Mañana en tierra de tinieblas (5 page)

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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Mañana en tierra de tinieblas
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—Nos la estamos jugando —dijo.

Estaba empapado en sudor. Oímos un ruido detrás en el pasillo y nos dimos la vuelta. La puerta que daba al aparcamiento se estaba abriendo de nuevo. Ya no quedaba otra opción. Salimos disparados hacia la puerta más cercana, la B8. Procuré abrirla sin hacer ruido, pero no había tiempo para andarse con sutilezas. Ambos irrumpimos a la vez en la habitación, armando bastante alboroto. Lee cerró deprisa de puerta y, acto seguido, una voz preguntó con tono agresivo:

—¿Quiénes sois?

Sentí un alivio tremendo al oír mi idioma. Era una voz de mujer, bastante joven, de unos veinticinco o treinta años tal vez.

—Estamos buscando a un amigo —me apresuré a decir.

Aquella era la primera conversación que mantenía con un adulto desde la invasión.

—¿Quiénes sois? —repitió.

Yo dudé un momento y opté por ser sincera.

—Creo que no nos conviene decirlo.

Cayó el silencio. Entonces, con un tono de voz tembloroso por la emoción, ella prosiguió:

—¿Me estás diciendo que no sois prisioneros?

—Eso es.

—¡Esta sí que es buena! Pensaba que no quedaba nadie ahí fuera.

—¿Estamos a salvo aquí dentro? —preguntó Lee.

—¿Cuántos sois?

—Solo dos —contesté yo.

—Bueno, lo estaréis hasta mañana. Siento haberos recibido así al entrar, pero por aquí nunca se sabe. A veces el ataque es la mejor defensa. Aquí al lado está la vieja señora Simpson, en una cama como Dios manda; por desgracia, es la única que la tiene… Meteos debajo y si alguien enciende la luz, no os descubrirá. Dios mío, no me lo puedo creer.

Avanzamos a tientas hasta la cama y nos arrastramos debajo. La señora Simpson olía bastante mal, pero intentamos no hacer demasiado caso.

—¿Qué está pasando? —pregunté a la mujer—. ¿Quién eres? ¿Quién más hay aquí?

—Me llamo Nell Ford. Trabajaba en la peluquería. Mi marido, Stewart, trabajaba para Jack Culvenor. Nos estábamos haciendo esa casa de ladrillo en Sherlock Road, pasado el aparcamiento de camiones.

—¿Estás ingresada?

—Pues sí. Dios mío, tienes que estar muy mal para que te ingresen. Pero saldré mañana o pasado. De vuelta al reciento ferial.

—Entonces, ¿todos los pacientes son prisioneros?

—En este edificio, sí. Nos han metido a todos aquí, como sardinas. Reservan las mejores habitaciones para los suyos, las del pabellón principal.

—¿Tenéis enfermeras o médicos que os atiendan?

Ella soltó una risa amarga.

—Tenemos una enfermera. Phyllis de Steiger. ¿La conoces? A los médicos se les permite pasarse de vez en cuando, si no tienen saldados a los que atender. Si te llegan a vez media hora cada dos días, puedes darte por satisfecha. Total, que tenemos que apañárnoslas solos. Es muy duro.

—¿Cuánta gente hay en esta habitación?

—Siete. Es un verdadero foco de infecciones. En fin… Y vosotros, ¿qué hacéis aquí? ¿Dices que estáis buscando a alguien?

Bajo la polvorienta cama, junto a Lee, y hablando entre susurros, me había puesto tensa, con los puños tan cerrados que las uñas se me clavaban en la palma.

—¿Conoces a Corrie Mackenzie? —pregunté—. ¿Y a Kevin Holmes?

—Anda. Estabais con ellos, ¿verdad? —dijo—. Claro, ya me cuadra todo. Ya sé quiénes sois. Vosotros sois los que volasteis el puente.

Yo estaba sudando a mares. No me imaginaba que fuéramos tan famosos. No contesté nada, y Nell se rió.

—No te preocupes —dijo—. No soy una chivata. Bueno, supongo que querréis saber cómo están vuestros amigos.

—Por favor —susurré.

—Kevin ya está mejor. Ha vuelto al recinto ferial. En cuanto a Corrie, la pobre… Se quedó callada. Yo sentí en el pecho un peso infernal, insoportable. Mi propio corazón.

—Verás, bonita…

—¿Qué? ¿Qué?

—Pues está bastante tocada, tesoro.

Seguía viva. No podía pensar en otra cosa.

—¿Dónde está?

—Ah, está aquí. En la segunda habitación de este pasillo. Pero como ya te he dicho, está muy tocada.

—¿Cómo de tocada?

—Ay, bonita, sigue inconsciente, ¿sabes? Está en coma. Está así desde que llegó. La cosa no pinta muy bien.

—¿Podemos ir a verla?

—Claro que sí. Pero tendréis que esperar un poco. En principio, los centinelas no tardarán en hacer su ronda. De noche, solo pasa una patrulla, pero como se ha disparado la alarma de incendios, puede que se retrasen.

—Hemos sido nosotros —confesó Lee—. Era el único modo de distraer su atención y colarnos dentro.

—Humm. Dicen que sois unos chicos muy avispados.

—¿Sabes algo más de Corrie? Cuéntamelo todo —le rogué.

Nell dejó escapar un suspiro.

—Ay, ojalá pudiera darte buenas noticias. La verdad es que se portaron fatal con ella. Kevin la llevó directamente a urgencias y, en un primer momento, permitieron que el médico le echara un vistazo. En cuanto se dieron cuenta que era una herida de bala, las cosas se complicaron. La encerraron en una habitación y no dejaron que nadie la viera hasta que los médicos la examinasen. Y aun cuando eso sucedió, pasó una eternidad hasta que recibió un tratamiento adecuado, y mucho más hasta que la trasladaron aquí y pudimos hacernos cargo de ella. Los soldados solo se refieren a ella diciendo «chica mala, chica mala». Puede que estar inconsciente jugara a su favor, que en el fondo haya sido mejor para ella. Pero la dejaron allí tirada, pobre niña. Al menos acabaron poniéndole un gotero, aunque no parece que esté recuperándose. Hemos hecho todo lo que ha estado en nuestras manos. Es la única que tiene una habitación para ella sola, aunque siempre hay alguien junto a su cama. Esta noche le toca a la señora Slater. Ya la conoces.

Hubo un prolongado silencio. Por primera vez sentí verdadero odio hacia los soldados. Me revolvía una fuerza tan malvada y oscura que me asusté. Era como si un vómito negruzco me llenara por dentro, como si un demonio interior arrojase sus esputos negros en mis entrañas. Estaba muerta de miedo, todo me asustaba: el odio que sentía, el estado en el que Corrie se encontraba, los riesgos que Lee y yo estábamos corriendo.

—¿Sabes algo de nuestras familias? —preguntó Lee.

Nell soltó una risilla honda.

—Antes tengo que saber quiénes sois —dijo—. ¿He acertado antes?

Y se lo dijimos. No sabíamos si fiarnos de ella o no, pero el ansia de saber pudo más que nuestras reservas.

Como toda peluquera que se precie, Nell lo sabía todo de todos. Mi familia estaba bien, aunque mi padre recibió un buen culatazo en el estómago el primer día de la invasión. Al parecer, se había puesto demasiado nervioso; desde entonces, lo habían dejado fuera de combate un par de veces más por la misma razón. Yo siempre temí que algo así sucediese. Los granjeros están muy acostumbrados a ser sus propios jefes. No soportan que nadie les diga lo que tienen que hacer, y esto incluye a sus propias hijas. Apostaba a que mi padre se puso a echar humo por las orejas en cuanto se dio cuenta de que unos tipos de otro país pretendían encerrarlo y darle órdenes durante los próximos años, o tal vez durante el resto de su vida.

La familia de Lee también estaba bien pero, como la mía, tuvo problemas en un principio. Cuando los soldados irrumpieron en su restaurante e intentaron sacarlos a la fuerza, se resistieron. Puede que los trataran incluso peor que ser asiáticos. El caso es que el padre de Lee acabó con un brazo roto, y de su madre, con los ojos morados. Al menos sus hermanos pequeños salieron ilesos, aunque muy asustados.

Los allegados de los demás parecían haber salido también ilesos, excepto el hermano de Homer, George, que se había abierto la mano mientras cortaba verduras para la comida. Y la hermanita de Fi estaba sufriendo graves ataques de asma. La vida en el recinto ferial pintaba horrible. Nell describió las condiciones de hacinamiento, que el sistema de alcantarillado estaba colapsado y que la comida solía escasear. El pabellón hípico estaba provisto de un par de duchas para el uso de los mozos de cuadra, pero el acceso quedaba terminantemente prohibido, por lo que todos apestaban y se quejaban de picores. Cualquier corte o arañazo se prestaba a infecciones. Siempre había alguna epidemia; de hecho, la varicela acababa de tomar el relevo a las paperas. El abatimiento, el nerviosismo y el agotamiento hacían mella entre los reclusos. Surgían riñas a cada momento; algunas personas ni se dirigían la palabra; se habían producido unos cuantos intentos de suicidio; una decena de personas habían muerto. La mayoría de los fallecidos eran personas mayores que habían echado a patadas del pabellón de geriatría, pero también había muerto un bebé y una chica de veinte años, llamada Angela Bates. Fue asesinada, aunque nadie sabía mucho al respecto; hallaron el cadáver una mañana junto a las letrinas. Todos estaban convencidos de que los soldados eran los culpables, pero pedirles explicaciones era una pérdida de tiempo. El asesinato quedó sin resolver.

También se perpetraron varias violaciones cuando la gente fue concentrada y conducida al recinto ferial, pero ninguna desde entonces. Nell explicó que estos soldados eran muy disciplinados, pero que no dudaban en emprenderla a golpes con cualquiera que desobedeciera las órdenes. Un tal Spike Faraday, un joven campesino que vivía cerca de Champion Hill, recibió un disparo en la rodilla por atacar a un soldado. Y también zurraron a seis personas por intentar escapar; después fueron trasladados al perímetro de aislamiento del campo. Otro Spike, pero apellidado Florance, moro de granja, recibió repetidas palizas por no amilanarse y seguir provocando a los centinelas.

La situación era mucho peor de lo que pensábamos. Los pocos datos que nos habían dado las cuadrillas formadas por prisioneros, y las informaciones radiofónicas que hablaban de una invasión «limpia», nos habían infundido una falsa sensación de optimismo. La situación parecía deteriorarse. No había nada limpio en todo aquello. Me entraron ganas de ir a lavarme las manos.

Tendida en un colchón sobre el suelo, Nell dijo dos cosas que me impactaron mucho. Una, que mucha gente colaboraba con los soldados. No supe qué pensar cuando oí aquello. De las pocas novelas y películas bélicas que había leído o visto, había sacado la idea de que los buenos eran todos unos héroes. O estabas en un bando o estabas en otro —con los buenos o con los malos— y era así de principio a fin. Nell dijo que algunos les hacían la pelota a los soldados, unos auténticos lameculos, vamos. Y lo que es más, algunos hasta ofrecían activamente su ayuda, prestándose a realizar trabajos o saltando a la palestra para defenderlos. Hasta había quienes pasaban la noche con ellos…

Lee y yo no podíamos dar crédito.

—¿Por qué? —pregunto Lee—. ¿Por qué hacen eso?

Nell emitió esa risita amarga a la que empezaba a acostumbrarme.

—Escucha, tesoro —susurró—. Yo soy peluquera, y todas las peluqueras somos psicólogas aficionadas. Creemos que sabemos todo lo que hay que saber sobre la gente, pero en ese recinto ferial he visto cosas que no habría imaginado ni en un millón de años. ¿Quién sabe lo que pasa por la mente de esos desgraciados? Algunos actuarán así empujados por el miedo. Otros, para conseguir comida, cigarrillos o alcohol, o incluso una ducha y un bote de champú. Y están los que lo hacen por afán de poder, supongo. Otros son tan borregos que les gusta que los demás les digan que tienen que hacer. No les importa quién está al mando, siempre que haya alguien. Yo personalmente creo que son unos pirados. Y las cosas se pondrán peor antes de que veamos alguna mejora.

Se produjo otro instante de silencio mientras digeríamos todo aquello. Por mi parte, yo era incapaz de centrarme en otra cosa que no fuese la palabra «borrego». La gente suele hablar fatal de ellos, cosa que nuca haría un ganadero. De modo que maticé:

—Te equivocas con los borregos, Nell. No les gusta recibir órdenes. Y no son tan estúpidos como la gente cree. Tienen un gran instinto de supervivencia…

—Cállate, Ellie —dijo Lee con voz cansada.

Qué le voy a hacer si me gustan los borregos.

Nell pasó al segundo de los temas que tanto nos impactaron. Nos aseguró que mucha entusiasmo respecto gente —nuestra a aquello que gente— mostraba cierto los soldados llamaban «colonización». Es decir, una vez el país estuviera bajo control, nuestros enemigos pretendían traer a millones de los suyos. Cada familia recibiría su parcela de terrenos para cultivar y nos utilizarían a nosotros como esclavos para realizar las tareas más ingratas: esquilar ovejas, recoger patatas o limpiar casas.

—¿Y por qué querrían que algo así sucediese? —susurré.

Empezaba a sentirme asustada hasta lo más profundo de mi ser. De repente, todo parecía tomar un cariz demasiado malo, demasiado espantoso, sin el mayor rayo de esperanza para nosotros.

—Pues, veras… —dijo Nell. Empezaba a divagar, y también estaba cansada—. Es que… Si estuvieseis en el recinto ferial, lo entenderíais. Las condiciones son malísimas, y está atestado de gente. Lo único que queremos es salir fuera. Respirar aire fresco, poder dar un paseo. Por esa razón la gente ya se ofrece voluntaria para participar en las cuadrillas. Cualquier cambio les parece que es para mejor.

Mientras nos decía aquello, los soldados efectuaron su ronda. Los oímos bastante claramente: no se molestaron lo más mínimo en ser discretos. Abrieron la puerta de la habitación, encendieron las luces y las apagaron, apenas un segundo más tarde. Hacía tanto tiempo que no había estado en una habitación con luz eléctrica que el efecto fue el mismo que el de un golpe en la cabeza. ¡Qué intensa! Lee y yo nos pegamos contra el suelo, respirando polvo y oliendo madera rancia.

—No suelen encender las luces —susurró Nell, una vez se hubieron marchado—. La alarma de incendios que disparasteis ha debido de ponerlos nerviosos.

Aun así, yo estaba convencida de que no habían podido identificar la fuente del humo porque, de haberlo hecho, estarían llevando a cabo una búsqueda mucho más frenética. Homer había llevado consigo un saco que pensaba echar sobre la bomba fumígena en cuanto interrumpieran en la habitación que quedaba encima de él. No encontrarían nada más que una sala llena de humo y ninguna causa aparente. Homer había elegido la sección de radiología como objetivo porque, con un equipo electrónico tan aparatoso, no sabrían identificar el origen del incidente.

Oímos las pisadas de los soldados que se alejaban por el pasillo para reincorporarse a sus puestos. Por fin, llegaba el momento que tanto había anhelado. Lo anhelaba más que nada. Entonces, ¿por qué estaba tan aterrada? Supongo que se debía al hecho de ignorar lo que encontraría en la habitación B10: a mi mejor amiga, mi colega de toda la vida, Corrie… o a algún tipo de monstruo irreconocible, un vegetal.

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