Read Mañana en tierra de tinieblas Online
Authors: John Marsden
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Cruzamos el río en un punto situado aproximadamente un kilómetro corriente abajo, donde una estrecha estructura de madera permitía que una gran cañería llegase hasta el otro lado. Puede que fuese algo del sistema de alcantarillas u otra cosa por el estilo; no lo sé. Pero pasar por ahí me hizo sentir nerviosa y expuesta al peligro. Íbamos pasando de uno en uno, pero seríamos blancos fáciles en el caso de que los soldados apareciesen y abriesen fuego.
Al llegar a la carretera, nos percatamos de algún que otro cambio. Había tráfico incluso a aquellas horas intempestivas. En noventa minutos avistamos dos pequeños convoyes que se distinguían hacía la bahía de Cobbler y otro que venía de allí. Pero tomaban la salida de Jigamory y descendían por Buttercup Lane, pasando por la propiedad de los Jacob. Un cambio, sí, pero previsible. Habíamos supuesto que aquella sería la opción más probable para un desvío, aunque ello implicara adentrarse en un terreno difícil. A unos ocho kilómetros carretera abajo, se alzaba un puente que podía soportar vehículos pesados.
—Apuesto a que lo tienen bien vigilado —dijo Robyn con una pequeña sonrisa.
Otro cambio importante que notamos: las patrullas eran mucho más reducidas. Vimos dos, ambas a pie; una compuesta por tres soldados, la otra por cuatro. No tenía el menos sentido. Tal vez dieran por sentado que tenían la zona bajo control, pese a que no hacía mucho habíamos volado el puente del Heron. O quizás estuviesen faltos de efectivos en otras zonas y se hubiesen visto obligados a recortar las tropas movilizándolas en la zona de Wirrawee. Y aunque pudiese parecer que a menor número de soldados más oportunidades tendríamos nosotros, resulto ser todo lo contrario. Las patrullas nutridas eran más fáciles de detectar por el ruido que hacían. Y faltó poco para que esas dos nos pillaran por sorpresa, precisamente porque avanzaban con una gran discreción. Es posible que aquella fuera la razón del recorte de efectivos.
Antes de que nos diéramos cuenta, el alba empezó a despuntar en el horizonte. Casi se nos echó el tiempo encima: todavía teníamos que regresar a nuestro escondite en Wirrawee. Tendríamos que movernos a toda leche si queríamos llegar antes de la hora punta, ni siquiera antes de la invasión. Pero los chicos y las chicas decentes estaban en sus camas antes del amanecer, y nosotros lo éramos. A punto estuve de perder los nervios durante la última media hora, cuando atravesamos las calles a la brumosa luz de los primeros rayos del sol. Oímos un camión en Maldon Street y vimos dos coches pasar a toda velocidad por un cruce. Finalmente, logramos llegar a casa con toda la información que necesitábamos.
Nada más despertar, retomamos el diseño del plan de acción; esta vez, entrando en detalles: posiciones, tiempo y material necesario.
El plan requería una buena noche de descanso antes de ponerlo en práctica. Nos sentimos bastante orgullosos por haber previsto hasta el mínimo detalle, aunque no caímos en que nuestro éxito también dependía del azar. Durante mi turno de guardia, por la tarde, mientras vigilaba la calle desde una habitación de arriba y veía cómo trasladaban a las cuadrillas de prisioneros en destartalados autobuses y camiones, me pregunté si más padres estarían entre ellos. Y, por extraño que parezca, me sentí serena y segura. Tenía la sensación de que hacíamos lo correcto al pasar de nuevo a la acción en lugar de permanecer en el Infierno sumidos en la amargura. La acción implica todo un modo de pensar. Ahora tocaba luchar: estos invasores eran como un cáncer alojado en el estómago que iba extendiéndose a todo nuestro organismo. Debíamos actuar como cirujanos, con rapidez y precisión, y como filósofos o disertadores.
Sin embargo, el día siguiente se me hizo eterno. Fue como observar un reloj de arena lleno de arcilla. A media mañana me prohibí mirar la hora, al menos durante treinta minutos. Y al cabo de solo diez, mis ojos se vieron de nuevo arrastrados por las agujas del reloj.
Cuando mi turno de vigilancia hubo acabado, me fui en busca de compañía, de distracción. Encontré a Chris en el salón de arriba, de nuevo absorto en la superficie opaca de la pantalla de televisión.
—¿Qué tal el programa? —pregunté, desplomándome a su lado en un sillón.
—Bueno, no está mal, aunque no hay mucho donde elegir.
—¿Y qué estás viendo ahora?
—Hum, la MTV.
—¿Algún grupo nuevo?
—Sí, todo un nuevo estilo de musical. Rock invencible, se llama. Muy sutil.
—Tiene toda la pinta, la verdad. Es curioso, pero apenas pienso en la televisión ahora. Supongo que porque antes tampoco solía verla demasiado.
—Pues yo la veía un montón. Era adicto. Pero tampoco la echo demasiado de menos.
De repente, se volvió hacia mí, riendo y apunto de añadir algo. Pero durante un instante antes de hablar, su aliento me alcanzó. Pude reconocer el dulzón y empalagoso olor a alcohol. Me asombró tanto que no me enteré de lo que estaba diciendo, algo sobre montar un enlace de radio para poder oír la televisión en su cuarto. ¡No eran más que las once y media de la mañana y ya estaña bebiendo! Me costó mantener la compostura. Después de distinguir su aliento, comencé a notar otras pequeñas señales: le costaba pronuncias palaras largas, tenía la misma mirada perdida, sonreía hacia un lado, como si la boca no le respondiese del todo. Me disculpé fingiendo tener que ir al cuarto de baño, y me aleje de allí, echando humo. Aquello escapaba completo a mi entendimiento. Dentro de catorce horas debíamos atentar contra un convoy entero, y solo nos faltaba tener a un borracho participando en la operación.
A falta de un lugar mejor, efectivamente me fui al cuarto d baño, cerré la puerta me senté en la tapa del váter. Me incliné hacia delante y me rodeé con los brazos. Empezaba a temer lo peor para todos nosotros. Corrie en el hospital; Kevin, prisionero; y ahora Chris empinando el codo a escondidas. Nos hallábamos en un buen brete. Ya habíamos empezado a caer. Uno, dos o seis de nosotros podían llevarse un balazo esa misma noche. ¿Quién quedaría al día siguiente? ¿Cinco cadáveres y un Chris resacoso? Se dice que Dios cuidaba de los bebés y de los borrachos. Ojalá volviese a ser un bebé. Me apretaba con fuerza la barriga porque ahí parecía concentrarse todo el dolor ¿Y qué pasaría si tuviese apendicitis? ¿Me rajaría Homer con una navaja suiza? Empecé a morderme la mano izquierda, mientras me sujetaba el vientre con la derecha. Me quede allí sentada un buen rato. Acababa de pasar de estar pendiente del reloj a no tener la menor percepción del tiempo. Al final me entró tanto frío que pensé que me quedaría congelada allí mismo, que jamás podría volver a moverme, que si me enderezaba o me ponía en pie, mis huesos se quebrarían y se harían añicos. Al cabo de un rato, alguien llamó a la puerta. Era Robyn.
—Ellie, ¿estás ahí adentro? ¿Te encuentras bien?
No contesté, pero ella abrió la puerta y entró.
—¡Ellie! ¿Qué ocurre?
—Creo que tengo apendicitis —farfullé. Ella se echó a reír, pero solo un poco y sin hacer mucho ruido, lo cual agradecí de veras.
—Ellie, te has dejado llevar por el pánico. Conozco esa sensación, créeme. Empiezas a imaginarte los peores desastres posibles y, antes de darte cuenta, quedas convencida de que son absolutamente inevitables. De hecho, crees que ya están ocurriendo.
Se sentó al borde de la bañera. Yo quería contarle lo de Chris, pero no encontraba la manera. Así que preferí preguntar:
—Robyn, ¿crees que nos estamos viniendo abajo?
Ella no contestó lo primero que le vino a la mente, como habría hecho cualquier otra persona. Siempre reflexionaba antes de decir nada. Ese era su estilo.
—No, no creo. Lo estamos haciendo muy bien. Tampoco es una situación normal que digamos, ¿verdad? No tenemos ningún modelo en que basarnos. Pero creo que lo estamos haciendo bien.
—Todo resulta demasiado difícil. No sé cómo nos las apañaremos para sobrevivir. Quizá perdamos la cabeza. Puede que ya la hayamos perdido y no lo sepamos.
—¿Sabes a qué me recuerda eso?
—¿A qué?
—A Sadrac, Mesac y Abednego.
—¿Qué es eso?
—Son los protagonistas de mi historia favorita. Mis héroes supongo.
—Pues a mí me suena a nombre de banda de rock rusa.
—No, no. Nada que ver —se rio.
—Pues cuéntame la historia.
Supuse que la habría sacado de la Biblia, Robyn tenía las cosas claras cuando se trataba de religión. No es que me importara demasiado. De todas formas, siempre me habían gustado los cuentos. Los tres nombres me sonaban, pero no lograba ubicarlos.
—Verás, Sadrac, Mesac y Abednego vivían en Babilonia hace mucho, muchísimo tiempo. Se negaron a adorar a un ídolo de oro y, como castigo, el rey los hizo arrojar a un horno ardiente. El horno estaba tan caliente que hasta los hombres que los tiraron allí murieron calcinados. Nadie podía acercarse, pero desde donde se encontraba, el rey vislumbraba a los tres hombres a través de las llamas y el humo. Y resulta que le pareció ver a cuatro personas y no a tres. Pero lo más extraño de todo fue que por más que las llamas ardiesen, lo hombres se paseaban dentro como si no les alcanzaran. Al cabo de un rato, el rey ordenó que abriesen la puerta del horno. Entonces, emergieron los tres hombres, Sadrac, Mesac y Abednego. Y el rey comprendió que quien los había acompañado era, en verdad, un ángel. Y también que el Dios que los había protegido dentro de aquel horno debía de ser más grande que cualquier ídolo de oro. Y por esa razón acabó convirtiéndose.
—Vaya, qué historia tan bonita —dije.
Agradecí que Robyn me ahorrara el sermón. En realidad, nunca los soltaba. Al cabo de un momento, pregunté:
—¿Y qué tiene que ver esa historia con nosotros?
—Bueno, estamos en ese horno de fuego.
—¿Acompañados por un ángel?
—A veces noto una presencia entre nosotros, como si no estuviéramos solos.
—Pero no siempre ¿verdad?
—Pues yo creo que sí. Aunque no sé decirte por qué pasan ciertas cosas, como que dispararan a Corrie. Parece que a veces nada puede detener a la muerte, ni siquiera Dios. Su guadaña va cayendo aquí y allá, y puede que te lleve consigo o puede que no. Dicho de otro modo, Dios te salva a veces, y otras no. No sé qué le hace tomar una decisión u otra; lo único que puedo hacer yo es tener fe en él y confiar en que tiene buenos motivos para actuar como lo hace.
—Hum.
Alguien más llamó a la puerta: Homer.
—Entra —contestamos al unísono, y él entro.
—¡Cómo no! —dijo—. Chicas en el cuarto de baño. Alguien debería escribir una serie de televisión sobre chicas en cuartos de baño.
Homer quería que viésemos su lista de preparativos para la noche. Tendríamos que hacer incursiones en las granjas para encontrar algunas de las cosas que necesitábamos. Bajamos al salón, extendimos la hoja de papel sobre la mesa y nos pusimos manos a la obra. Una vez más, me sorprendió ver la cantidad de ideas que Homer había sacado de no sé dónde. Se veía que Chris, que también sabía muchas cosas curiosas, le había echado una mano. Empecé a sospechar que Homer había estado más atento en clase de química de lo que yo había imaginado. Siempre supe que era un tipo listo, pero jamás pensé que tuviese demasiado interés por las ciencias.
La lista no era demasiado larga, ya que no necesitábamos tantas cosas, pero estaba claro que debíamos marchamos del pueblo temprano, en cuanto anocheciera. Aquello aumentaría los riesgos, pero era el único modo de hacer todo lo que teníamos planeado.
Así pues, partimos alrededor de las nueve, moviéndonos con la máxima precaución. Nos esperaba un largo camino. Sabía que para cuando llegara la madrugada estaríamos completamente agotados. De hecho, ya estaba harta de tanta caminata. Hubiese dado cualquier cosa por una de esas motos que utilizamos para escapar, cuando lo del puente, y que seguían escondidas en casa. Pero la seguridad era lo primero. Apenas dábamos un paso adelante sin mirar a nuestro alrededor.
Conseguimos casi todo lo que necesitábamos en la propiedad de los Fleet, que ya habíamos utilizado antes como escondite. Lo que más nos costó encontrar fueron clavos suficientemente anchos, largos y sólidos. Salimos de allí sobre la una y media, después de una buena sesión de saqueo, carpintería e improvisación. Nos habíamos retrasado, aunque no demasiado. Hora y media más tarde, nos encontrábamos donde queríamos estar: acercándonos a un escarpado puerto de montaña situado en Buttercup Lane. En esa zona, la maleza se extendía por todas partes. Ya habíamos tenido que camuflarnos en ella al oír acercarse un convoy; y justo antes de alcanzar el puerto, Fi, que iba a la cabeza, nos hizo señales para que nos pusiésemos a cubierto. Debía de tratarse de una patrulla, de modo que me agaché y me escabullí hasta los matorrales tan rápido como pude. Detrás de mí, la silueta negra de Lee se apartaba del terraplén de un salto y aterrizaba dos metros más abajo. No vi a los demás. Chris y Homer iban detrás, y Robyn delante, con Fi. En cuanto quedé oculta, oí el crujido de unas botas en la gravilla: arriba, al borde de la carretera, tres soldados avanzaban, o más bien paseaban, en fila india. Me agazapé aún más, y esperé que los otros estuviesen bien escondidos. Los pasos de los soldados fueron ralentizándose y pronto se detuvieron por completo. Me arriesgué a echar un vistazo y distinguí la espalda de uno de ellos, que se alejaba de mí. Era una mujer, o eso me pareció antes de que saliera de mi campo visual un instante después.
No sabía qué hacer. No entendía por qué habían decidido hacer un alto, a no ser que hubiesen descubierto a alguien, pero no oí el menor indicio de alarma que confirmara mis sospechas. Unos pensamientos desesperados cruzaron mi mente. ¿Qué debía hacer? ¿Qué podía hacer? Me erguí y me arrastré un metro hacia delante; no avancé más por temor a caer en una emboscada. De repente, me pegué al suelo: un disparo de escopeta sonó a mi derecha, tan cerca que los oídos me pitaban. Me quedé en aquella posición, incapaz de respirar. Oí varios gritos y, después, un chillido ronco y horrible. Con una detonación algo más amortiguada esta vez, el arma volvió a dispararse. Llegó hasta mí un especiado olor a chamusquina. Rezaba para que se tratase de una escopeta de dos disparos y para que nadie más fuera armado. Y con esta única esperanza, subí a toda prisa la pendiente hasta alcanzar la carretera.
Lo primero que advertí fue un ruido de pasos; alguien que, presa del pánico, salía disparado carretera abajo. No pude ver más que una sombra. No era uno de los nuestros, sino un soldado. Luego, se oyeron crujidos de ramas entre los arbustos. Me volví sobre mí misma, preguntándome si me encontraría con la muerte, temiendo que aquel fuera el último movimiento que hiciese, que aquella fuera la última imagen que viese. Pero era Homer, que avanzaba atropelladamente hacia mí. Chris lo seguía, más a la izquierda, emitiendo espantosos sonidos, como de arcadas. Cuando Homer me alcanzó, reparé en la sangre espesa y pegajosa que empapaba la parte delantera de su camisa. Los demás empezaban a emerger de sus escondites y a precipitarse hacia nosotros. Yo desgarré la camisa de Homer y le palpé el pecho, los hombros, sin poder localizar herida alguna.