Read Mañana en tierra de tinieblas Online
Authors: John Marsden
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Dos días más tarde acudimos a una reunión convocada por el comandante Harvey. Yo estaba sentada al fondo, separada de Fi por mi compañera de tienda, Sharyn, y por la compañera de Fi, Davina. Robyn se encontraba dos filas delante, y los chicos justo al frente. Los hombres se sentaban en la parte delantera de la zona de reuniones, y las mujeres atrás. El comandante Harvey se hallaba de pie sobre un tocón, con el capitán Killen a su derecha y la señora Hauff a su izquierda.
Durante aquellos dos días, mis únicas conversaciones con los otros cuatro habían sido breves y superficiales. Nos hacían sentir que estábamos haciendo algo malo hablando entre nosotros. Sharyn parecía estar encima de mí todo el día. Me sentía como si fuera una paracaidista y ella mi paracaídas. Por un lado lo odiaba, pero por otro lado era adictivo. Estaba empezando a depender de ella hasta para las decisiones más insignificantes. «Sharyn, ¿crees que sería mejor que durmiera con la cabeza en este lado de la tienda?», «¿Crees que debería lavar ya estos vaqueros?», «Sharyn, ¿pongo las patatas en el plato azul?».
Sharyn era una chica corpulenta, y siempre llevaba unos vaqueros negros demasiado ceñidos. Como la mayoría de las mujeres, iba supermaquillada. Aunque intentó convencerme para que yo también me maquillara, no fui capaz. Me parecía antinatural, poco apropiado para aquel entorno.
La única decisión que Homer y yo tomamos, tras una rápida conversación que tuvimos con los otros tres durante nuestra segunda tarde allí, fue que él y yo iríamos a buscar Chris a la mañana siguiente. Solo una hora después de tomar aquella decisión, vi al comandante escabullirse por entre los árboles en dirección a su tienda. Me pareció una buena idea contarle lo que íbamos a hacer, así que lo intercepté.
—Comandante Harvey, ¿le importa que le interrumpa un minuto?
—Yo diría que ya lo has hecho.
—¿Cómo dice?
—Ahora mismo estamos hablando, eso significa que me has interrumpido.
Apreté los dientes. Sus penetrantes ojos se clavaron en mí y luego se desviaron de nuevo.
—Entonces, ¿le importa que hablemos un minuto, por favor?
—Dime.
—Pues verá, es que tenemos otro amigo, Chris, al que dejamos en nuestro campamento, así que Homer y yo hemos pensado que mañana podríamos ir a buscarle. No tardaremos mucho. Estaremos de regreso a media tarde.
Se hizo un largo silencio. De repente, el cielo parecía haberse vuelto mucho más oscuro. Ya casi no podía distinguir los rasgos del comandante: sus ojos se habían convertido en dos huequecitos negros.
Al fin habló, aunque no dijo gran cosa. Solo ordenó: «Sígueme», mientras se daba la vuelta y echaba a andar deprisa. Yo le seguí hasta su tienda, luego me quedé frente a su mesa y esperé a que se sentara y encendiera una vela. No me invitó a que me acomodara. La luz parpadeante de la vela proyectaba sombras que bailaban sobre su cara. A ratos, cuando movía un poco la cabeza, podía ver un destello en sus ojos, pero la mayor parte del tiempo permaneció quieto.
Solo cuando la vela empezó a arder de forma uniforme, dijo:
—¿Qué os dije a ti y a tus amigos en este mismo sitio, hace solo cuarenta y ocho horas?
—Pues… dijo que aquí las cosas no estaban tan mal como en Wirrawee, y que… pues que habían volado algunas centrales eléctricas, y que todo esto era una… —farfullé, y de repente me di cuenta de por qué el comandante estaba tan mosqueado— una campaña militar.
—Exacto. Una campaña militar. ¿Y qué significa eso, a efectos prácticos?
—Pues… pues que tenemos que obedecer órdenes y cosas así.
—Exacto. —Su voz se volvió más firme—. ¿Sabes lo que le pasa a este país? ¿Sabes por qué ha sido invadido?
Entonces se movió. Su cabeza se inclinó hacia delante como una serpiente al oír un sonido peligroso.
—Voy a contarte lo que le pasa a este país. Lo que pasa es que nos hemos vuelto unos flojos, unos blandos, que hemos perdido el rumbo. A decir verdad, creo que esta gente nos ha hecho un favor invadiéndonos. Tenemos mucho que aprender de ellos. Son una fuerza organizada y disciplinada de soldados bien dirigidos. Seguro que no les oirás hablar de consenso. Ni les oirás hablar de «derechos individuales», ni de «libertad personal». Ellos no se andan con chiquitas. Si logramos enderezar este país, quizá tengamos una nación de la que sentirnos orgullosos, en vez de una panda de nenazas. —La vela llameó, mostrando por un instante la rabia de su rostro—. Voy a decirte lo que hace falta. Voy a decirte lo que la gente necesita. —Había empezado a gritar. Yo seguí allí plantada como una boba—. Necesitan líderes fuertes, líderes a los que respetar. Líderes a los que admirar. Este país dio un giro equivocada hace años, ¡y ya es hora de que las cosas vuelvan a su cauce!
Vale, lo que tú digas, estaba pensando yo, echándome un poco hacia atrás.
El comandante volvió a sentarse en su silla y cogió un archivo con notas.
—Y ahora —dijo, recuperando un tono de voz tranquilo y razonable—, estoy dispuesto a considerar tu petición. Supongo que tu joven amigo tiene comida y un sitio donde refugiarse, ¿no?
—Sí, claro.
—Entonces, no es algo urgente, ¿verdad?
—Bueno, es que no queríamos dejarlo ahí solo demasiado tiempo, eso es todo.
—Pues eso tendrías que haberlo pensado antes de iros. Los que vais por la vida improvisando tenéis mucho que aprender. Podéis hacerme una petición por escrito solicitando permiso para volver a vuestro campamento a recogerlo. Incluid un mapa detallado, el tiempo necesario aproximado y los recursos materiales y humanos que necesitaréis. Eso es todo. Puedes retirarte.
Me fui un poco temblorosa. No tenía fuerzas para lidiar con aquello. Pero lo más inquietante fue el alivio que sentí cuando rechazó nuestros planes. Yo sabía que teníamos que volver por Chris, pero aquella era la única razón por la que iba a hacerlo, porque sabía que era nuestra obligación. Pero, en mi fuero interno, lo cierto era que en aquel momento no me apetecía nada emprender aquel agotador recorrido, ni siquiera ver a Chris. Me sentí muy culpable por eso, porque sabía cómo me sentiría yo si me hubiera quedado atrás, sola, y también porque sabía lo importante que era que nos mantuviéramos juntos, los seis. Había mucho en juego.
A la mañana siguiente, el día de la reunión, tuve otro desagradable encuentro con Harvey. Sharyn me había dado un cubo de productos de limpieza y me había dicho que limpiara la tienda del comandante. Ahora, en retrospectiva, me doy cuenta de que era una encerrona, pero en aquel momento no lo vi. Así que me dirigí a la tienda, mosqueada. Estaba pensando en los Héroes de Harvey y en que su problema era que estaban intentado aparentar que no había ninguna guerra. Bajo todos aquellos disfraces militares solo había un grupo de aldeanos corrientes de mediana edad que intentaban vivir en la montaña como siempre lo habían hecho en sus casas de ladrillo visto de Risdom. Cotilleaban; intercambiaban trucos de jardinería y hablaban de sus hijos; limpiaban y cocinaban, o iban de acá para allá haciendo chapuzas. Alguien me había preguntado incluso el día anterior si jugaba al bridge. El único que era distinto era el comandante Harvey. Le impulsaba una especie de ansia que los demás no tenían. Creo que disfrutaba de su poder sobre el resto, pero que al mismo tiempo le frustraba que no fueran soldados curtidos en la batalla a los que pudiera lanzar a la primera línea de fuego en una gran contienda.
Pensando en todo aquello, me puse manos a la obra en mi tarea de limpieza con un ánimo resentido, incluso hostil. Me parecía absurdo estar limpiando el polvo y barriendo. Y me sentía humillada de que yo, Ellie, que había hecho saltar un puente por los aires, tuviera que estar siempre a las órdenes de aquel Hitler de tres al cuarto. Barrí con agresividad las hojas que habían entrado con el aire, quité una telaraña de la esquina izquierda del techo de la tienda y limpié el polvo a las dos sillas de invitados. Ni siquiera miré la cama; no pensaba tocarla.
Me desplacé al otro lado de la mesa y empecé a limpiar allí. Vi un montón de papeles; encima de todo había una carpeta de cartón con la palabra «confidencial». No me lo pensé ni un segundo. Sin demasiado entusiasmo tampoco, sino pensando «con esto seguro que me echo unas risas», la abrí. La primera página era un folio con el título «Informe del ataque a la central eléctrica»; estaba escrito con letra pequeña. Me incliné para verlo mejor, pero nada más leer la primera línea me di cuenta de que había alguien más en la tienda. Rápidamente, levanté la vista. Allí estaba el comandante, en la puerta, con la cabeza inclinada hacia la derecha y mirándome con fiereza.
Era evidente que no podía hacer nada. Había metido la gamba, o al menos eso fue lo que pensé entonces. Y sabía que él no tenía sentido del humor, así que no valía la pena intentar siquiera bromear sobre el tema.
—Lo siento —me disculpé—. Solo estaba echando un vistazo.
Él se cruzó de brazos, pero no dijo nada. Era una mala costumbre que tenía. Yo sabía que estaba colorada como un tomate, pero no podía hacer nada al respecto. Finalmente, me encogí de hombros y me volví hacia la mesa para seguir limpiándola. Entonces él habló.
—Parece que no recuerdas nada de nuestra conversación de anoche.
Yo no contesté, sino que me limité a seguir frotando la mesa.
—Tienes mucho que aprender sobre disciplina, jovencita.
Frota que te frota.
—Olvídate de la limpieza y vuelve con la señora Hauff. No quiero volver a verte en mi tienda.
La piel me quemaba. Agarré mis cosas y eché a andar hacia la salida. Pero cuando llegué frente a él, las cosas se complicaron: el comandante Harvey estaba bloqueando la puerta de la tienda, y no parecía que fuera a moverse. Y, evidentemente, yo no iba a empujarle. Me quedé allí de pie, esperando. Al cabo de un minuto, se hizo a un lado y se quedó allí, con los brazos aún cruzados. Estaba claro que era la única concesión que iba a hacer, así que me abrí paso con dificultad por el hueco que había dejado y salí al aire libre, sin volver a mirarle.
Fue un alivio volver con Sharyn. Puede que fuera una mandona, una antipática y una gruñona, peor al menos no me daba miedo. No era una persona siniestra.
Por la tarde no tuve tiempo de redactar el escrito para pedir permiso para ir por Chris, y cuando se lo conté a Homer él me dijo que lo dejara para el día siguiente, que podía ser que entonces Harvey se hubiera calmado un poco. Así que decidí ir a la reunión.
La reunión del comandante Harvey no se parecía mucho a las que manteníamos nosotros en el Infierno. Consistía, básicamente, en un largo discurso. La primera parte iba sobre la amenaza a nuestro país y la necesidad de ser valientes.
—Estamos viviendo una época muy dura —dijo—. Al igual que mucha gente valiente que nos ha precedido, nos encontramos en la coyuntura de tener que defender nuestras tierras, de proteger lo que nos pertenece por derecho, de salvar a nuestras mujeres y nuestros hijos.
Cuando dijo eso, sentí que se me volvía a poner roja toda la cara, desde la barbilla hacia arriba, como me suele pasar cuando estoy muy cabreada. Aquello era lo último que me faltaba por oír. Estaba claro que toda la «gente valiente» en la que estaba pensando eran hombres. Tragué saliva, y luego espiré con fuerza por la nariz. Quizás aquella era otra prueba de disciplina para mí. El comandante Harvey dijo algo más acerca del patriotismo y luego retomó un poco el tema de la historia.
—Hombres como Winston Churchill cambiaron el curso de la historia. Evidentemente, no es que quiera compararme con Winston Churchill. Pero intentaré dirigiros lo mejor posible. Podéis estar seguros de que no os decepcionaré.
Luego pasó a la segunda parte de su discurso, centrada en la acción militar. Aquello sí que era más del estilo de lo que yo quería oír. Ya había tenido bastante de tareas domésticas.
—Pronto emprenderemos otro ataque contra el enemigo —anunció—. Luego comentaré los detalles con algunos de vosotros. El capitán Killen y yo hemos localizado algunos objetivos estratégicos importantes. Como sabéis, tenemos pocos efectivos y armas, y nos enfrentamos a un enemigo muy bien entrenado y equipado. Por eso debemos proceder con la mayor cautela. A pesar de nuestras múltiples desventajas, hemos causado importantes daños a las fuerzas enemigas, y nuestra efectividad ha sido proporcionalmente muy superior a la escasa fuerza numérica de la aguerrida banda de los Héroes de Harvey. Podemos estar muy orgullosos. Como ya sabéis, dos centrales eléctricas y varios vehículos han caído a manos de nuestras fuerzas.
Y así continuó el comandante Harvey diciendo más de lo mismo —durante veinte minutos concretamente—, las mismas cosas que el día que llegamos. Me costaba concentrarme. Me embargaba una sensación de sintiendo igual que en una reunión del colegio.
déjà vu
que se remontaba incluso más allá de nuestra primera entrevista con él. Me esforcé por intentar identificar de dónde venía el recuerdo. Tardé cinco minutos, pero al menos lo conseguí: me estaba
El comandante Harvey dio paso entonces a la tercera y última parte del discurso.
—Una vez más quiero dar las gracias a la señora Hauff y a su equipo de ayudantes. El campamento continúa estando en un impecable estado de limpieza, y las comidas se sirven con puntualidad y magníficamente presentadas. Como dijo Napoleón, «un ejército marcha sobre su estómago», y el buen ánimo que reina entre los Héroes de Harvey se lo debemos sin duda a las chicas de la señora Hauff.
La expresión de la señora Hauff no cambió, pero me pareció que una oleada de aprobación recorría lentamente su robusto cuerpo. Yo seguía fastidiada. No había visto a un solo hombre hacer las tareas domésticas. Yo llevaba dos días sin hacer apenas otra cosa que frotar ollas y sartenes, lavar sábanas —con agua fría— y zurcir calcetines. Los chicos estaban ocupados haciendo cosas de machotes —cavar sumideros, recoger leña y construir una pequeña cabaña de madera, que iba a ser la oficina del comandante Harvey—. Pero lo que más me sorprendía era que todo el mundo parecía estar conforme con aquel trato. Todos excepto nosotros cinco, y tampoco es que estuviera muy segura de la opinión de Homer. Si le hubiéramos dejado a su aire cuando estábamos en el Infierno, se habría pasado las noches en pantuflas frente a la hoguera esperando a que le sirviéramos la cena.
—Por último —dijo el comandante Harvey—, queremos dar la bienvenida a nuestros nuevos cinco reclutas. Es un placer que se una gente joven a nuestra causa, y estoy seguro de que pronto se acostumbrarán a la disciplina de una campaña militar. Como ya he dicho en otras ocasiones a los miembros más antiguos de los Héroes de Harvey, «cuando te dicen que saltes, la única respuesta debería ser ¿cómo de alto?».