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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

Manuscrito encontrado en Zaragoza (6 page)

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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HISTORIA DEL ENDEMONIADO PACHECO

—He nacido en Córdoba, donde mi padre vivía más que holgadamente. Mi madre murió allí hace tres años. Al principio, mi padre pareció lamentarla mucho, pero al cabo de unos meses, habiendo tenido ocasión de hacer un viaje a Sevilla, se enamoró de una joven viuda llamada Camila de Tormes. Esta mujer no gozaba de una reputación demasiado buena, y muchos amigos de mi padre intentaron disuadirlo de que la tratara; pero a despecho de los consejos que le dieron, el matrimonio se celebró dos años después de la muerte de mi madre. La boda tuvo lugar en Sevilla, y mi padre, algunos días después, volvió a Córdoba en compañía de Camila, su nueva esposa, y de una hermana de Camila llamada Inesilla.

Mi nueva madrastra respondió perfectamente a la mala opinión que se tenía de ella, y no bien entró en nuestra casa pretendió seducirme. No lo consiguió. Me enamoré, sin embargo, pero de su hermana Inesilla. Mi pasión llegó a ser tan impetuosa que me arrojé a los pies de mi padre y le pedí la mano de su cuñada.

Mi padre, bondadosamente, me obligó a levantarme. Después me dijo:

—Hijo mío, os prohíbo pensar en ese matrimonio, y os lo prohíbo por tres razones. Primero: sería ridículo que llegarais a ser en cierto modo el cuñado de vuestro padre. Segundo: los santos cánones de la Iglesia no aprueban esta clase de matrimonios. Tercero: no quiero que os caséis con Inesilla.

Habiéndome hecho conocer sus tres razones, me volvió la espalda y se fue. Me retiré a mi aposento, donde me abandoné a la desesperación. Mi madrastra, a quien mi padre informó inmediatamente de lo sucedido, vino a buscarme y me dijo que hacía mal en afligirme; que si no podía ser el marido de Inesilla, podía ser su corte jo, es decir, su amante, de lo cual ella se ocuparía; pero a la vez me declaró el amor que sentía por mí, y el sacrificio que llevaba a cabo al cederme a su hermana. Escuché atentamente este discurso que halagaba mi pasión, pero Inesilla era tan modesta que me parecía imposible que pudieran comprometerla a ceder a mis sentimientos. Durante ese tiempo mi padre resolvió hacer un viaje a Madrid, con la intención de obtener el cargo de corregidor de Córdoba, y llevó con él a su mujer y a su cuñada. Su ausencia duraría dos meses, pero el tiempo me pareció muy largo porque estaba alejado de Inesilla.

Pasados escasamente los dos meses, recibí una carta de mi padre en la cual me ordenaba que fuera a su encuentro y lo esperara en Venta Quemada, a la entrada de Sierra Morena. Yo no habría accedido fácilmente a pasar por Sierra Morena algunas semanas antes, pero acababan de colgar a los dos hermanos de Soto. Su banda estaba dispersa, y los caminos se consideraban bastante seguros.

Partí pues a Córdoba hacia las diez de la maña a iba a pasar la noche en Andújar, en un albergue cuyo huésped es de los más charlatanes que existan en Andalucía. Ordené una copiosa cena, comí de ella y guardé el resto para mi viaje. Al día siguiente comí en Los Alcornoques lo que había reservado la víspera, y llegué por la tarde a Venta Quemada. No encontré a mi padre, pero como en su carta me ordenaba que lo aguardase, decidí quedarme de buena gana por cuanto me hallé en un albergue espacioso y cómodo. El huésped era entonces un tal González de Murcia, hombre bastante bueno aunque charlatán, que no dejó de prometerme una cena digna de un Grande de España. En tatas to que se ocupaba de prepararla, fui a pasearme por las orillas del Guadalquivir, y cuando volví encontré que la cena, en efecto, no era mala. Cuando acabé de comer, le dije a González que me preparase la cama. Entonces, turbándose, respondió con algunas insensateces. Por fin me confesó que el albergue estaba rondado por aparecidos, y que él y su familia pasaban las noches en una alquería, a la orilla del río; si yo también quería pasar la noche, haría una cama junto a la suya. Esta proposición me pareció fuera de lugar; le dije que fuera a acostarse donde le viniera en gana, y que me enviase a mis servidores. González me obedeció y se fue meneando la cabeza y encogiéndose de hombros.

Llegaron mis servidores un momento después; también ellos habían oído hablar de los aparecidos y quisieron convencerme de que pasara la noche en la alquería. Recibí un poco brutalmente sus consejos y les ordené que me preparasen una cama en el aposento donde había comido. Me obedecieron a regañadientes y, cuando la cama estuvo hecha, todavía me exhortaron a dormir en la alquería. Seriamente impacientado por sus adjuraciones, me permití algunas palabras que los pusieron en fuga y, como no estaba acostumbrado a que mis servidores me desnudaran, prescindí fácilmente de ellos para acostarme: sin embargo, habían sido más atentos de lo que merecía la manera con que los traté. Dejaron junto a la cama un candelero encendido, una vela de repuesto, dos pistolas y algunos volúmenes cuya lectura podía mantenerme despierto, pero la verdad es que yo había perdido el sueño.

Pasé un par de horas, ya leyendo, ya dándome vueltas en la cama. Por fin oí el sonido de un reloj o de un campanario que dio las doce. Me sorprendió porque no había oído dar las otras horas. Bien pronto se abrió la puerta y vi entrar a mi madrastra: estaba en camisa de dormir y llevaba una palmatoria en la mano. Se llegó a mí, de puntillas, y con el dedo sobre los labios como para imponerme silencio. Después posó su palmatoria en una mesita, sentóse sobre mi cama, me tomó una de las manos y me habló así:

—Mi querido Pacheco, he aquí el momento en que puedo procuraros los placeres que os prometí. Hace una hora que hemos llegado a esta posada. Vuestro padre ha ido a pasar la noche en la alquería, pero yo, como he sabido que estabais aquí he obtenido que me permita pasar la noche en el albergue con mi hermana mesilla. Ella os espera y está dispuesta a no negaros sus favores; pero quiero informaros de las condiciones que he impuesto a vuestra dicha. Amáis a mesilla, y ella os ama. De nosotros, dos no deben ser felices a expensas de un tercero. Exijo que esta noche ocupemos una sola cama. Venid. Mi madrastra no me dio tiempo de responder; me tomó de la mano y me condujo, de corredor en corredor, hasta que llegamos a una puerta junto a la cual se puso a mirar por el ojo de la cerradura.

Cuando hubo mirado lo suficiente, me dijo:

—Todo va bien. Mirad vos mismo.

Ocupé su lugar y vi en efecto a la encantadora mesilla en su cama. Pero ¡qué lejos estaba de su acostumbrada modestia! La expresión de sus ojos, su turbada respiración, su tez coloreada, su actitud, todo demostraba en ella que aguardaba a un amante. Después de haberme dejado mirar, Camila me dijo:

—Querido Pacheco, permaneced junto a esta puerta; cuando sea el momento, os vendré a advertir.

Una vez que entró en el aposento, yo volví a mirar por el ojo de la cerradura y vi mil cosas que me cuesta contar. Ante todo, Camila se quitó la camisa de dormir; después, metiéndose en la cama de su hermana, le dijo:

—Pobre mesilla, ¿de verdad quieres tomar un amante? ¡Pobrecita, no sabes el daño que te hará! Primero, se te echará encima; después te hollará, te aplastará, te desgarrará. Cuando Camila creyó haber adoctrinado suficientemente a su discípula, vino a abrirme la puerta, me condujo hasta la cama y se acostó con nosotros.

¿Qué os diré de esa noche fatal? Agoté las delicias y los crímenes. Durante muchas horas combatí el sueño y la naturaleza para prolongar mis infernales goces. Por último me dormí y me desperté al día siguiente bajo la horca de los hermanos de Soto y acostado entre sus infames cadáveres.

Aquí el ermitaño interrumpió al endemoniado y me dijo:

—Pues bien, hijo mío, ¿qué os parece? Creo que no sería poco vuestro espanto si os vierais acostado entre dos ahorcados.

Le respondí:

—Me ofendéis, padre mío. Un gentilhombre no debe tener nunca miedo, y menos cuando le cabe el honor de ser capitán en las guardias valonas.

—Pero, hijo mío —replicó el ermitaño—, ¿habéis oído jamás que semejante aventura le haya sucedido a un ser humano?

Vacilé un instante, después de lo cual respondí:

—Padre mío, si esta aventura le ha ocurrido al señor Pacheco, bien puede ocurrirle a otros; de ello seré mejor juez si tenéis a bien ordenarle que continúe su historia. El ermitaño se volvió hacia el poseso, y le dijo:

—¡Pacheco, Pacheco, en nombre de tu redentor te ordeno que continúes tu historia!

Pacheco lanzó un horrible quejido y continuó en estos términos:

—Estaba medio muerto cuando abandoné el cadalso. Me arrastraba sin saber a dónde. Por fin encontré a unos viajeros que me tuvieron piedad y me llevaron a Venta Quemada. Encontré al huésped y a mis servidores muy preocupados por mí. Les pregunté si mi padre había pasado la noche en la alquería. Me contestaron que nadie había venido. No resistí quedarme más tiempo en la venta y volví a tomar el camino de Andújar. Llegué cuando el sol se había puesto. El albergue estaba lleno y me pusieron una cama en la cocina, donde me acosté. En vano quise dormir: no podía alejar de mi espíritu los horrores de la noche anterior.

Había dejado una candela encendida sobre el hogar de la cocina. De golpe se apagó y sentí un escalofrío mortal queme helaba la sangre en las venas. Tiraron de mi manta, después oí una vocecita que decía:

—Soy Camila, tu madrastra. Tengo frío, corazón. Hazme lugar bajo tu manta. Después otra voz:

—Soy Inesilla. Déjame entrar en tu cama. Tengo frío, tengo frío. Después sentí una mano helada que me tiraba del mentón. Juntando todas mis fuerzas dije en voz alta:

—¡Satán, retírate!

Entonces las vocecitas me dijeron:

—¿Por qué nos echas? ¿No eres acaso nuestro maridito? Tenemos frío. Haremos un poco de fuego.

En efecto, muy pronto vi una llama en el atrio de la cocina. Como la llama se aclarara, no vi a Inesilla y a Camila, sino a los dos hermanos de Soto colgados de la chimenea. Esta visión me puso fuera de mí. Salí de la cama, salté por la ventana y me eché a correr por los campos. Por un momento pude jactarme de haber escapado a tantos horrores, pero al volverme vi que me seguían los dos ahorcados. Entonces corrí más aún y vi que los ahorcados habían quedado atrás. Pero no duró mucho mi alegría. Los detestables seres se abalanzaron por los aires y en un instante los tuve sobre mí. Seguí corriendo. Por último las fuerzas me abandonaron.

Entonces sentí que uno de los ahorcados me apresaba por el tobillo izquierdo. Quise librarme de él, pero el otro ahorcado me cortó el camino. Se presentó ante mí, con ojos aterrorizadores y sacando una lengua roja como el hierro que se retira del fuego. Pedí gracia. Vanamente. Con una mano me aferró de la garganta y con la otra me arrancó el ojo que me falta. En el lugar del ojo hizo entrar su lengua abrasadora. Me lamió el cerebro y me hizo rugir de dolor.

Entonces el otro ahorcado, que me había apresado por la pierna izquierda, empezó a torturarme. Primero me cosquilleó la planta del pie que aferraba con la otra mano; después le arrancó la piel, separó todos los nervios, los dejó al desnudo y quiso tocar en ellos como en un instrumento de música, pero como no emitiera yo un sonido que le causara placer, hundió su espuela en mi pantorrilla, tiró de los tendones y los torció como se hace para acordar un arpa. Por último se puso a tocar en mi pierna de la cual había hecho un salterio. Escuché su risa diabólica. A los atroces bramidos que me arrancaba el dolor, hacían coro los alaridos del infierno. Pero cuando llegué a oír el crujir de dientes de los condenados, me pareció que despedazaban cada una de mis fibras. Por fin perdí el conocimiento.

Al día siguiente unos pastores me hallaron en el campo y me trajeron a esta ermita. Aquí he confesado mis pecados y he encontrado al pie de la cruz algún alivio a mis dolores.

El endemoniado lanzó un horrible quejido y calló. Entonces el ermitaño tomó la palabra y me dijo:

—Hijo mío, habéis visto el poder de Satán: debéis rogar a Dios y llorar. Pero se hace tarde. Es hora de separarnos. No os propongo que os acostéis en mi celda porque podrían incomodaros los gritos que lanza Pacheco durante la noche. Idos a acostar a la capilla. Allí estaréis bajo la protección de la cruz que triunfa de los demonios. Le respondí que me acostaría donde él quisiera. Llevamos a la capilla un catre de tijera. Me acosté y el ermitaño me deseó buenas noches.

Al encontrarme solo, me volvió al espíritu el relato de Pacheco. Había entre su aventura y la mía una gran semejanza, y estaba reflexionando sobre ello cuando oí dar las doce. No sabía si era el campanario de la ermita o si era cosa de los aparecidos. Entonces llamaron levemente a la puerta. Me levanté y dije en alta voz:

—¿Quién es?

Una vocecita me respondió:

—Tenemos frío, ábrenos. Somos vuestras mujercitas.

—Ya lo creo, malditos ahorcados —les contesté—. Volved a vuestro cadalso y dejadme dormir.

Entonces la vocecita me dijo:

—Os burláis de nosotras porque estáis en una capilla. Pero salid un poco afuera.

—Voy al instante —respondí.

Fui a buscar mi espada y quise salir, pero encontré la puerta cerrada. Se lo dije a los aparecidos, que no respondieron. Entonces me fui a acostar y dormí hasta la mañana.

JORNADA TERCERA

Me despertó el ermitaño, que pareció muy contento de verme sano y salvo. Me abrazó, me bañó las mejillas con sus lágrimas, y me dijo:

—Hijo mío, cosas extrañas han sucedido esta noche. ¿Es verdad que dormisteis en Venta Quemada? ¿Se apoderaron de vos los demonios? Todavía hay remedio para ello. Arrodillaos ante el altar. Confesad vuestros pecados. Haced penitencia. El ermitaño abundó en exhortaciones parecidas. Después calló para esperar mi respuesta.

Entonces le dije:

—Padre mío, me he confesado al salir de Cádiz. Desde entonces no creo haber cometido ningún pecado mortal, a no ser, tal vez, soñando. Es verdad que pasé la noche en Venta Quemada. Pero si allí he visto algo extraño, tengo buenas razones para callar.

Esta respuesta pareció sorprender al ermitaño. Me acusó de estar poseído por el demonio del orgullo y quiso persuadirme de que una confesión general me era necesaria; pero al comprobar lo invencible de mi obstinación, abandonó un poco su acento apostólico y me dijo, adoptando un tono más natural:

—Hijo mío, vuestro valor me sorprende. Decidme quién eres. ¿Qué educación habéis recibido? ¿Creéis o no en los aparecidos? No os neguéis a satisfacer mi curiosidad. Le respondí:

—Padre mío, el deseo que demostráis de conocerme mejor no puede sino honrarme y lo agradezco como se merece. Permitidme que me levante. Iré a buscaros a la ermita, donde os informaré de todo lo que queráis saber sobre mí.

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