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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

Manuscrito encontrado en Zaragoza (7 page)

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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El ermitaño me abrazó una vez más y se retiró.

Cuando me hube vestido fui a su encuentro. Calentaba leche de cabra, que me ofreció con azúcar y pan; él comió algunas raíces cocidas en agua. Una vez que acabamos nuestro almuerzo, el ermitaño se volvió hacia el endemoniado y le dijo:

—¡Pacheco, Pacheco! En nombre de tu redentor, te ordeno que conduzcas mis cabras a la montaña.

Pacheco lanzó un horrible aullido y se retiró. Entonces yo comencé mi relato, que conté en estos términos:

HISTORIA DE ALFONSO VAN WORDEN

—Soy oriundo de una familia muy antigua, pero que ha tenido poco brillo y menos bienes aún. Nuestro patrimonio no ha consistido sino en un feudo noble, llamado Worden, dependiente del círculo de Borgoña, y situado en medio de las Ardenas.

Como mi padre tenía un hermano mayor, debió contentarse con una muy magra legítima, que bastaba sin embargo para mantenerlo honradamente en el ejército. Combatió durante toda la guerra de Sucesión y, cuando se hizo la paz, el rey Felipe V lo nombró teniente coronel en las guardias valonas.

Reinaba entonces en el ejército español un pundonor llevado hasta la más excesiva delicadeza y mi padre exageraba aún este exceso, cosa de que no puedo culparlo, pues el honor es, ciertamente, el alma y la vida de un militar. No se concertaba en Madrid un solo duelo cuyo ceremonial no ajustara mi padre, y desde que él decía que las reparaciones eran suficientes, todos se daban por satisfechos. Si alguien por azar no se mostraba contento, tenía que habérselas con mi padre, quien no dejaba de sostener sus decisiones con la punta de la espada. Por añadidura, mi padre llevaba en un libro la historia circunstanciada de cada duelo, lo que le daba en verdad una gran ventaja para poder pronunciarse con justicia en todos los casos difíciles.

Ocupado casi únicamente en su tribunal de sangre, mi padre se había mostrado poco sensible a los encantos del amor, pero al fin su corazón fue conmovido por los atractivos de una señorita, todavía joven, llamada Urraca de Gomélez, hija del oidor de Granada y por cuyas venas corría la sangre de los antiguos reyes del país. Amigos comunes acercaron bien pronto a las partes interesadas, y el matrimonio fue concertado.

Mi padre juzgó conveniente convidar a su boda a todos aquellos con los cuales se había batido y que, claro está, no habían muerto en el duelo. Ciento veintidós se sentaron a su mesa. Sólo faltaron trece, ausentes de Madrid, y treinta y tres con los cuales se había batido en el ejército, pero de los cuales no tenía noticias. Mi madre me ha dicho a menudo que esta fiesta resultó singularmente alegre y que se había visto reinar en ella la mayor cordialidad, cosa que no me cuesta creer porque mi padre tenía, en el fondo, un excelente corazón y era muy querido por todo el mundo.

Por su lado, mi padre estaba muy apegado a España y nunca la hubiera abandonado. Sin embargo, dos meses después de su matrimonio recibió una carta firmada por el magistrado de la ciudad de Bouillon. Le anunciaba que su hermano había muerto sin hijos y que el feudo le tocaba por herencia. Esta noticia causó a mi padre gran turbación; tan abstraído quedó, me ha contado mi madre, que era imposible arrancarle una palabra. Por fin abrió su crónica de los duelos, escogió los doce hombres de Madrid que más se habían batido, los convidó a visitarlo y les hizo el siguiente discurso:

—Mis queridos hermanos de armas, sabéis cuántas veces he puesto vuestras conciencias en paz, en aquellos casos en que vuestro honor me parecía comprometido. Hoy me veo obligado a remitirme a vuestras luces, pues temo que la discreción me falte, o más bien temo que la oscurezca un sentimiento de parcialidad. He aquí la carta que me escriben los magistrados de Bouillon, cuyo testimonio es respetable aunque no sean nobles. Decidme si el honor me obliga a habitar el castillo de mis padres, o si debo continuar sirviendo al rey don Felipe, que me ha colmado de beneficios, y que acaba de ascenderme al rango de brigadier general. Dejo la carta sobre la mesa y me retiro. Volveré dentro de media hora para saber qué habéis decidido.

Mi padre salió, en efecto, después de haber hablado así. Al cabo de media hora volvió para saber qué habían resuelto sus amigos. Cinco eran partidarios de que permaneciera en el servicio y siete de que fuera a vivir a las Ardenas. Mi padre, sin murmurar, se sometió al voto de la mayoría.

Mi madre hubiese querido quedarse en España, pero estaba tan apegada a su esposo que éste no pudo siquiera advertir la repugnancia que ella sentía en expatriarse. Después sólo se ocuparon de los preparativos del viaje y de las personas que habían de participar en él para representar a España en las Ardenas. Aunque yo no había nacido todavía, mi padre, que nunca dudó de que viniese a este mundo, pensó que ya era tiempo de darme un maestro de armas. Para ello puso los ojos en García Fierro, el mejor preboste de esgrima que hubiera en Madrid. Este joven, cansado de recibir diarias estocadas en la plaza de la Cebada, no vaciló en venir. Mi madre, por su parte, no queriendo partir sin un capellán, lo eligió a don Iñigo Vélez, teólogo graduado en Cuenca. Debía instruirme en la religión católica y en la lengua castellana. Todas esas disposiciones para mi educación se tomaron un año y medio antes de mi nacimiento.

Cuando mi padre estuvo pronto a partir, fue a despedirse del rey, y, de acuerdo con el uso de la corte, puso una rodilla en tierra para besarle la mano, pero se le apretó tanto el corazón que cayó desfallecido y tuvieron que transportarlo a su casa. Al día siguiente fue a despedirse de don Fernando de Lara, entonces primer ministro. Este señor lo recibió con gran comedimiento y le hizo saber que el rey le acordaba una pensión de doce mil reales, con el grado de brigadier, lo que equivale a mariscal de campo. Mi padre hubiera dado parte de su sangre por la satisfacción de echarse una vez más a los pies de su señor, pero, como se había despedido ya, se contentó con expresar en una carta los sentimientos que colmaban su corazón. Por último abandonó Madrid derramando muchas lágrimas.

Mi padre eligió la ruta de Cataluña para ver una vez más las comarcas donde había combatido y despedirse de algunos de sus antiguos camaradas que tenían autoridad en la frontera. Después entró en Francia por Perpiñán.

Su viaje hasta Lyon no fue turbado por ningún acontecimiento enojoso, pero al salir de esta ciudad se le adelantó una silla de posta que, siendo más liviana, llegó primero al relevo. Mi padre, que llegó un momento después, vio que ataban los caballos a la silla. En seguida cogió su espada y, llegándose al viajero, le pidió permiso para hablarle unos instantes en privado. El viajero, que era un coronel francés, al ver que mi padre llevaba el uniforme de brigadier, trajo también su espada para rendirle honores. Entraron en el albergue que estaba frente a la posta y pidieron un aposento. Cuando estuvieron solos, mi padre dijo al viajero:

—Señor caballero, vuestra silla se ha adelantado a mi carroza para llegar a la posta antes que yo. Hay en vuestro proceder, que en sí mismo no es un insulto, algo poco amable de lo cual debo pediros cuentas.

El coronel, muy sorprendido, hizo recaer toda la culpa en sus postillones, asegurándole que no había querido ofenderlo.

—Señor caballero —replicó mi padre—, no pretendo tampoco hacer de este asunto un caso serio, y me contentaré con la primera herida.

Al decir estas, palabras, sacó su espada.

—Esperad un instante —dijo el francés—. Me parece que no son mis postillones los que se han adelantado a los vuestros, sino los vuestros quienes, yendo más lentamente, quedaron atrás.

Mi padre, después de haber reflexionado un poco, dijo al coronel:

—Señor caballero, creo que tenéis razón. Si me hubierais hecho este razonamiento antes de que yo sacara la espada, pienso que no nos hubiéramos batido, pero comprenderéis que al punto en que han llegado las cosas hace falta un poco de sangre. El coronel, que sin duda encontró bastante bueno este último razonamiento, sacó también su espada. No fue largo el combate. Mi padre, sintiéndose herido, bajó inmediatamente la punta de su espada y pidió excusas al coronel por el trabajo que le había causado; éste respondió ofreciendo sus servicios, dio la dirección donde mi padre podría encontrarlo en París, subió a su silla y partió.

Mi padre juzgó al principio muy leve su herida, pero tenía tantas ya que una nueva debía por fuerza incidir en alguna antigua cicatriz. En efecto, la espada del coronel había reabierto una vieja herida de mosquete cuya bala permanecía incrustada en el cuerpo de mi padre. El plomo hizo nuevos esfuerzos por buscar una salida, la encontró después de una curación que duró dos meses, y por fin mis padres y su comitiva pudieron continuar su camino.

En cuanto mi padre llegó a París fue a saludar al coronel, que se llamaba marqués de Urfé. Era uno de los personajes más importantes de la corte. Recibió a mi padre con extremada cortesía y se ofreció a presentarlo al ministro, así como a introducirlo en las mejores casas. Mi padre se lo agradeció, pero le rogó que le presentara solamente al duque de Tavennes, que era entonces decano de los mariscales, porque quería que lo informara de todo lo concerniente al tribunal de honor, de cuya justicia se había hecho siempre la más alta idea, y del cual había oído hablar a menudo como de una institución muy sabia, y que bien hubiese querido introducir en el reino. El mariscal recibió a mi padre con gran cortesía y lo recomendó al caballero de Bélièvre, primer exento de los señores mariscales y fiscal de aquel tribunal.

Como el caballero viniera a menudo a la casa de mi padre, tuvo oportunidad de conocer su crónica de duelos. Esta obra le pareció única en su género y pidió permiso para comunicarla a los señores mariscales, que compartieron la opinión del primer exento y pidieron permiso a mi padre para sacar una copia y guardarla en el archivo del tribunal. Mi padre accedió con indecible alegría: ninguna proposición podía halagarlo más. Semejantes testimonios de estima hicieron muy agradable la temporada parisiense de mi padre, pero mi madre pensaba de muy otra manera. No sólo se había impuesto no aprender francés, sino también no escuchar cuando hablaban esta lengua. Su confesor, Iñigo Vélez, no cesaba de hacer amargas bromas sobre las libertades de la iglesia galicana, y García Fierro terminaba todas sus conversaciones afirmando que los franceses eran gabachos.

Por fin abandonaron París y al cabo de cuatro días llegaron a Bouillon. Allí mi padre se hizo reconocer por el magistrado y tomó posesión de su feudo. El techo de mis padres, privado de la presencia de sus dueños, lo estaba también de buena parte de sus tejas, de modo que en todos los aposentos llovía tanto como en el patio, con la diferencia de que el solado del patio secaba rápidamente, mientras que en los aposentos el agua formaba charcos que no secaban jamás. Esta inundación doméstica no desagradó a mi padre porque le recordaba el sitio de Lérida, donde pasó tres semanas con las piernas en el agua.

Sin embargo, su primer cuidado fue poner en seco el lecho de su esposa. Había en la sala de recibo una chimenea flamenca, junto a la cual quince personas podían calentarse a su guisa, y cuya campana formaba como un techo sostenido por dos columnas a cada lado. Taparon el tubo de la chimenea y, bajo su campana, se pudo colocar el lecho de mi madre, con su mesa de noche y una silla, y como el atrio de la chimenea estaba a un pie por encima del piso, todo ello formaba una especie de isla bastante inabordable. Mi padre se estableció en el otro extremo de la sala, sobre dos mesas unidas por tablas, y de su lecho al de mi madre se levantó una escollera, fortificada en el medio por una especie de represa construida con cofres y cajas. La obra se terminó el mismo día de nuestra llegada al castillo, y yo vine al mundo nueve meses después, exactamente. Mientras se trabajaba con gran actividad en las reparaciones más necesarias, mi padre recibió una carta que lo colmó de alegría. Estaba firmada por el mariscal de Tavennes, quien le pedía su parecer acerca de un lance de honor que por entonces ocupaba al tribunal. Este auténtico favor pareció a mi padre de tal consecuencia que quiso celebrarlo dando una fiesta a toda la vecindad. Pero como no había vecinos, la fiesta se limitó a un fandango que bailaron el maestro de armas y la señora Frasca, camarera de mi padre.

Mi padre, al responder a la carta del mariscal, le pidió que tuviera a bien, en adelante, comunicarle los extractos de todos los procesos llevados ante el tribunal. El favor le fue concedido, y en los primeros días de cada mes recibía un pliego que bastaba para alimentar las conversaciones familiares junto a la gran chimenea, en las tardes de invierno, o bien, durante el verano, en dos bancos colocados a la entrada del castillo. Durante todo el embarazo de mi madre, mi padre le hablaba siempre del hijo que tendría, y del padrino que pensaba darme. Mi madre se inclinaba por el mariscal de Tavennes, o por el marqués de Urfé. Mi padre convenía en que sería mucho honor para nosotros, pero temió que esos dos señores no creyeran hacerle demasiado honor y entonces, llevado por un justo sentimiento de delicadeza, decidió que lo fuera el caballero de Bélièvre, quien, por su parte, aceptó dando muestras de estima y gratitud. Por fin vine al mundo. A los tres años, ya manejaba un espadín, y a los seis podía tirar a la pistola sin pestañear… Tendría unos siete años cuando recibimos la visita de mi padrino. Este caballero se había casado en Tournai, donde ejercía el cargo de oficial de la condestablía y fiscal de lances de honor, cargos éstos cuya institución se remonta a la época de los juicios por campeones y que después han caído bajo la jurisdicción del tribunal de los mariscales de Francia.

La señora de Bélièvre era muy delicada de salud, y su marido la llevaba a tomar las aguas de Spa. Ambos me cobraron extremado afecto y, como no tenían hijos, rogaron a mi padre que les confiase mi educación, la cual no podía ser atendida con esmero en comarca tan solitaria como era la del castillo de Worden. Mi padre consintió en ello, determinado sobre todo por el cargo de fiscal de lances de honor que ejercía mi padrino, lo cual le hacía pensar que viviendo yo en la casa de Bélièvre, no dejaría de estar imbuido desde temprano de todos los principios que en el futuro habrían de guiar mi conducta. Al principio se trató de hacerme acompañar por García Fierro, porque mi padre consideraba que la más noble manera de batirse era a la espada: con el puñal en la mano izquierda. Género de esgrima completamente desconocido en Francia. Pero como mi padre había tomado la costumbre de tirar a la espada con Fierro todas las mañanas, junto a la muralla, y este ejercicio se había hecho necesario a su salud, no creyó oportuno privarse de él.

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