de volver a enderezarme o me quedaría en aquella posición para toda la vida, como un monstruo jorobado del monte. De repente, me di cuenta de que el trasero de Robyn había cambiado de dirección y se alejaba de mí; en realidad, estaba subiendo, abandonando el lecho del arroyo. Alcé la mirada. Robyn estaba saliendo del agua para reencontrarse con los demás, que se habían desparramado a un lado de la orilla y se quitaban las botas mientras gimoteaban y se frotaban las piernas para devolverles algo de calor. Por primera vez desde que salimos del campamento, estábamos en un claro. Era un llano de solo unos pocos metros, pero bastaban. Incluso había algo de sol al que tumbarse; el denso dosel de árboles se abría y nos dejaba ver un cielo escampado y azul.
—Mmm, que agradable —dijo Robyn.
—Menos mal que estaba justo aquí —dije—. No había podido ir mucho más lejos. Menudo remojón. ¿De quién fue la brillante idea?
—Tuya —contestaron los cuatro al unísono.
Me quité las botas caladas y eché un vistazo a mí alrededor mientras me frotaba los pies y las piernas. El arroyo fluía sin nosotros, canturreando, pero cambiaba de melodía un poco más abajo. Podía distinguir un sonido más tosco, sonoro y aislado. Y a través de los árboles se filtraban más rayos de sol; el telón de fondo de tonos verdes y marrones se transformaba en uno de color azul claro. Caminando como el paciente de un hospital en su primer día fuera de la cama, me tambaleé hasta el otro extremo del claro, seguida por Homer. Nos adentramos unos cuantos metros en el cinturón de árboles, donde nos quedamos observando. Ahí estaba el valle del Holloway.
Imagino que pocos lo describirían como hermoso. El verano había sido muy seco y, aunque los alrededores del río se veían de un suave color verde, los prados que se extendían alrededor de Risdon habían adoptado un tono ocre, el mismo que parecía teñir parte de mi vida, parte de mí misma. El exuberante verde de nuestras primaveras y principios de verano no solía durar mucho. Estaba más acostumbrada a ese amarillo seco y monótono; tan acostumbrada que, en cierto modo, me había empapado de él y ya no estaba segura de dónde quedaba la línea que me separaba del paisaje. Me acordé del señor Kassar. Una vez contó en clase que había estado viviendo un año en Inglaterra y que al regresar a casa y reconocer las llanuras secas en el paisaje se sintió tan feliz que incluso le dolía el corazón. Sé perfectamente lo que quiso decir con aquello.
El amarillo ni siquiera era del todo amarillo. Había algunos puntos verde oscuro que aportaban los árboles y las líneas de cortavientos; los destellos de los tejados de hierro galvanizado parecían pequeñas charcas de agua cuadradas; los depósitos y cobertizos, los corrales y las presas, el aburrido sinfín de vallas… Así era mi país, más que maleza y montañas, más que ciudades y pueblos. Me sentía como en casa entre aquellos cálidos prados mecidos por el viento.
Pero del valle nos separaba una línea de precipicios y una gran extensión de maleza. Habíamos bordeado el monte Turner sin darnos cuenta siquiera, y ahora quedaba a una buena distancia a mi izquierda. Homer y yo estábamos al borde de uno de los precipicios más bajos, por el que el arroyo caía en un largo y fino hilo de agua sobre rocas situadas cincuenta metros más abajo, antes de desaparecer borboteando entre la vegetación. Allí la maleza parecía tan densa como el trecho que acabábamos de atravesar por el Infierno.
—Suerte que Kevin no está aquí —dijo Homer, mirando hacia abajo.
—¿Qué? ¿Por qué dices eso?
—¿Acaso no lo sabes? Tiene pánico a las alturas.
—¡Madre mía! ¿Hay algo que no le dé miedo? Y eso que se las daba de tipo duro.
—Hum. Bueno, al final demostró serlo.
—Pues sí.
Regresamos con los demás y les contamos lo que acabábamos de ver. Dejamos las mochilas y fuimos a dar un paseo sobre los precipicios, buscando un camino por el que bajar.
—Es casi para descender haciendo
puenting
… —dijo Lee al cabo de diez minutos.
—¿Y cómo volveríamos a subir? —observó Robyn, siempre tan pragmática.
Los precipicios no tardaron en hacerse infranqueables por aquel lado. La zona estaba llena de árboles, y solo se abrían pasajes aquí y allá, algunos con piedras resbaladizas y peligrosas en el suelo. Nos dimos por vencidos y nos aventuramos al otro lado. Atravesamos de nuevo el arroyo y allí también nos topamos con superficies lisas de pizarra. Teníamos una única opción: un árbol que había caído de cabeza al precipicio y había muerto allí. Su esqueleto desnudo y blanquecino quedaba recostado como la pared rocosa; sus ramas parecidas a huesos sobresalían por todos lados y formaban una especie de escalera natural.
—¡Cielos! —exclamó Fi con su voz de abuelita mientras observábamos desde lo alto.
—Ni de coña —sentenció Lee.
—No veo por qué no —Rebatió Robyn.
—No tengo seguro médico —contestó Lee.
—Deberíamos haber traído cuerda —añadió Homer—. O más bien una escalera mecánica.
—Yo creo que es posible —dije—. Si alguien lo intenta primero sin mochila y funciona, ya daremos con el modo de bajar los paquetes.
Todos me miraron mientras decía aquello, y siguieron haciéndolo una vez hube acabado. Empecé a sentirme algo incómoda.
—¿De quién fue la idea de hacer este viaje? —preguntó de nuevo Homer.
Seguían mirándome. Yo dejé escapar un suspiro y empecé a deshacerme de la mochila. ¿Eran imaginaciones mías o estaban acorralándome y escoltándome hacia el borde del precipicio? Por lo visto, tenía dos posibilidades de salir de allí: ninguna y ninguna. Me puse a cuatro patas y empecé a deslizarme hacía atrás por el borde.
—Agárrate a mis manos —dijo Homer.
—No tiene sentido. Si el único modo de bajar ahí es sujetándonos el uno al otro, ¿qué hará el último?
La copa del árbol quedaba unos tres metros más abajo, pero me pareció que podría alcanzarlo. El borde del precipicio no era vertical, sino curvado, y mi mayor problema consistía en no patinar con la gravilla suelta y en alcanzar con el pie la copa. Siguiendo unas cuantas instrucciones de Robyn, me enderecé y estiré todo lo posible durante unos pocos segundos. Tenía que dar un paso a ciegas y no caer en el intento. Aspiré una profunda bocanada de aire, tragué saliva y me solté. Me deslicé solo durante un segundo, aunque se me hizo eterna la horrible idea de que no alcanzaría el árbol y me precipitaría al vacío. Me pegué a la roca aún más, buscando a tientas un apoyo para los dedos en la superficie llena de gravilla. Entonces, mis pies se toparon con el tronco muerto y, casi de inmediato, mis piernas lo rodearon. Me dejé deslizar un poco más y abracé la vieja madera blanca; tenía los ojos cerrados y apoyaba la cara en el tronco.
—¿Estás bien? —gritó Robyn.
—Genial. —Abrí los ojos—. Solo que ahora ya no pienso volver a subir.
Miré hacia abajo, buscando un lugar en el que apoyar los píes. Debajo de mí, quedaban bien dispuestas las ramas del árbol, que llegaban hasta su base. Parecían bastante alineadas. Coloqué el pie izquierdo sobre la primera rama, apoyé todo el peso del cuerpo y me enderecé un poco, aliviada. La rama se partió en el acto. Volvía a agarrarme al árbol, mientras desde arriba empezaba a lloverme un sinfín de consejos: «No separes demasiado los pies del tronco», «No descanses todo tu peso en una sola rama», «Tantea primero las ramas». Eran sugerencias bastante sensatas, pero en definitiva nada que no hubiese pensado ya. Notaba cómo el sudor empezaba a calentarme la frente y a empaparme la camiseta; apreté los dientes y busqué la siguiente rama.
Mantuve los pies tan cerca del tronco que las suelas de los zapatos se deformaron contra su superficie. De ese modo, logré avanzar. No es que llevara el calzado ideal para semejante descenso, pero era lo que había. Tarde cinco minutos —que me parecieron quince—, pero al fin me encontré al otro lado del tronco, abrumada por el alivio, y de espaldas a la maleza.
—Vamos —grité.
—¿Y las mochilas?
—Meteos las cosas más frágiles en los bolsillos y lanzadlas.
Y así lo hicieron. No llevábamos demasiadas cosas frágiles a parte de las linternas, la radio y un par de prismáticos. Luego tuve que esquivar la lluvia de mochilas. Estoy segura de que no apuntaba hacia mí a propósito. Estoy bastante segura, vamos. Y resistí la tentación de prenderle fuego al tronco conforme ellos descendían, uno tras otro, con cuidado.
—Tendremos que conseguir una cuerda en algún sitio —dijo Homer cuando nos reunimos, casi sin aliento, a los pies del árbol—. Tal vez la encontremos en Risdon. Nos ayudará a subir luego.
Ningún camino se abría entre la maleza, y los árboles crecían muy juntos. Se anunciaba toda una odisea. Franqueamos una cresta, encontramos un embudo que se abría en una pared rocosa y lo seguimos hasta el final. Después proseguimos el penoso avance. Tardamos una hora en recorrer un kilómetro.
—Lo que daría por estar de nuevo en el arroyo —dije a Fi.
Y fue en ese preciso instante cuando oímos las voces.
La primera vez que vimos a los Héroes de Harvey fue desde una cresta rocosa que se elevaba sobre su campamento. Nos acercamos a ellos con tanto sigilo que llegamos a oír sus voces claramente. Fue un alivio comprobar que hablaban nuestro idioma. Nos tumbamos allí, observándolos atónitos y dirigiéndonos miradas de sorpresa entre nosotros. De haber ocurrido un mes atrás, nos habríamos puesto a gritar y a agitar los brazos, pero nos habíamos vuelto tan cautos que, si nos hubieran regalado un caballo, no solo le habríamos mirado los dientes, sino también la nariz, los ojos y hasta la garganta antes de aceptarlo. Y luego habríamos perdido referencias.
Aun así, no había duda de que aquellos eran unos tipos bastante auténticos. Algunos llevaban uniforme militar, había fusiles apoyados en un gran eucalipto en el centro del claro, y las tiendas estaban camufladas con ramas recién cortadas. Había al menos veinte tiendas, y en los últimos minutos que estuvimos mirando vimos aproximadamente una veintena de personas, todas ellas adultas, en su mayoría hombres. Se movían silenciosamente por el campamento. Tenían un aire relajado que me resultó atractivo. Solo me preocupó que su sistema de vigilancia fuera tan precario que pudiésemos espiados sin que se dieran cuenta.
—Bueno —dijo Homer—, ¿nos acercamos?
Lee empezó a levantarse, pero yo lo detuve.
—Espera —dije—. ¿Qué vamos a decirles?
—¿Sobre qué?
—Bueno… —dudé. No estaba segura de a qué me refería, de qué me había impulsado a preguntar aquello. Al final dije lo único que se me ocurrió—. ¿Les vamos a contar lo del Infierno?
—No sé. ¿Por qué no?
—No lo sé… Pero, por alguna razón, prefiero que no lo hagamos. Quiero que siga siendo nuestro lugar secreto.
Homer estuvo un momento callado antes de decir:
—Supongo que no pasa nada porque no se lo contemos. Al menos hasta que sepamos más cosas sobre ellos.
Tuve que contentarme con aquello. Homer se levantó, y nosotros lo seguimos. Avanzamos unos diez metros antes de que alguien reparara en nosotros. Un hombre vestido de camuflaje salió de una tienda con una pala en la mano, nos vio, puso cara de sorpresa, se irguió y emitió un silbido de pájaro. Pretendía imitar el sonido de una cucaburra, pero no le salió muy bien. Aun así, parece que funcionó. En cuestión de segundos, estuvimos rodeados por un grupo de hombres y mujeres que salieron de todos los rincones del campamento. Eran como treinta o cuarenta. Algunas de las mujeres, para mi sorpresa, llevaban maquillaje. Pero lo más inquietante era lo contenidos que se los veía. Algunos nos dieron unas palmaditas en la espalda, pero no nos dijeron nada. Nos rodearon muy de cerca, lo suficiente como para que pudiéramos oler su sudor, su pelo y su aliento. No parecían hostiles, simplemente precavidos, cautelosos. Parecían estar esperando algo.
Yo fui la primera en hablar.
—Hola. Nos alegramos de veros. Llevamos solos mucho tiempo.
Un hombre bajito y regordete se abrió paso entre los demás. Tenía unos treinta y cinco años, el pelo negro, la cara hinchada y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado y hacia atrás. Su nariz larga y afilada le daba un aspecto duro. Llevaba un uniforme militar deslucido de un color verde amarillento, con una guerrera y una corbata, pero sin gorra. La corbata era de color caqui, como la camisa. Los demás se apartaron para dejarle pasar. El hombre nos miró durante un instante y luego centró su atención en Homer.
—Bienvenidos, muchachos —dijo—. Somos los Héroes de Harvey. Yo soy el comandante Harvey.
—Gracias —dijo Homer, un poco intimidado—. Es fantástico haberos encontrado. No teníamos ni idea de que pudiera haber alguien aquí.
—Bueno, venid conmigo y charlemos un rato.
Lo seguimos por el campamento, aún con las mochilas puestas, hacia un claro que no era un claro, porque había tantos eucaliptos que a veces resultaba difícil pasar entre ellos. Las tiendas estaban desperdigadas por aquí y por allá. Pero, comparado con la densa vegetación que nos rodeaba, podría decirse que era un claro.
Para lo que estábamos acostumbrados, la tienda del comandante Harvey era tan grande como un salón. Podríamos dormir en ella los cinco sin ningún problema. Pero en su interior solo había una camilla de campaña cubierta con una mosquitera, una mesa con tres sillas y unas cuantas cajas y baúles. Dejamos nuestras mochilas en la entrada. El comandante Harvey se acercó con paso decidido a la silla de detrás de la mesa y se sentó en ella, dejando a nuestra elección dónde sentarnos. Al final, Homer y yo nos sentamos en las sillas y los otros tres lo hicieron en el suelo.
El comandante me vio mirar la mosquitera y soltó una risa nerviosa.
—Es un pequeño lujo —dijo—. Tengo una piel bastante sensible.
Yo forcé una sonrisa estúpida y no dije nada. El comandante miró de nuevo a Homer.
—Bueno —dijo—. En primer lugar, enhorabuena por no haber caído en las garra del enemigo. Es evidente que os las habéis ingeniado muy bien. Ya me explicaréis cómo lo habéis hecho.
Yo me recliné en mi silla. Estaba agotada. Apenas podía mantener los ojos abiertos ¡Al fin adultos! Alguien que podía tomar las decisiones, asumir la responsabilidad y decirnos lo que hacer. Cerré los ojos.
—Bueno —empezó a decir Homer con aire nervioso. Me sorprendió lo intranquilo que estaba. Su seguridad parecía haberlo abandonado frente a aquel hombre que había dejado tan claro que él estaba al mando—. Bueno —volvió a decir—, estábamos de acampada en el monte cuando empezó la invasión. Así que no nos enteramos de nada. Cuando volvimos, vimos que todos habían desaparecido. Tardamos un tiempo en descubrir lo que había pasado. Cuando nos dimos cuenta, volvimos a adentrarnos corriendo en el monte, y desde entonces no hemos salido. Excepto para algunas incursiones. Nos hemos cargado algunas cosas. Volamos el puente de Wirrawee y atacamos un convoy, y también nos metimos en alguna que otra escaramuza. Perdimos a una amiga, que recibió un disparo en la espalda, y a otro amigo, que la llevó al hospital, y a Lee le dispararon en la pierna. Pero aparte de eso nos las hemos apañado.