Read Marlene Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Marlene (23 page)

BOOK: Marlene
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—¿No sabe nada de castellano, señor Ralikhanta?

—Ni una palabra, señora. No hablo con nadie, excepto con el amo Eloy, y con él lo hago en hindi, a veces en inglés.

—El señor Cáceres podría enseñarle castellano o contratar a un profesor. Nunca conseguirá relacionarse si no sabe el idioma.

Ralikhanta hizo un gesto como si Micaela hubiese sugerido algo descabellado. La muchacha presintió que se había extralimitado, y, para cambiar de tema, le contó que pronto estrenaría una ópera acerca de la relación amorosa entre una sacerdotisa hinduista y un caballero inglés. Ralikhanta, muy interesado, quiso conocer otros pormenores de la historia, y a Micaela se le ocurrió invitarlo al estreno de
Lakmé.
El hombre se negó a aceptar con la excusa de que el amo Eloy no lo consideraría apropiado, pero la insistencia de Micaela menguó su voluntad y terminó por acceder. Abandonó su sitio, se plantó frente a ella y expresó:

—De hoy en más, señorita, soy su más fiel esclavo.

Mamá Cheia no le quitaba los ojos de encima, lista para saltarle como una leona si intentaba pasarse de listo con su niña. Pero Ralikhanta se inclinó como de costumbre y salió de la cocina. Micaela lo siguió ávidamente con la mirada; aún le quedaban cosas por desvelar, y, pese a que se moría de ganas, no supo cómo preguntarle si el hombre al que había visto aquella noche en La Boca, en un automóvil parecido al de Eloy, era él.

Capítulo XVII

"¡Concéntrate en la ópera o será un desastre!", se dijo en el camerino del Colón. Siguió arreglándose y Tuli le vino a la cabeza. "¡Qué distinto esto de aquello!", pensó. Con Tuli se arreglaba para cantar tangos en un burdel de La Boca; aquí se preparaba para descollar en uno de los teatros líricos más famosos del mundo. Sin embargo, la sensación no resultaba muy distinta.

Alguien llamó a la puerta: un asistente del
régisseur
le comunicó el inicio del espectáculo. Se puso nerviosa, la ansiedad la invadió y comenzó a sacudir las piernas y a retocarse el maquillaje. Llegó Moreschi y, como siempre, le brindó palabras de aliento. Le dijo que en la sala no cabía un alfiler, y que su padre, Otilia y Cheia ya se habían ubicado. Hasta De la Plaza, el presidente, ocupaba el palco oficial.

—¿No vio a Gastón María? —preguntó, llena de esperanzas de que su hermano hubiese salido del escondite para verla cantar. Habían pasado más de tres meses de su huida; eran mediados de septiembre y nada se sabía de él. Su padre no parecía alarmado, y, seguro de que su hijo regresaría cuando se le acabara el dinero, se limitaba a esperar su aparición.

—No, querida, no lo vi. —Micaela bajó la cabeza—. Te dejo —añadió Moreschi después—. Necesito ultimar detalles con Mancinelli.

Se quedó pensando en Gastón María, y desembocó irremediablemente en Varzi. "¿Qué más puedo hacer yo? Hice lo que pude, aunque todo me salió mal." Se sintió descorazonada; por más vueltas que le daba al asunto, nada la tranquilizaba. "Olvida el problema", se dijo sin convicción.

Saludó al público por cuarta vez y la ovacionaron como la primera. En el palco de su familia, Cheia agitaba las manos y su padre, de pie, vociferaba "¡Bravo!" sin recato. Eloy, impertérrito, no le quitaba la vista de encima.

Le costó llegar al camerino; a cada paso debía saludar o aceptar congratulaciones. Moreschi la escoltaba y recibía las muestras de admiración a la par de ella. Por fin, entraron. Ramos de flores y cajas con moños vistosos casi no dejaban espacio. Se dejó caer en el taburete de la
toilette
y se quitó el tocado. A poco, llegó Emilia, una joven designada para ayudarla. Moreschi se calzó las gafas y leyó las tarjetas. El presidente De la Plaza había enviado un arreglo floral especialmente llamativo. Otros, no tan exuberantes, representaban a las familias más encumbradas de la ciudad.

—¿Y esto? —preguntó Moreschi.

—Lo trajo un muchacho minutos antes de que la señorita entrara —explicó Emilia.

—No tiene tarjeta —comentó el maestro.

—¿Me permite ver? —pidió Micaela.

Moreschi le acercó un paquete no muy grande envuelto en papel de seda, atado con un moño verde esmeralda. Se deshizo del envoltorio y, de una cajita, sacó una orquídea blanca, su flor predilecta. Se emocionó y, por más que buscó el remitente, no lo halló.

—Fue usted, maestro —afirmó Micaela, con picardía.

—No, querida —aseguró Moreschi, apenado al caer en la cuenta de que no le había comprado nada.

—¿Quiénes enviaron presentes?

Moreschi repasó los nombres de las tarjetas: De la Plaza, Díaz Funes, Anchorena, Peña, Pinedo, Cañé, Luro, pero nunca dijo Cáceres. Micaela sonrió divertida: la orquídea debía de ser de él, no le cabían dudas.

El éxito de
Lakmé
ocupó todo su tiempo: si no se encontraba en el teatro empeñada en un ensayo o en el arreglo de algún detalle, atendía a los periodistas y críticos; los había de todas las nacionalidades, inclusive uno yanqui, en quien Moreschi tenía puesta su atención en miras al Metropolitan de Nueva York.

Si antes habían abundado las invitaciones, ahora la abrumaban, y debía declinar la mayoría por falta de tiempo. No tardaron en llegar los ofrecimientos para nuevas presentaciones. Mancinelli la quería en su compañía hasta el final de la temporada en el Colón, que, inusualmente, terminaba en noviembre. Importantes teatros de Brasil, Chile, Perú y México la reclamaban, y, como la guerra continuaba en Europa, Moreschi sabía que, tarde o temprano, Micaela terminaría por aceptar alguna de las propuestas.

Sí, el entorno rutilante de esos días, similar al de la Opera en París o al del alia Scala en Milán, la mantenía bastante distraída, pero la noche llegaba e irremediablemente caía con todo su peso. Gastón María representaba siempre su mayor aflicción. Días atrás, mamá Cheia había recibido una esquela donde el joven Urtiaga Four se limitaba a informar que se encontraba bien, y resultó suficiente para tranquilizarla.

Sin querer, su mente divagaba y tomaba derroteros increíbles. A veces, unas ganas locas de bailar el tango la llevaban a ensayar pasos en su recámara, sola, sin música ni compañero, con
La cumparsita
sonándole en la cabeza. Cerraba los ojos y aparecían los de Varzi. Podía sentir su mano férrea circundándola, la rodilla hendida en su entrepierna, el olor de su piel sudada, el brillo de su pelo engominado, su rostro brutal y hermoso. ¡Qué castigo!

En la segunda semana de
Lakmé,
el Colón descollaba como en la primera, siempre lleno, no sólo de porteños sino también de provincianos y gente de países limítrofes.

Terminó de acicalarse sin dificultad; ya lo hacía como un autómata. En el espejo se reflejaba la última orquídea blanca que Cáceres le había enviado, como de costumbre, en la cajita de papel de seda blanco y con el moño verde. Rió, entre halagada y divertida. A pesar de que el misterio se repetía y de que las flores continuaban llegando sin remitente, la actitud enigmática y romántica de Eloy, usualmente hierático y formal, le encantaba. Se había mostrado más atento desde su regreso del Brasil; siempre pendiente, no le quitaba los ojos de encima, y, pese a que, con la muerte de Sáenz Peña y la asunción de De la Plaza, su proyecto para ocupar el Ministerio de Relaciones Exteriores se había visto desfavorecido, no lucía frustrado, al menos no con ella.

—Señorita Urtiaga Four, un minuto y empieza —le avisó Emilia, su asistente, y volvió a dejarla sola.

Micaela salió al escenario y, antes de que le tocara cantar, echó un vistazo disimulado a los palcos más cercanos en busca de gente conocida, en especial de su hermano. Le llamó la atención que el palco de proscenio, usualmente vacío, tuviese el cortinado entrecerrado y que, por un resquicio, asomara la silueta de alguien. No pudo saber de quién se trataba hasta que Varzi descorrió las cortinas y la miró a los ojos. Micaela terminó la
cavatina
a duras penas. Siguió
Nilakantha,
y sobrevino un momento para reponerse, aunque el barítono terminaba pronto y le tocaba a ella otra vez. No lograba concentrarse con Varzi ahí, al alcance de la mano. Hizo un esfuerzo para abstraerse del entorno, pero la turbación no cedía y los del elenco advirtieron su cambio. "Este maldito hombre no va a trastornarme. No me importa que esté aquí", se dijo, sin firmeza, pero tanto lo repitió que el primer acto pasó normalmente.

Micaela se lanzó sobre Moreschi que, entre bambalinas, la veía actuar.

—¡Está Varzi! —exclamó.

—¿Qué Varzi? —preguntó, como un tonto.

—¡Cómo qué Varzi! ¡Maestro, por Dios! ¡Carlo Varzi, el proxeneta! Está ahí, sentado en el palco de proscenio. Más cerca, imposible.

Aunque se sorprendió muchísimo, Moreschi le dio poca importancia para no exacerbar el ánimo de su pupila.

—Bueno, querida, si tiene suficiente dinero para pagar un palco, nadie puede impedirle que lo haga.

Antes de volver a escena, se prohibió mirarlo; no obstante y pese al empeño, en varias ocasiones lo hizo de reojo. Varzi, elegante en su
smoking,
serio como no lo había visto antes, la contemplaba sólo a ella, sin interesar quién cantara. Su actitud la desconcertó; había esperado una sonrisa sardónica, quizá un gesto lascivo, en cambio, se topó con la actitud de un crítico. ¿Por qué la miraba así, con esa intensidad que le hacía perder el control? "¡Deje de mirarme así!", le ordenó con la mente.

Cerró los ojos para entonar "el aria de las campanitas", la más difícil. Al volverlos a abrir y tomar conciencia de que el teatro se venía abajo de aplausos y vítores, entendió que lo había hecho mejor que nunca, y se ruborizó.

Cayó el telón, y el elenco salió a agradecer al público. Micaela avistó el palco de Varzi. No había nadie: Varzi se había ido. Una desilusión aplastante la invadió y abandonó el escenario rápidamente. Llegó al camerino, cerró la puerta deprisa y se dejó caer en un confidente. Emilia le quitó el tocado y los zapatos.

—¡
Madonna mia
! —prorrumpió Moreschi—. ¡Excelente! ¡Soberbio! ¡Magistral! Nunca habías cantado tan bien
Où va la jeune Hindoue.
¡Como un ángel! ¡Como un ángel! —repitió, entre conmovido y entusiasmado, sin conseguir la atención de Micaela que continuaba repantigada en el confidente con la vista perdida y la mente en otro lado.

Moreschi, que no conseguía permanecer quieto, se despidió arguyendo que el director de la orquesta necesitaba cruzar unas palabras con él. Antes de que Alessandro cerrara la puerta, Micaela escuchó las voces alegres del exterior, y su desgano se acentuó.

—¡Ah, me olvidaba, señorita! —prorrumpió Emilia—. Un chico trajo esta carta para usted hace un momento nomás.

Micaela se deshizo del sobre y leyó: "
Un auto te espera en la calle Tucumán, en la esquina con Libertad. C.V.
". El tono imperioso y la precisión de la orden la sedujeron. Rehusó la ayuda de Emilia, a quien despidió sin explicaciones, y se cambió deprisa. Eligió un vestido que aún no había estrenado, diseño de una joven
couturière
que revolucionaba la moda en París por esos días, una tal Coco Chanel. De encaje lila con forro de tafetán en el mismo tono, resultaba osado por lo profundo del escote espejo; muy ceñido a la cintura, no obstante la falta de corsé, largo y acampanado en la parte baja, Micaela lucía espléndida en él. Completó el atuendo con guantes blancos y un sombrero no muy ostentoso. Se envolvió en la túnica y, antes de salir, se perfumó con una loción que Moreschi le había traído de Europa.

Echó un vistazo al hall principal desde
el foyer
y se dio cuenta de que no pasaría inadvertida. Volvió a la zona de los camerinos, y un empleado le indicó la salida por la calle Tucumán. En la esquina la esperaba un automóvil negro y un hombre bien vestido, que la ayudó a subir sin pronunciar palabra. Con los visillos corridos, Micaela no podía ver hacia dónde la conducía. Se inquietó: ¿Qué estaba haciendo? ¿Se había vuelto loca? Sí, loca de remate. Otra vez en las fauces del lobo, otra vez en sus garras como una estúpida. Se había precipitado, pero le pediría al chofer que parara y bajaría. Pasó un momento y se dejó llevar.

El automóvil se detuvo. Micaela miró a su alrededor sin saber dónde se encontraba, aunque algo de ese sitio le resultó familiar. El chofer le indicó la entrada a una casa estilo colonial que le recordó a la del Paseo de Julio.

—¿Dónde estamos?

—En San Telmo, señorita.

¡San Telmo!, barrio de inquilinatos, burdeles y compadritos. Barrio de gente como Varzi. El chofer insistió en que se aproximara a la entrada y agitó una campanilla que colgaba de una cancela de hierro forjado. Una mujer abrió la puerta.

—Adelante, señorita Urtiaga Tour —invitó.

—¿Frida?

—Sí, señorita. Veo que se acuerda de mí. Pase. El señor Varzi la recibirá en un momento. Está esperándola ansiosamente.

La tomó del brazo y casi la arrastró al interior de la casona. En el recibo, le pidió la túnica, el sombrero y los guantes.

—Acompáñeme a la sala, por favor.

Salieron del vestíbulo, cruzaron un patio cubierto por una parra y entraron en una sala apenas iluminada. Ya desde el patio, Micaela escuchó su propia voz en un disco de pasta.

—Tome asiento. Carlo no tardará en venir. —Y se fue.

El fonógrafo sonaba con la interpretación de
Aída
que había grabado el año anterior para la RCA Victor. Curioseó otros discos y vio que Varzi tenía las pocas grabaciones que había hecho. También encontró música de Beethoven, Tchaikovski, Mendelssohn y un disco de
Carmen,
a cargo de otra soprano.

Oyó un ruido en la sala contigua, completamente a oscuras. Distinguió la braza de un cigarro y el brillo lustroso de un cabello engominado. Carlo dio unos pasos y se evidenció en medio de la penumbra. Y aunque esperaba el inevitable encuentro, al verlo ahí, tan cerca, tan real, necesitó apoyarse contra un mueble.

—Hola, Marlene —dijo, en un tono tranquilo, inusual.

—¿Qué quiere de mí?—replicó ella.

Carlo sonrió lastimosamente, apagó el cigarro y avanzó. Micaela trató de hacerse hacia atrás, pero el bargueño se lo impidió. Se deslizó a un costado, sin quitar los ojos de los de Carlo.

—¿Qué quiere de mí? —repitió—. ¿Sabe algo de mi hermano?

No podía culpar a Varzi, había entrado en su juego libremente. Subyugada, se había dejado conducir hasta él, que ahora, de pie frente a ella, lograba dominarla como a una inexperta. Se encontraba tan próximo, a sólo dos o tres pasos, y la miraba como en el teatro, serio, incólume.

BOOK: Marlene
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