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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

Manuscrito encontrado en Zaragoza (9 page)

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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—No, querido Alfonso, no se trata de oro, ni de plata. Quiero enseñaros una estocada secreta con la cual, parando en oposición y marcando la flanconada, podéis estar seguro de desarmar a vuestro enemigo.

Entonces, cogiendo los floretes, me enseñó la estocada secreta, me dio su bendición y me condujo a mi silla. Besé la mano de mi madre y partí.

Fui en posta hasta Flessingue, donde me embarqué para Cádiz. Don Enrique de Sa me recibió como si fuera su propio hijo; se ocupó de mi equipaje y me recomendó a dos servidores, uno de los cuales se llamaba López y el otro Mosquito. De Cádiz fui a Sevilla, y de Sevilla a Córdoba; después he venido a Andújar, donde tomé el camino de Sierra Morena. He tenido la desgracia de verme separado de mis servidores cerca del abrevadero de Los Alcornoques. Sin embargo, llegué el mismo día a Venta Quemada y, ayer por la noche, a vuestra ermita.

—Hijo querido —me dijo el ermitaño—, vuestra historia me ha interesado vivamente y os agradezco mucho que me la hayáis contado. Bien comprendo ahora, por la manera en que os han educado, que el temor es un sentimiento que debe seros desconocido. Pero, puesto que habéis dormido en Venta Quemada, mucho me temo que estéis expuesto a las obsesiones de los dos ahorcados, y corráis la triste suerte del endemoniado Pacheco.

—Padre mío —respondí al anacoreta—, mucho he reflexionado esta noche sobre el relato del señor Pacheco. Aunque tenga el demonio en el cuerpo, no por ello es menos gentilhombre y, a ese título, lo creo incapaz de faltar a la verdad. Pero Iñigo Vélez, capellán de nuestro castillo, me dijo que si bien hubo posesos en los primeros siglos de la Iglesia, ya no los hay en el día de hoy, y su testimonio me parece tanto más respetable cuanto que mi padre me ha ordenado creer a Iñigo en todas aquellas materias que conciernen a nuestra religión.

—Pero —dijo el ermitaño— ¿acaso no habéis visto el atroz semblante del poseso?

¿Acaso no habéis visto que los demonios lo han dejado tuerto?

Le respondí:

—Padre mío, el señor Pacheco puede haber perdido el ojo de otra manera. Debo agregar que en todas estas cosas me atengo a quienes saben más que yo. Me basta con no temer a los aparecidos, ni a los vampiros. Sin embargo, si queréis darme alguna santa reliquia para preservarme de sus hazañas, os prometo llevarla siempre con fe y veneración.

El ermitaño pareció sonreír un poco de mi candor. Después me dijo:

—Veo, hijo mío, que aún tenéis fe, pero me temo que no persistáis en ella. Los Gomélez, de quienes descendéis por la rama materna, son todos ellos nuevos cristianos.

Y hasta algunos, según me han dicho, son musulmanes en el fondo de su corazón. Si os ofrecieran una inmensa fortuna por cambiar de religión, ¿la aceptaríais?

—De ningún modo —le respondí—. Me parece que renunciar a nuestra religión, o abandonar nuestra bandera, son dos actos igualmente deshonrosos. El ermitaño pareció sonreír todavía. Después me dijo:

—Veo con tristeza que vuestras virtudes reposan en un pundonor exagerado, y os advierto que ya no encontraréis un Madrid tan belicoso como en tiempos de vuestro padre. Las virtudes han de basarse en principios más firmes. Pero no quisiera deteneros más, porque aún tenéis una pesada jornada antes de llegar a la Venta del Peñón, o mesón del acantilado. Su huésped ha permanecido en él, a despecho de los bandidos, porque cuenta con la protección de una banda de gitanos que acampan en los alrededores. Pasado mañana llegaréis a la Venta de Cardeñas, y ya estaréis fuera de Sierra Morena. He puesto algunas provisiones en las alforjas de vuestra montura.

Habiendo dicho estas cosas, el ermitaño me abrazó tiernamente, pero no me dio ninguna reliquia para preservarme de los demonios. No quise referirme nuevamente a ello, y monté a caballo.

En el camino me puse a reflexionar sobre las máximas que acababa de oír, no concibiendo para las virtudes una base más sólida que el pundonor, el cual, a mi juicio, las abarcaba todas. Proseguía entregado a estas reflexiones cuando un caballero, saliendo súbitamente de atrás de un peñasco, me cortó el camino y dijo:

—¿Os llamáis Alfonso?

Le respondí que sí.

—Entonces —dijo el caballero os arresto en nombre del rey y de la Santa Inquisición. Entregadme vuestra espada.

Obedecí sin replicar. Entonces el caballero tocó un silbato, y de todos lados aparecieron gentes armadas que cayeron sobre mí. Me ataron las manos a la espalda y tomamos un atajo en las montañas que al cabo de una hora nos condujo a un castillo feudal. Bajó el puente levadizo y entramos. Como estábamos aún bajo el torreón, abrieron una puertecita lateral y me arrojaron a un calabozo, sin molestarse siquiera en deshacer las cuerdas que me tenían agarrotado.

El calabozo estaba en la más absoluta oscuridad; no teniendo yo las manos libres para extenderlas ante mí, me era imposible caminar sin darme de narices contra las murallas. Me senté pues en el sitio donde estaba y, como es fácil suponer, me puse a reflexionar sobre lo que pudo haber motivado mi encarcelamiento. Mi primera y única idea fue que la Inquisición se había apoderado de mis hermosas primas y que las negras habían contado lo que sucedió en Venta Quemada. En caso de que me interrogaran acerca de las bellas africanas, sólo podía optar entre traicionarlas, y faltar a mi palabra de honor, o negar que las conociera, lo que me habría embarcado en una serie de vergonzosas mentiras. Después de examinar semejante alternativa, me decidí por el más absoluto silencio y tomé la firme resolución de no responder con una sola palabra a todos los interrogatorios.

Una vez disipada esta duda en mi espíritu, medité en los acontecimientos de los dos días anteriores. Tenía la seguridad de que mis primas eran mujeres de carne y hueso. Me lo advertía no sé qué sentimiento, más fuerte que todo lo que me habían dicho sobre el poder de los demonios. Sólo estaba profundamente indignado por la mala pasada que me habían jugado, al hacerme despertar debajo de la horca.

Entretanto, transcurrían las horas. Empecé a tener hambre; como había oído decir que a veces no falta en los calabozos un pedazo de pan y un cántaro de agua, busqué algo semejante con las piernas y los pies. En efecto, bien pronto tropecé con un cuerpo extraño que resultó ser la mitad de un pan. Me acosté al lado del pan y quise asirlo con los dientes, pero falto de resistencia donde apoyarlo, el pan se me escapaba y resbalaba; al fin lo empujé contra el muro; entonces pude comer, porque el pan estaba partido por la mitad; de haber estado entero, no hubiese podido morderlo. Encontré también un cántaro, pero me fue imposible beber; apenas humedecía mi gaznate el agua se derramaba. Continué buscando: encontré paja en un rincón, y me acosté sobre ella. Tenía las manos artísticamente anudadas, es decir con fuerza, pero sin que las cuerdas me entraran en las carnes. De modo que no me costó trabajo adormecerme.

JORNADA CUARTA

Me parece que había dormido varias horas cuando vinieron a despertarme. Vi entrar a un monje de Santo Domingo, seguido por varios hombres de muy mala catadura. Algunos llevaban hachones; otros, instrumentos desconocidos para mí y que imaginé debían servir para torturas. Recordé mis resoluciones y me afirmé en ellas. Pensaba en mi padre. Nunca fue torturado, pero ¿acaso no había sufrido mil operaciones dolorosas entre las manos de los cirujanos? Yo no ignoraba que las había sobrellevado sin proferir una sola queja. Resolví imitarlo, no decir una palabra y, si fuera posible, no dejar escapar un suspiro. El inquisidor pidió un sillón, se instaló en él junto a mí, adoptó un aire dulce y campechano y me hizo, poco más o menos, el siguiente discurso:

—Niño querido, agradece que el cielo te haya conducido a este calabozo. Pero dime, ¿por qué estás en él? ¿Qué pecados has cometido? Confiésate, derrama tus lágrimas en mi seno. ¿No me respondes? ¡Ay, niño mío, haces mal! Nuestro método es no interrogar. Dejamos al culpable el cuidado de acusarse a sí mismo. Esta confesión, aunque un poco forzada, no deja de tener algún mérito, sobre todo cuando el culpable denuncia a sus cómplices. ¿No respondes? Tanto peor para ti. Vamos, habrá que ponerte sobre la pista.

¿Conoces a dos princesas de Túnez? ¿O, mejor dicho, a dos brujas infames, vampiros execrables y demonios encarnados? Nada dices. Haced entrar a esas dos infantas de la corte de Lucifer.

Entonces trajeron a mis dos primas, que estaban, como yo, con las manos atadas a la espalda. Después el inquisidor continuó en estos términos:

—Pues bien, hijo mío, ¿no las reconoces? ¿Sigues callado? Hijo querido, no te asustes de lo que voy a decirte. Te haremos sufrir un poco. ¿Ves esas dos tablas? Allí te haremos poner las piernas, y las apretaremos con una cuerda. Después pondremos entre tus piernas estas cuñas que puedes observar y las clavaremos a golpes de martillo. Al principio, se te hincharán los pies. En seguida, te saldrá sangre del dedo gordo de cada pie, y se te caerán las uñas de los demás dedos. Después se te reventarán las plantas de los pies, y saldrá de ellas grasa mezclada con las carnes aplastadas. Eso te hará sufrir mucho.

¿Nada dices? Y sin embargo, hacemos la pregunta ordinaria. ¡Ah, hijo mío, habrás de desmayarte! Mira estos frascos, llenos de diversos licores, que te harán recuperar el sentido. Entonces, cuando vuelvas a tus cabales, te quitaremos estas cuñas y te pondremos estas otras, que son mucho más gruesas. Al primer golpe, se te romperán las rodillas y los tobillos. Al segundo, se te rajarán las piernas en toda su longitud. De ellas saldrá médula y goteará sobre esta paja, mezclada con tu sangre. ¿No quieres hablar?… Vamos, que le aprieten los pies.

Los verdugos me tomaron por las piernas y las ataron entre las maderas.

—¿No quieres hablar?… Colocadle las cuñas… ¿No quieres hablar?… Levantad los martillos.

En ese instante oímos una descarga de armas de fuego. Emina exclamó:

—¡Oh Mahoma, estamos salvados! ¡Soto ha venido en nuestro auxilio!

Soto entró con su banda, echó a los verdugos y ató al inquisidor a una argolla que había en la muralla del subterráneo. Después, llegándose a las moriscas y a mí, deshizo los nudos de las cuerdas que nos tenían agarrotados. El primer uso que ellas hicieron de la libertad de sus brazos fue echarse en los míos. Nos separaron. Soto me dijo que montara a caballo y tomase la delantera, asegurándome que él me seguiría muy pronto con las dos damas.

Cuatro caballeros formaban la vanguardia a la cual me uní. Al despuntar el día, llegamos a un lugar desierto donde encontramos un relevo. Después seguimos por las cumbres y crestas de las montañas nevadas.

Hacia las cuatro llegamos a unas grutas de piedra donde debíamos pasar la noche, pero yo me felicité de haber llegado en pleno día porque la vista era admirable, y sobre todo a mí, que no conocía sino las Ardenas y la Zelanda, debía parecerme tal. Tenía a mis pies esa hermosa vega de Granada, que los granadinos llaman Nuestra Vigilia. La veía íntegramente, con sus seis ciudades y sus cuarenta aldeas. Veía el curso tortuoso del Genil, los torrentes que se precipitaban desde lo alto de Las Alpujarras, los bosquecillos, las frescas umbrías, los edificios, los jardines y un inmenso número de quintas o alquerías. Encantado de que mis ojos pudieran abarcar tal cantidad de bellas cosas a la vez, me abandoné a la contemplación. Sentí que me convertía en un amante de la naturaleza. Olvidé a mis primas; éstas llegaron muy pronto en literas conducidas por caballos. No bien bajaron, se echaron a descansar sobre cojines en el suelo de la gruta. Al cabo de un momento les dije:

—Señoras mías, no me quejo de la noche que pasé en Venta Quemada, pero os confieso que acabó de una manera que me ha disgustado infinitamente. Emina me respondió:

—Alfonso mío, no me acuséis sino de la parte hermosa de vuestros sueños. Pero ¿de qué os quejáis? ¿Acaso no habéis tenido ocasión de dar pruebas de un valor sobrehumano?

—¿Es que alguien —le respondí— pondría en duda mi valor? Si lo hallara, no vacilaría en batirme con el embozo terciado.

Emina me respondió:

—No sé qué entendéis por batiros con el embozo terciado, pero hay cosas que no puedo deciros. Las hay que ni yo misma las sé. Me limito a obedecer las órdenes del jefe de mi familia, sucesor del jeque Masú, y que conoce el secreto del Casar Gomélez. Todo lo que puedo deciros es que sois nuestro pariente más cercano. El oidor de Granada, padre de vuestra madre, tenía un hijo que fue considerado digno de ser iniciado. Abrazó la religión musulmana y esposó las cuatro hijas del rey de Túnez, que estaba entonces en el poder. Sólo la menor tuvo hijos, y es nuestra madre. Poco tiempo después del nacimiento de Zebedea, mi madre y sus otras tres mujeres murieron de una peste que, por entonces, desolaba la costa de Berbería… Pero dejemos de lado estas cosas que quizá algún día llegaréis a saber. Hablemos de vos, querido primo, del reconocimiento que os debemos y de nuestra admiración por vuestras virtudes. ¡Con qué indiferencia habéis mirado los preparativos del suplicio! ¡Qué sagrado respeto por la palabra empeñada! Sí, Alfonso, superáis a todos los héroes de nuestra raza y nos hemos convertido en vuestra propiedad.

Zebedea, que dejaba de buena gana que hablase su hermana cuando la conversación era seria, readquiría plenamente sus derechos cuando ésta tomaba un cariz sentimental. Es el caso de que fui halagado, acariciado, y quedé contento de mí mismo y de los demás. Después llegaron las negras. Nos dieron de cenar, y Soto nos sirvió él mismo con el más profundo respeto. A continuación las negras armaron para mis primas una cama bastante buena en una especie de gruta. Fui a acostarme en otra, y todos gozamos de un reposo del cual teníamos necesidad.

JORNADA QUINTA

Al día siguiente, temprano, la caravana se puso en marcha. Bajamos las montañas y dimos la vuelta a dos hondonadas o, mejor dicho, a dos precipicios que parecían tocar las entrañas de la tierra. Cortaban la cadena de montañas en tantas direcciones diferentes que era imposible orientarse en ellas ni saber por qué lado andábamos. Marchamos así durante seis horas hasta llegar a las ruinas de una ciudad abandonada y desierta. Allí Soto nos hizo apearnos y me llevó al borde de un pozo.

—Señor Alfonso —me dijo—, os ruego que miréis en ese pozo y me digáis qué pensáis de él.

Le contesté que al mirar veía agua y que pensaba que era un pozo.

—Pues bien —dijo Soto—, os equivocáis, porque es la entrada de mi palacio. Habiendo hablado así, metió la cabeza en el pozo y gritó de cierta manera. Entonces vi que de un costado del pozo salieron dos planchas que se unieron a unos pies por encima del agua. Después un hombre armado salió por la misma abertura, y después otro. Treparon por el pozo y, cuando estuvieron afuera, Soto me dijo:

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