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Authors: Jan Potocki

Tags: #Novela gótica

Manuscrito encontrado en Zaragoza (16 page)

BOOK: Manuscrito encontrado en Zaragoza
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Todos los días observábamos, mi hermana y yo, que nuestro padre perdía fuerzas. Parecía un espíritu puro que hubiese revestido la forma humana con el único objeto de ser perceptible a los sentidos groseros de los seres sublunares. Un día, por último, nos hizo llamar a su gabinete. Tan venerable y divino era su semblante que mi hermana y yo, cediendo a un movimiento involuntario, caímos de rodillas. Sin hacernos levantar, nuestro padre nos mostró un reloj de arena y dijo:

—Antes de que haya caído toda esta arena, yo no estaré más. No perdáis ninguna de mis palabras. Primero, hijo mío, me dirijo a vos; os he destinado esposas celestes, hijas de Salomón y de la reina de Saba. Su nacimiento no las destinaba a ser sino simples mortales. Pero Salomón había revelado a la reina el gran nombre de aquel que es. La reina lo profirió en el instante mismo del parto. Los genios del gran oriente acudieron y recibieron a las dos mellizas antes de que hubiesen tocado esta morada impura que se llama tierra. Las llevaron a la esfera de las hijas de Elohim, donde recibieron el don de la inmortalidad con el poder de comunicarlo a aquel que eligieran por esposo común. Son estas dos esposas inefables las que vuestro padre ha tenido en vista en su Shir Hashirim, o Cantar de los cantares. Estudiad ese divino epitalamio de nueve en nueve versículos. A vos, hija mía, os destino un himeneo todavía más hermoso. Los dos Thamim, aquellos que los griegos han conocido con el nombre de Dióscuros, los fenicios con el de Kabires; en una palabra, los gemelos celestes. Serán vuestros esposos… ¿Qué digo? Vuestro corazón sensiblehellip; me temo que a un mortal… La arena corre. Muero.

Después de estas palabras, mi padre se desvaneció, y no encontramos en el lugar en que había estado sino un puñado de cenizas brillantes y ligeras. Recogí esos preciosos restos, los encerré en una urna y los coloqué en el tabernáculo interior de nuestra casa, bajo las alas de los querubines.

Podéis imaginar que la esperanza de gozar de la inmortalidad y de poseer dos esposas celestes me infundió nuevo ardor para estudiar las ciencias cabalísticas, pero pasaron años antes de que osara elevarme a tal altura, y me contenté con someter a mis conjuraciones a algunos genios del decimoctavo orden. Sin embargo, atreviéndome poco a poco, ensayé el año pasado un trabajo sobre los primeros versículos del Shir Hashirim. Apenas había compuesto una línea cuando oí un ruido espantoso, y mí castillo pareció desplomarse sobre sus cimientos. Lo cual no me asustó; antes bien, deduje que mí operación estaba bien hecha. Pasé a la segunda línea; cuando la hube terminado, una lámpara que había sobre la mesa saltó hasta el piso, y dando algunos brincos fue a posarse ante el gran espejo que hay en el fondo de mí aposento. Miré en el espejo y vi la punta de dos bonitos píes femeninos; después vi otros dos píececitos. Halagado, me atreví a suponer que esos píes encantadores pertenecían a las celestes hijas de Salomón, pero no creí que debiera llevar más lejos mis operaciones.

Reanudélas a la noche siguiente, y vi los cuatro píes hasta el tobillo. Una noche después, vi las piernas hasta la rodilla, pero el sol salió del signo de Virgo y tuve que interrumpir.

Cuando el sol hubo entrado en el signo de Géminis, mí hermana hizo operaciones semejantes a las mías y tuvo una visión no menos extraordinaria, que no os contaré por la razón de que nada tiene que ver con mí historia.

Este año me preparaba a recomenzar cuando supe que un famoso adepto debía pasar por Córdoba. Una discusión que tuve a su respecto con mí hermana me decidió a ir a su encuentro. Salí un poco tarde y ese día sólo llegué a Venta Quemada. El mesón estaba abandonado por temor a los aparecidos, pero como a mí no me amedrentan resolví instalarme en el comedor y ordené al pequeño Nemrael que me trajera la cena. Nemrael es un geniecillo de naturaleza muy abyecta que suelo emplear en comisiones semejantes, y es él quien fue a buscar vuestra carta a Puerto Lápíce. También fue a Andújar, donde pasaba la noche un prior de los benedictinos, se apoderó sin escrúpulos de su cena y me la trajo. Consistía en ese pastel de perdiz que comimos a la mañana siguiente. Aquella noche yo estaba fatigado y apenas lo probé. Despaché a Nemrael a casa de mí hermana, y me fui a dormir.

En medio de la noche me despertó un reloj que dio las doce. Después de ese preludio, esperaba ver a algún aparecido y hasta me preparaba a echarlo, porque en general son incómodos y enojosos. Me encontraba en esa disposición de ánimo cuando se iluminó una mesa que había en medio del aposento y apareció un pequeño rabino color azul cerúleo, que se agitaba ante un pupitre como hacen los rabinos cuando rezan. No tenía más de un píe de altura, y no sólo su hábito era azul, sino también su rostro, su barba, su pupitre y su libro. Reconocí en seguida que no era un aparecido, sino un genio del vigesimoséptimo orden. Ni sabía su nombre, ni lo conocía para nada. Sin embargo, utilicé una fórmula que tiene algún poder sobre todos los espíritus en general. Entonces el pequeño rabino color azul cerúleo se volvió a mí lado y me dijo:

—Has empezado tus operaciones al revés, y por eso las hijas de Salomón se mostraron a ti enseñándote primero los píes. Comienza por los últimos versículos, y busca primero el nombre de dos beldades celestes.

Después de hablar así, el pequeño rabino desapareció. Lo que me había dicho estaba en contra de todas las reglas de la Cábala. Sin embargo, tuve la debilidad de seguir su consejo. Me puse a estudiar el último versículo del Shir Hashirim y buscando los nombres de dos inmortales, encontré los de Emína y Zebedea. Aunque quedé muy sorprendido, comencé las evocaciones. Entonces la tierra se agitó bajo mis pies de una manera espantosa; creí que los cielos se desplomaban sobre mi cabeza, y caí sin conocimiento. Cuando volví en mí, me encontré en una morada deslumbrante de luz, y en brazos de seres más hermosos que los ángeles. Uno de ellos me dijo:

—Hijo de Adán, recupera el ánimo. Estás en la morada de quienes no han muerto. A nosotros nos gobierna el patriarca Henoch, que ha marchado ante Elohim, y que ha sido alzado a los cielos. El profeta Elías es nuestro gran sacerdote, y su carro estará siempre a tu servicio cuando quieras pasearte por algún planeta. Nosotros somos los Egrégores, nacidos del comercio de los hijos de Elohim con las hijas de los hombres. Verás también entre nosotros algunos Nefelim, pero en escaso número. Ven, te presentaremos a nuestro soberano.

Lo seguí y llegué al pie del trono que ocupaba Henoch; nunca pude sostener el fuego que salía de sus ojos, y no me atreví a levantar los míos más arriba de su barba, que se parecía bastante a esa pálida luz que vemos alrededor de la luna en las noches húmedas. Temí que mi oído no pudiera soportar el sonido de su voz, pero su voz era más suave que la de los órganos celestes. A pesar de todo, la suavizó aún para decirme:

—Hijo de Adán, te traeremos a tus esposas.

En seguida vi aparecer al profeta Elías, llevando de la mano a dos beldades cuyos atractivos no podrían concebir los mortales. Eran sus encantos tan delicados que transparentaban sus almas, y uno percibía distintamente el fuego de las pasiones cuando resbalaba por sus venas y se mezclaba a su sangre. Detrás de ellas, dos Nefelim llevaban un trípode de un metal tan superior al oro como éste es más precioso que el plomo.

Colocaron mis manos en las de las hijas de Salomón y me colgaron al cuello una trenza tejida con cabellos. Una llama viva y pura que salió del trípode consumió en un instante todo lo que yo tenía de mortal. Fuimos conducidos a un lecho resplandeciente de gloria y abrasado de amor. Abrieron una gran ventana que comunicaba con el tercer cielo, y los conciertos de los ángeles acabaron de llevar mi arrobamiento a lo inaudito… Pero al día siguiente me desperté bajo la horca de Los Hermanos y acostado junto a sus infames cadáveres, así como el caballero que nos acompaña. He deducido que tuve que ver con espíritus muy astutos y cuya naturaleza no conozco bien. Mucho me temo que toda esta aventura no me haga mal en el concepto de las verdaderas hijas de Salomón, de quienes sólo he visto la punta de los pies.

—Desgraciado ciego —dijo entonces el ermitaño—, ¿por qué lo lamentáis? En vuestro arte todo es ilusión. Los malditos súcubos que se han burlado de vos hicieron padecer los más atroces tormentos al infortunado Pacheco, y no me cabe duda de que una suerte parecida aguarda a este joven caballero que, por un funesto endurecimiento, no quiere confesarnos sus pecados. Alfonso, hijo mío, arrepentíos; aún estáis a tiempo. La obstinación del ermitaño en pedirme confesiones que no quería hacer me disgustó sobremanera. Respondí bastante fríamente diciéndole que respetaba sus santas exhortaciones, pero que me conducía de acuerdo con las leyes del honor. En seguida pasamos a hablar de otra cosa.

El cabalista me dijo:

—Señor Alfonso, puesto que os persigue la Inquisición y el rey os ordena pasar tres meses en este desierto, os ofrezco mi castillo. Allí veréis a mi hermana Rebeca, que es casi tan bella como sabia. Sí, venid. Descendéis de los Gomélez, y esa sangre tiene derecho de interesarnos.

Miré al ermitaño para leer en sus ojos qué pensaba de esta proposición. El cabalista pareció adivinar mi pensamiento y, dirigiéndose al ermitaño, dijo:

—Padre mío, os conozco más de lo que pensáis. Podéis mucho por la fe. Mis caminos no son tan santos como los vuestros, pero no son diabólicos. Venid vos: también con Pacheco, cuya curación acabaré.

El ermitaño, antes de responder, se puso a rezar y, después de un instante de meditación, se llegó a nosotros con aire sonriente y dijo que estaba pronto a seguirnos. El cabalista se volvió a su derecha y ordenó que le trajeran caballos. Un instante después vimos dos a la puerta de la ermita, con dos mulas a las cuales subieron el ermitaño y el poseso. Aunque el castillo quedara a un día de viaje, según lo que nos había dicho Ben Mamún, llegamos en menos de una hora.

Durante el viaje, Ben Mamún me había hablado mucho de su hermana, y yo esperaba ver a una Medea de negra cabellera, con una varilla en la mano, y murmurando algunas palabras de grimorio, pero esta idea era por completo falsa. La amable Rebeca que nos recibió a la puerta del castillo era la rubia más fascinante y conmovedora que imaginarse pueda; sus hermosos cabellos dorados caían sin arreglo alguno sobre sus hombros. Un vestido blanco la cubría como al descuido, pero estaba cerrado con broches de un precio inestimable. Su exterior anunciaba a una persona que no se ocupa jamás de su apariencia, pero, aunque le prestara mayor atención, hubiera sido difícil que ofreciera un aspecto más atractivo.

Rebeca saltó al cuello de su hermano y le dijo:

—¡Cuánto me habéis preocupado! Siempre tuve noticias vuestras, excepto la primera noche. ¿Qué os sucedió entonces?

—Ya os contaré todo —respondió Ben Mamún—. Por el momento, sólo pensad en recibir como se merecen a los huéspedes que os traigo: éste es el ermitaño del valle, y este joven es un Gomélez.

Rebeca miró al ermitaño con bastante indiferencia, pero cuando detuvo los ojos en mí pareció enrojecer y dijo con tristeza:

—Espero para vuestra dicha que no seáis de los nuestros.

Entramos, y el puente levadizo bajó tras nosotros. El castillo era vasto, y todo parecía muy ordenado en él. Sin embargo, sólo vimos a dos servidores: un joven mulato y una mulata de la misma edad. Ben Mamún nos condujo primero a su biblioteca; era una pequeña rotonda que servía también de comedor. La mulata vino a poner el mantel; trajo una olla podrida y cuatro cubiertos, porque la hermosa Rebeca no se sentó a la mesa con nosotros. El ermitaño comió más que de costumbre y también pareció humanizarse más. Pacheco, siempre tuerto, no pareció sufrir por los espíritus maléficos que lo dominaban. Se mostraba, únicamente, serio y silencioso. Ben Mamún comió con bastante apetito, pero no ocultaba su preocupación. La aventura de la víspera, nos confesó, le había dado mucho que pensar. Cuando nos levantamos de la mesa nos dijo:

—Mis queridos huéspedes, aquí tenéis libros con que entreteneros, y mi negro os dará todo lo que necesitéis. Ahora permitidme que me retire con mi hermana para hacer un trabajo importante. Nos veréis mañana, a la hora de comer.

Efectivamente, Ben Mamún se retiró dejándonos, por así decirlo, dueños de la casa. El ermitaño cogió de la biblioteca una leyenda de los padres del desierto y ordenó a Pacheco que le leyera algunos capítulos. Yo pasé a la terraza que daba a un precipicio, al fondo del cual corría un torrente que no se veía, pero que oíamos rugir. Por triste que pareciera aquel paisaje, me puse a observarlo con extremado placer, o, mejor dicho, me entregué a los sentimientos que me inspiraba su vista. No era melancolía cuanto una especie de aniquilación de mis facultades producida por las crueles agitaciones que me habían amargado en los últimos días. A fuerza de reflexionar sobre lo que me había sucedido y de no comprender nada, ya no me atrevía a pensar en ello por miedo de perder la razón. La esperanza de pasar algunos días tranquilo en el castillo de Uzeda era, por el momento, lo que más me apetecía. De la terraza volví a la biblioteca. Después el joven mulato nos, sirvió una pequeña colación de frutas secas y carnes frías, entre las cuales no había carnes impuras. En seguida nos separamos. El ermitaño y Pacheco fueron conducidos a un aposento, y yo a otro.

Me acosté y me dormí, pero poco después fui despertado por la hermosa Rebeca, que me dijo:

—Señor Alfonso, perdonad que me atreva a interrumpir vuestro sueño. Vengo de trabajar con mi hermano. Hemos hecho las más espantosas conjuraciones para conocer a los dos espíritus que tuvieron con él relación en la venta, pero ni uno ni otro hemos logrado nuestro propósito. Creemos que él fue burlado por los Baalim, sobre los cuales no tenemos poder. Sin embargo, la mansión de Henoch era en verdad tal como él la vio. Todo esto es de gran consecuencia para nosotros, y os rogamos nos digáis qué sabéis de ello. Después de hablarme así, Rebeca sentóse sobre mi lecho, pero parecía únicamente preocupada por los esclarecimientos que me pedía. No los obtuvo, sin embargo, y me contenté con decirle que había empeñado mi palabra de honor de no hablar jamás de lo sucedido.

—Pero señor Alfonso —replicó Rebeca—, ¿cómo podéis imaginar que una palabra de honor empeñada a dos demonios pueda comprometeros? Porque nosotros sabemos que son dos demonios hembras y que sus nombres son Emina y Zebedea. Pero no conocemos bien la naturaleza de esos demonios porque en nuestra ciencia, como en cualquiera de las otras, no podemos saberlo todo.

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