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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

Manuscrito encontrado en Zaragoza (15 page)

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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Reemprendimos la marcha, y ni siquiera estábamos a medio camino cuando encontramos al ermitaño, que parecía andar con dificultad. No bien nos divisó, exclamó desde lejos:

—¡Ah, mi joven amigo! Os buscaba, volved a mi ermita. Arrancad vuestra alma de las garras de Satán, pero empezad por sostenerme. He hecho por vos crueles esfuerzos. Nos sentamos a descansar, y luego continuamos nuestro camino. El anciano pudo acompañarnos apoyándose, ya en uno, ya en el otro. Por fin llegamos a la ermita. Lo primero que vi fue a Pacheco, extendido en medio del cuarto. Parecía agonizante, o a lo menos le desgarraba el pecho un estertor atroz, pronóstico de una muerte cercana. Quise hablarle, pero no me reconoció. El ermitaño se mojó los dedos en agua bendita y roció con ella al endemoniado, diciéndole:

—¡Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor te ordeno que nos cuentes qué te ha sucedido esta noche!

Pacheco se estremeció, hizo oír un largo quejido, y empezó en estos términos:

RELATO DE PACHECO

—Padre mío, estabais en la capilla, donde cantabais las letanías, cuando oí llamadas a la puerta y balidos que se parecían exactamente a los de nuestra querida cabra. Creí pues que era ella y pensé que había olvidado ordeñarla y que el pobre animal me lo recordaba. Lo creí tanto más fácilmente cuanto que lo mismo me había ocurrido algunos días ha. Salí pues de vuestra cabaña y vi, en efecto, a la cabra blanca que me mostraba sus ubres hinchadas. Quise apresarla para hacerle ese servicio, pero se me escapó de las manos y, siempre deteniéndose y escapándoseme siempre, me condujo al borde del precipicio que está cerca de vuestra ermita.

Cuando llegamos allí, la cabra blanca se transformó en un chivo negro. Esta metamorfosis me causó gran temor y quise huir hacia el lado de vuestra vivienda, pero el chivo negro me cerró el camino y después, alzándose en las patas de atrás y mirándome con ojos inflamados, me inspiró tal espanto que se me heló la sangre en las venas. Entonces el chivo maldito empezó a darme topetazos, empujándome al precipicio. Cuando estuve al borde, se detuvo para gozar con mis mortales angustias. Por fin, me hizo caer al vacío. Creí hacerme polvo, pero el chivo llegó al fondo del precipicio antes que yo y me recibió en el lomo, de modo que no me hice mal.

Nuevos espantos no tardaron en asaltarme porque, desde que ese maldito chivo me sintió sobre su lomo, se puso a galopar de extraña manera. De un brinco saltaba de montaña a montaña, franqueando los más profundos valles como si no fueran más que fosos. Por último se sacudió y yo caí no sé bien cómo al fondo de una caverna. Allí vi al joven caballero que pasó la noche en nuestra ermita. Estaba en su lecho y junto a él había dos mujeres muy hermosas, vestidas a la morisca. Esas dos mujeres, después de prodigarle algunas caricias, le quitaron del cuello una reliquia y, desde ese momento, perdieron a mis ojos su belleza y reconocí en ellas a los dos ahorcados del valle de Los Hermanos. Pero el joven caballero, tomándolas siempre por dos personas encantadoras, se dirigía a ellas con las palabras más tiernas. Entonces uno de los ahorcados se quitó la cuerda que llevaba al cuello y la colgó del cuello del caballero, que le demostró su gratitud con nuevas caricias. Por último corrieron las cortinas del lecho y no sé qué hicieron entonces, pero pienso que debió de ser algún atroz pecado.

Quise gritar, pero no pude proferir ningún sonido. Esto duró algún tiempo. Por fin un reloj dio las doce, e inmediatamente vi entrar a un demonio con cuernos de fuego y una gran cola inflamada llevada por algunos diablillos que lo seguían. Ese demonio tenía un libro en una mano y una horquilla en la otra. Amenazó al caballero con matarlo si no abrazaba la religión de Mahoma. Entonces, al ver el peligro que corría el alma de un cristiano, hice un esfuerzo y creo que conseguí hacerme oír. Pero al mismo tiempo los dos ahorcados saltaron sobre mí y me arrastraron fuera de la caverna, donde encontré al chivo negro. Uno de los ahorcados subió a caballo sobre el chivo y el otro sobre mi cuello, forzándome a galopar por montes y vallados. El ahorcado que llevaba al cuello me taloneaba los flancos. Pero considerando que yo no andaba suficientemente a prisa, mientras corríamos recogió dos escorpiones, se los puso en los pies a manera de espuelas y empezó a desgarrarme los flancos con la más extraña barbarie. Por ultimo llegamos a la puerta de la ermita, donde me dejaron. Esta mañana, padre mío, me habéis encontrado sin conocimiento. Me creí salvado cuando me vi en vuestros brazos, pero el veneno de los escorpiones ha penetrado en mi sangre y me desgarra las entrañas. Sé que no sobreviviré.

Aquí el endemoniado lanzó un atroz quejido y calló.

Entonces el ermitaño tomó la palabra y me dijo:

—Hijo mío, lo habéis oído. ¿Es posible que hayáis estado en conjunción carnal con dos demonios? Venid, confesad vuestra culpa. La clemencia divina es ilimitada. ¿No respondéis? ¿Os habréis endurecido en el pecado?

Después de reflexionar algunos instantes, le respondí:

—Padre mío, ese gentilhombre endemoniado ha visto cosas que no he visto yo. Uno de nosotros tiene los ojos fascinados, y quizá los dos hayamos visto mal. Pero he aquí a un gentilhombre cabalista que también ha pasado la noche en Venta Quemada. Si él quisiera contarnos su aventura, quizá nos diera nuevas luces sobre la naturaleza de los acaecimientos que nos ocupan desde hace algunos días.

—Señor Alfonso —respondió el cabalista—, las personas que, como yo, se ocupan de ciencias ocultas no pueden decirlo todo. Intentaré sin embargo contentar vuestra curiosidad, en la medida en que esté en mi poder, pero no será esta noche. Si os place, comamos y acostémonos; mañana, nuestro ánimo estará más tranquilo. El anacoreta nos sirvió una cena frugal, después de la cual cada uno no pensó sino en acostarse. El cabalista pretendía tener razones para pasar la noche junto al endemoniado y yo fui, como la otra vez, enviado a la capilla. Todavía estaba mi catre de tijera. Me acosté en él. El ermitaño me deseó buenas noches y me advirtió que, para mayor seguridad, cerraría la puerta al irse.

Cuando me vi solo, pensé en el relato de Pacheco. Era cierto que yo lo había visto en la caverna. Era también cierto que había visto a mis primas precipitarse sobre él y arrastrarlo fuera del aposento; pero Emina me había advertido que no pensara mal de ella o de su hermana. Por último, los demonios que se habían apoderado de Pacheco podían también turbar sus sentidos y asaltarlo con toda suerte de visiones. Estaba buscando motivos para justificarme y amar a mis primas, cuando un reloj dio las doce. En seguida oí golpes a la puerta y balidos de una cabra. Cogí mi espada, fui hasta la puerta y dije en alta voz:

—Si eres el diablo, trata de abrir esta puerta, porque el ermitaño la ha cerrado. La cabra calló.

Me fui a acostar y dormí hasta el día siguiente.

JORNADA NOVENA

El ermitaño vino a despertarme, sentóse sobre mi catre y me dijo:

—Hijo mío, nuevas obsesiones han asaltado esta noche mi desgraciada ermita. Los solitarios de la Tebaida no han estado más expuestos que nosotros a la malicia de Satán. No sé tampoco qué pensar del hombre que ha venido con vos y que se dice cabalista. Se ha propuesto curar a Pacheco y le ha hecho en verdad mucho bien, pero para ello no se ha servido de los exorcismos prescritos por el ritual de nuestra santa Iglesia. Venid a mi cabaña, almorzaremos, y después le pediremos que nos cuente su historia, como ayer por la noche nos lo prometió.

Me levanté y seguí al ermitaño. Encontré, en efecto, que el estado de Pacheco era más llevadero, y su rostro menos odioso. Estaba siempre tuerto, pero la lengua no le colgaba ya. Tampoco echaba espuma por la boca, y su único ojo no parecía tan huraño. Felicité al cabalista, quien me respondió que no era aquello sino una débil muestra de su sabiduría. Después el ermitaño trajo el almuerzo, que consistía en leche bien caliente y castañas. Mientras almorzábamos, vimos entrar a un hombre seco y desencajado, con algo en el rostro que inspiraba miedo, sin que pudiera saberse a ciencia cierta qué producía el espanto que causaba. El desconocido se hincó de rodillas ante mí y se quitó el sombrero. Entonces vi que tenía la frente vendada. Me presentó su sombrero como si pidiera limosna. Yo eché en él una moneda de oro. El extraordinario mendigo me dio las gracias y agregó:

—Señor Alfonso, no se habrá perdido vuestro óbolo. Os advierto que una carta importante os espera en Puerto Lápice. No entréis en Castilla sin haberla leído. Después de darme este aviso, el desconocido se hincó de rodillas ante el ermitaño, quien le llenó el sombrero de castañas. Después se hincó de rodillas ante el cabalista, pero incorporándose en seguida, le dijo:

—No quiero nada de ti. Si dices en este lugar quién soy, te arrepentirás de ello. Después salió de la cabaña.

Cuando el mendigo hubo desaparecido, el cabalista se echó a reír y nos dijo:

—Para que veáis cuán poco caso hago de las amenazas de este hombre, os diré ante todo quién es: es el judío errante, del cual quizá hayáis oído hablar. Desde hace mil setecientos años, no se ha sentado, ni acostado, ni ha reposado, ni dormido. Mientras camina, comerá vuestras castañas, y de aquí a mañana por la mañana habrá hecho sesenta leguas. De ordinario, recorre en todo sentido los vastos desiertos de Africa. Se alimenta de frutas silvestres, y los animales feroces no pueden hacerle daño a causa del signo sagrado de Thau que lleva impreso en la frente y que tapa con la venda que habéis podido ver. No aparece por lo común en nuestras comarcas, a menos que lo fuercen a ello las operaciones de algún cabalista. Por lo demás, os aseguro que no soy yo quien lo ha hecho venir, porque lo aborrezco. Sin embargo, admito que está informado de muchas cosas, y no os aconsejo, señor Alfonso, que descuidéis el aviso que acaba de daros.

—Señor cabalista —le respondí—, el judío me ha dicho que hay en Puerto Lápice una carta para mí. Espero llegar allí pasado mañana, y no dejaré de pedirla.

—No hace falta esperar tanto tiempo —replicó el cabalista—. Sería menester que yo tuviera muy poco crédito en el mundo de los genios para no poderos conseguir esa carta un poco antes.

Entonces se volvió del lado derecho y pronunció algunas palabras en tono imperativo. Al cabo de cinco minutos cayó sobre la mesa una gruesa carta dirigida a mí. La abrí y leí lo que sigue:

Señor Alfonso:

De parte de nuestro rey Fernando IV os hago llegar la orden de no entrar todavía en Castilla. No atribuyáis este rigor sino a la desgracia que habéis tenido de disgustar al santo tribunal encargado de conservar la pureza de la fe en las Españas. Que no disminuya vuestro celo en el servicio del rey. Acompaña esta carta una licencia de tres meses. Pasad ese tiempo en las fronteras de Castilla y Andalucía, sin haceros ver demasiado en ninguna de esas dos provincias. Hemos tenido el cuidado de tranquilizar a vuestro respetable padre, haciéndole ver vuestra situación desde un punto de vista que no lo aflija demasiado. Vuestro afectísimo.

SANCHO de TORRES PEÑAS

Ministro de Guerra

La carta estaba acompañada de una licencia por tres meses, documento en perfecto estado y revestido de todas las firmas y sellos correspondientes. Felicitamos al cabalista por la celeridad de sus correos. Después le rogamos que cumpliera su promesa de contarnos qué le había ocurrido la noche pasada en Venta Quemada. Nos respondió como la víspera que habría muchas cosas en su relato que no podríamos comprender, pero, después de haber reflexionado un instante, empezó en los siguientes términos:

HISTORIA DEL CABALISTA

—Me llaman, en España, don Pedro de Uzeda, y con ese nombre poseo un hermoso castillo a una legua de aquí. Pero mi verdadero nombre es Rabí Sadok ben Mamún, y soy judío. Esta confesión es peligrosa de hacer en España, pero, aparte de que confío en vuestra probidad, os advierto que no será muy sencillo causarme daño. La influencia de los astros en mi destino comenzó a manifestarse desde el instante de mi nacimiento, y mi padre, que me hizo el horóscopo, quedó colmado de alegría cuando vio que yo había venido al mundo precisamente a la entrada del sol en el signo de Virgo. Había, en verdad, empleado todo su arte para que ocurriera así, pero no esperaba un triunfo tan certero. No necesito deciros que mi padre, Mamún, era el primer astrólogo de su tiempo. Pero la ciencia de las constelaciones era una de las menores que poseía, pues había llevado su conocimiento de la cábala hasta un punto de perfección que sobrepujaba el de cualquier rabino anterior a él.

Cuatro años después que yo viniera al mundo, mi padre tuvo una hija que nació bajo el signo de Géminis. A pesar de esta diferencia, nuestra educación fue la misma. No había cumplido yo doce años y mi hermana ocho, y ya sabíamos el hebreo, el caldeo, el siriocaldeo, el samaritano, el copto, el abisinio y muchas otras lenguas muertas o moribundas. Podíamos, además, sin el auxilio de un lápiz, combinar todas las letras de una palabra de todas las maneras indicadas por las reglas de la Cábala. Así nos prepararon a uno y a otro, y cuando cumplí trece años, para no desmentir en nada el recato del signo bajo el cual nací, sólo me dieron de comer animales vírgenes, teniendo a la vez el cuidado de que fueran siempre machos y de que mi hermana sólo se alimentara de hembras.

Cuando cumplí dieciséis años, mi padre comenzó a iniciarnos en los misterios de la Cábala. Primero nos puso en las manos el Sepher Zohar o libro luminoso, llamado así porque nada en él se comprende, de tal modo su claridad deslumbra los ojos del entendimiento. Después estudiamos el Sepher Dzaniuth, o libro oculto, cuyo pasaje más claro puede pasar por un enigma. Por último emprendimos el Hadra Roba y el Kadra Sutha, es decir el gran y el pequeño Sanhedrín. Son los diálogos en los cuales Rabí Simeón, hijo de Johai, autor de dos obras más, rebajando su estilo al de la conversación, finge instruir a sus amigos sobre las cosas más sencillas, y les revela sin embargo los más asombrosos misterios, o más bien todas aquellas revelaciones que nos vienen directamente del profeta Elías, el cual abandonó furtivamente su carro de fuego y asistió a esta asamblea con el nombre de Rabí Abba. Quizá vosotros os imaginéis haber adquirido alguna idea de todos esos divinos escritos por la traducción latina que se ha impreso con el original caldeo en el año 1684, en una pequeña ciudad de Alemania llamada Francfort, pero nosotros nos reímos de la presunción de aquellos que imaginan que, para leer, basta el órgano material de la vista. Eso podría bastar, en efecto, para ciertas lenguas modernas, pero en hebreo cada letra es un número, cada palabra una sabia combinación, cada frase una fórmula que causa espanto y que, bien pronunciada, con todas las aspiraciones y todos los acentos convenientes, podría hundir los montes y secar los ríos. Harto sabéis que Adonai creó el mundo por la palabra y que luego se hizo palabra él mismo. La palabra hirió el aire y el espíritu, actuó sobre los sentidos y sobre el alma. Aunque profanos, podéis fácilmente deducir que ella debe ser el verdadero intermediario entre la materia y la inteligencia de todos los órdenes. Lo que ahora puedo deciros es que todos los días no sólo adquirimos nuevos conocimientos, sino también un poder nuevo, y que, si no nos atrevemos a usarlo, a lo menos tenemos el placer de sentir crecer nuestras propias fuerzas y de tener la convicción interior de que aquél nos asiste. Pero nuestras dichas cabalísticas fueron muy pronto interrumpidas por el más funesto de los acaeceres.

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