Read Mañana en tierra de tinieblas Online
Authors: John Marsden
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—¡Ejercicio! ¡Eso es justo lo que necesito, más ejercicio!
Le perdoné la ironía porque se la veía animada, y eso era precisamente lo que necesitaba yo.
Salimos alrededor de las cuatro. La actividad física me sentó bien: pareció devolver a mi mente algo de energía y estabilidad. Conocíamos tan bien el camino que no necesitábamos concentrarnos donde pisábamos, con lo que pudimos conversar todo el rato. Recorrimos con esfuerzo el trecho que ascendía serpenteando alrededor de los escalones, a través de la maleza. Pasamos por el bonito puente hecho a mano, heredado del único ser humano que había habitado aquella cuenca rocosa y agreste. Si el viejo ermitaño hubiese asomado la cabeza mientras cruzábamos su puente, como el trol que sorprende a los cabritos del cuento, se habría tragado su propia barba. ¿Quién podría haber predicho lo que había sucedido y que el Infierno se convertiría en nuestro refugio? Siendo tales cosas imposibles de prever, quizá nos pillara igual de desprevenidos el próximo acontecimiento, con suerte, el fin de la guerra. Ese bonito pensamiento racional me reconfortó mientras nos arrastrábamos hacia Wombegonoo.
No hablamos gran cosa, en realidad. Al cabo de un rato, me di cuenta de que los otros intentaban irradiar alegría y buen humor para hacerme sentir mejor. Fi nos fichó para una larga sesión de «Me acuerdo de…», que había acabado convirtiéndose en uno de nuestros juegos favoritos. Era un buen modo de matar el tiempo. Por lo demás, las reglas eran bastante simples: solo tenías que decir una frase que empezara por «Me acuerdo de….», y que fuese cierta, claro. Creo que nos gustaba tanto porque nos permitía rememorar nuestras vidas antes de la invasión. Yo no estaba muy por la labor en ese momento, pero intenté obligarme a participar. Fi empezó.
—Me acuerdo de cuando los padres de Sally Geddes nos llevaron a comer a tu restaurante, Lee, y de que pedí chuletas de cordero porque todos esos nombres chinos me sonaban raro.
—No son chinos, sino tailandeses y vietnamitas —masculló Lee. Entonces, en tono más alto, añadió—: Me acuerdo de cuando los dedos se me hincharon de tanto practicar con el violín y mi profesora me obligó a seguir una hora más.
—Me acuerdo de cuando creí oír al señor Oates decir que si al salir de misa tendríamos «pollo con pisto a la cazuela», y que cuando me apresuré hacia afuera, emocionada, me di cuenta de que había dicho «coro mixto a
cappella
»
—Me acuerdo de la primera vez que vi un semáforo.
—¡Ay, Ellie! ¡No podías ser más de campo!
—Me acuerdo del día en que preparé gelatina, siguiendo la receta. El tercer paso decía «Reposar en la nevera», y pensé, ¿y por qué no puedo descansar en el sofá en lugar de en el frigorífico?
—¡Fi! ¡Te lo acabas de inventar!
—Es verdad, te lo juro.
—Me acuerdo de que estaba convencido de que le caía bien a todos los profesores y que un día, en segundo curso, oí decir a una profesora que, por niños como yo, había dejado su puesto en la ciudad.
Ese fue Lee. A continuación, habló Robyn.
—Me acuerdo de cuando estábamos en séptimo y Ellie siempre me reservaba un asiento a su lado. Y un día no lo hiciste, Ellie, y yo sentí que el mundo se me venía encima. Y me fui a casa a llorar.
Yo también me acordaba de aquello y me sentí culpable. Me había hartado un poco de andar siempre con Robyn y quise hacer nuevos amigos.
—Me acuerdo de cuando era cría y pasé junto a una novilla que estaba en un potro de herrar. Y en ese momento levantó la cola y me cagó encima.
—Me acuerdo de cuando le dije a un profe, en primero, que a nuestra gata la habían estilizado, y que tardó años en entender qué había querido decir con aquello.
—¿Y qué habías querido decir?
—Pues que la habían esterilizado, claro. —Fi soltó una de sus típicas risitas, ligeras como campanillas.
—Me acuerdo de haber entrado en el vestuario de las chicas por error, en la piscina.
—Por error. Sí, claro, Lee.
—Me acuerdo de cuando estaba enamorada de Jason y solía llamarlo cada dos por tres y charlar con él durante horas. Y un día, cuando llevaba un rato cascando, dejé de hablar; no se oía nada al otro lado de la línea, y al final colgué el teléfono. Al día siguiente, en el instituto, le pregunté qué le había pasado, y me confesó que se había quedado sobado mientras yo soltaba mi monólogo.
—Me acuerdo de que estaba tan entusiasmada con el primer día de colegio que me acosté con el uniforme puesto, debajo del pijama. —Por supuesto, mi visión de la escuela había cambiado mucho desde entonces.
—Me acuerdo del día que mis padres decidieron enviarme a un internado y que me escondí debajo de la casa. Permanecí allí cuatro horas, hasta que cambiaron de opinión.
—Me acuerdo del día que cambié mi violín por una chocolatina cuando estaba en segundo, y que cuando mis padres se enteraron, me echaron la bronca de mi vida antes de telefonear a los padres del chico para cancelar el trato. Ni siquiera recuerdo quién era el chico.
—Yo si —dijo Fi—. Era Steve.
—No me extraña —contesté yo.
Steve, mi Steve, mi ex, siempre había tenido un pico de oro.
—Te toca, Robyn —dijo Fi.
—Ya, estoy pensando. Vale, me acuerdo del día que mi abuelo me cogió para darme un abrazo sin pensar en el cigarrillo que llevaba entre los labios y me quemó la mejilla.
—Me acuerdo del día, era yo pequeña, que vi a Homer echar una meada y decidí que yo también quería hacerlo de pie, así que me baje las bragas y lo intenté. Pero no salió demasiado bien —añadí, probablemente sin que hiciese falta.
—Me acuerdo de la última vez que vi a mis padres —dijo Fi—. Mi madre me dijo que aunque fuera al monte tendría que cepillarme igualmente los dientes después de cada comida.
—Me acuerdo de que mi padre nos dijo que éramos la pandilla más desorganizada que había visto en la vida, y que sí fuésemos mozos trabajando para él, nos habría echado a todos a la calle —dije, saltándome los turnos. Empezaba a sentirme deprimida de nuevo—. Entonces, se montó en la moto y salió volando sin tan siquiera decir adiós.
—Me acuerdo de que mi padre estaba muy nervioso porque me iba — comentó Lee—. Y que me dijo que tuviese mucho cuidado, que no hiciese ninguna locura.
—¡Y fuiste tan obediente! —añadió Robyn—. Y para no cortar este hilo tan deprimente, os diré cómo fue la última vez que vi a mis padres. Entré en su habitación para despedirme y los pillé haciendo el amor apasionadamente sobre el edredón. Por suerte no me oyeron, así que cerré la puerta sin hacer ruido y esperé cerca de un minuto antes de aporrear la puerta, gritar adiós lo más fuerte posible y meterme en el coche.
Robyn acababa de conseguir lo imposible con su anécdota: hacerme reír.
—Cuando entraste en el coche me pregunté a qué venía esa sonrisa — dijo Fi una vez que dejamos de reír—. Pensé que te alegrabas de verme.
—Eso siempre, claro —contestó Robyn mientras llegábamos a la cima de Wombegonoo.
Fuera de a protección del Infierno, al alcanzar la vertiente expuesta de la cima, el frío arreciaba. Estaba despejado, pero azotaba un fuerte viento. Algunas volutas de nubes, tan ligeras como algodones de azúcar y tan bajas que casi podíamos tocarlas, se mecían a nuestro alrededor. Llevábamos una larga temporada sin ver una gota de lluvia, pero el despiadado frío traído por el viento dejaba presagiar un cambio drástico. A lo lejos, más allá de las montañas distantes, asomaban los penachos de una nube tan blanca como densa. Parecía estar al acecho. Me estiré para otear la bahía de Cobbler, impaciente por contar los barcos, sí es que había alguno, pero estaba demasiado oscuro como para ver nada.
Nos quedamos allí sentados cinco minutos para recuperar el aliento, y pasamos todo ese tiempo contemplando la feroz belleza de nuestra tierra bajo la última luz del día. Por fin entendía por qué siempre me había parecido un lugar tan aterrador. Incluso ahora, que conocíamos muy bien el entorno, aún presentaba la misma violencia latente que albergan ciertos animales del zoológico. O tal vez se tratase de mí, y ya todo me pareciese amenazante. El Infierno era un colorido revuelto de árboles y rocas, una paleta con tonos verde oscuros, marrón rojizo, gris y negro. Parecía el vertedero de los dioses, un grandioso bullicio de vida que crecía sin ayuda ni patrones, según sus propias reglas salvajes. El lugar perfecto para nosotros.
Llevábamos la radio de Corrie, que debíamos utilizar lo menos posible, ya que las pocas pilas que nos quedaban se gastaban en seguida. Pero habíamos averiguado dónde y cuándo encontrar los boletines informativos, y ahora sintonizábamos una emisora estadounidense. Tuvimos que dejarla puesta durante unos cuantos minutos, puesto que la situación en el país ya no era la noticia principal. No lo había sido en las últimas dos semanas. Aquella vez quedamos relegados al puesto número cuatro. El mundo se olvidaba rápidamente de nosotros. Y había pocas novedades que retransmitir: se habían impuesto sanciones económicas que esperaban que surtiesen efecto; los invasores tenían bajo control todo el territorio excepto las zonas más desiertas del interior y alguna que otra ciudad importante. Washington había mandado un avión de las Fuerzas Aéreas para recoger a los dirigentes del país, les había ofrecido amablemente asilo y nuestros políticos alternaban inspiradores discursos sobre el valor con apasionados desmentidos en cuanto alguien insinuaba que sus políticas eran las culpables de nuestro debilitamiento. En ese punto, nos costó bastante controlar a Lee para que no estrellase la radio.
La guerrilla seguía en activo en determinadas zonas, pero el enemigo controlaba tan firmemente algunas porciones del país que ya empezaban a asentarse las primeras familias de colonos. Solo Nueva Zelanda prestaba apoyo militar directo, mandando ropas y víveres. Disponíamos de apoyo extraoficial de otros países como, Nueva Guinea, pero su gobierno estaba atado de pies y manos por el temor a desencadenar un ataque, a ser los siguientes en la lista. El equilibrio de poderes en la zona Asía-Pacífico se había alterado hasta tal punto que la gente seguía aún sin saber a qué atenerse. Resultaron vanos todos los esfuerzos de una política india designada por la ONU para fomentar un acuerdo de paz, ya que todas sus propuestas fueron rechazadas de plano.
La siguiente noticia se centraba en un famoso jugador de baloncesto que se había roto una pierna en Chicago. Las noticias nos deprimieron. Nos encaminamos hacia el Land Rover en silencio. Robyn y yo nos echamos cada una un cordero al hombro mientras los otros llevaban todo lo que podían. Aún quedaban provisiones para hacer otro viaje, como mínimo. Menos mal que se nos ocurrió pasar por la pequeña granja experimental de los King; gracias a ellos podríamos pasar el invierno y algo más. Tal vez llegaría el día en que tendríamos que robar comida de las granjas ocupadas por el enemigo. Pero, al igual que ocurría con el futuro de nuestras reservas de gasolina, o con suerte que correrían nuestras familias y amigos, tendríamos que preocuparnos por ello más tarde.
Lee y yo estábamos sentados en el umbral de la puerta de la cabaña del Ermitaño, el diminuto refugio donde un hombre que huía de un mundo oscuro y aterrador encontró cierta paz. Bueno, tal vez. No conocíamos toda la historia. Nosotros también huíamos, pero a diferencia del Ermitaño no podíamos aislarnos del todo. De hecho, habíamos traído con nosotros una parte de ese mundo hostil, y a él debíamos seguir acudiendo.
Y, sin embargo, estar cerca de aquella vieja cabaña me infundía algo de paz. No se me ocurría otro lugar más remoto para escapar de la humanidad. A veces remontaba el cauce del arroyo para refugiarme allí, como el perro enfermo que se arrastra hasta la oscura maleza donde ha de encontrar la cura o la muerte. A veces, solo acudía para convencerme a mí misma de que otros seres humanos habían existido. Y otras veces, porque tenía la vaga sensación de que tal vez allí me aguardaran las respuestas que no hallaría en ningún otro lugar. Al fin y al cabo, el mismo Ermitaño había pasado una larga temporada allí solo; tan lejos de los molestos ruidos mundanos, debió de haber tenido mucho tiempo para pensar, y sus pensamientos por fuerza debieron de tener algo especial. ¿O solo estaba haciéndome ilusiones?
Empecé a acondicionar la cabaña, sin prisas, a veces con la ayuda de Lee. Jamás quedaría tan reluciente como las casas que se ven en los anuncios de televisión, pero la parte izquierda quedó bastante despejada, y ya no se confundía con los matorrales que casi la habían engullido por completo. Antes de la guerra, nunca me habían gustado demasiado las tareas domésticas, pero ahora me sentía muy orgullosa del resultado que estábamos obteniendo.
Aquel día, sin embargo, con el incidente del convoy tan reciente, no me apetecía nada seguir con mis tareas de acondicionamiento. Así que me quedé allí sentada, recostada sobre el cálido pecho de Lee. Dejé que sus largos brazos me rodearan y que sus delicados dedos de músico hiciesen lo que quisieran. Yo esperaba que, si me abrazaba con la suficiente fuerza y me acariciaba con la suficiente pasión, pudiera sentir que aún estábamos vivos. Quizá de este modo también ahuyentaría la sombra. Hacía un día frío y gris; y yo me sentía igual de fría y gris por dentro.
No llegamos a hablar del ataque al convoy; y me refiero a todos, no solo a Lee y a mí. Aquello no era lo habitual, porque solíamos hablar con mucho fervor sobre cualquier cosa que pasara. Puede que lo de esta vez hubiese sido demasiado. No tanto lo de volar los camiones; eso fue bastante fuerte, pero no muy distinto de lo del puente: intenso, espectacular, emocionante. No, eran nuestras decisiones personales las que nos lo ponían difícil: que Homer nos ocultara lo del arma y disparara al enemigo; que yo rematara al soldado herido. Esas acciones eran tan íntimas para mí que no me veía capaz de hablar de ellas. Habría sido como hablar de mi propia sangre.
Al menos, Lee y yo hablamos de cosas reales aquel día, cosas que nos importaban.
—¿Cómo te encuentras desde el gran tiroteo? —preguntó.
—No lo sé. Ya no sé cómo me siento.
—Pero, aún sientes cosas, ¿verdad? —Tenía la mano bajo mi camiseta y me acariciaba el vientre.
Yo sonreí.
—Claro. Alguna siento. Pero diría que últimamente son todas negativas.
Hubo una pausa que se prolongó casi un minuto, hasta que Lee preguntó:
—¿Por ejemplo?
—Miedo. Rabia. Depresión. ¿Te sirven?