Marlene

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Marlene
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Enero de 1914. La famosa soprano
Micaela Urtiaga Four
, conocida en Europa como
La divina Four
, decide regresar a Buenos Aires, su ciudad natal, después de años de ausencia. Sin embargo, el remanso que ansiaba hallar entre sus seres queridos se transforma en un torbellino cuando su vida se vincula repentinamente a la de Carlo Varzi, un proxeneta del barrio de La Boca, un hombre temible y sin escrúpulos, con un pasado tan oscuro como su presente.

Y, aunque Micaela tratará de vencer la atracción que ese hombre ejerce sobre ella, finalmente cederá al impulso que la domina. Remordimientos y temores, deseo y pasión; el conflicto será inevitable. Esta novela, ambientada en el Buenos Aires que vio nacer el tango, retrata la historia de una mujer que lucha por superar sus miedos y defender su amor, y la de un hombre que intenta redimirse en el contexto más denigrante, también por amor.

Florencia Bonelli

Marlene

ePUB v1.0

GONZALEZ
15.09.11

© Florencia Bonelli, 2003

ISBN 950-644-021-2

Impreso en Argentina

Indugraf S.A.

Publicado por Plaza & Janes Editores S.A.

Bajo acuerdo con Grijalbo S.A.

A Miguel Ángel, amore della mia vita.

A vos, Tomasito, como te prometí, como es mi deseo.

"Que el amor lo es todo, es todo lo que sabemos del amor."

Emily Dickinson

Introducción

Cerca de la costa de Buenos Aires, enero de 1914.

Micaela alcanzó la barandilla de cubierta y se reclinó levemente dispuesta a pasar unos minutos a solas. Contempló el paisaje: nada sorprendente, un río turbio y una costa que no lograba divisar por completo. Sin embargo, a medida que el barco avanzaba, y que todo se volvía más nítido, la ansiedad la poseía.

Hacía quince años que no pisaba suelo argentino y, aunque era su patria, sospechaba que no se sentiría como en casa. Habían pasado muchas cosas desde el día en que mamá Cheia la embarcó en ese paquebote rumbo a Suiza. Ahora era otra persona, muy distinta a aquella niña de ocho años.

A pesar de lo encaminada que parecía su vida, Micaela sabía que aún quedaban cuestiones por zanjar. Siempre desasosegada, sentía que algo le faltaba. Sonrió con sarcasmo. ¿Quién iba a imaginar que
la divina Four
suponía que algo le faltaba? Para el resto, ella era una mujer dichosa.

¿Por qué volvía a la Argentina? ¿Qué la traía de nuevo? No tenía la menor idea; una fuerza invisible la había hecho regresar; prácticamente, la había arrastrado hasta allí. Después de la muerte de Emma, no lo meditó mucho, compró el pasaje y viajó a Buenos Aires, y sus amigos pensaron que necesitaba alejarse un tiempo.

—¡Ah!
Mademoíselle
Urtiaga Four, aquí está —el capitán del barco interrumpió sus cavilaciones—. Hace rato que llevo buscándola.

—Salí a cubierta a tomar el fresco y a mirar el paisaje —explicó Micaela, sin mayor entusiasmo, cansada del cortejo del capitán.

—¿Hace mucho que no viene a Buenos Aires?—preguntó el hombre.

—Más de quince años. Mucho tiempo, ¿verdad?

—Ya lo creo. Lo único que puedo decirle es que no va a reconocerla. Buenos Aires es otra.

—Eso me han dicho. ¿Usted viene seguido?

—Una o dos veces por año. En cada viaje descubro algún cambio. El estilo colonial que la caracterizaba ya no existe. Ahora se parece más a una ciudad europea. Tiene grandes palacetes y avenidas anchas con lindas arboledas. El famoso cabildo sufrió mucho en esta metamorfosis urbana. Algunos se quejan, pero el gobierno no les hace caso. ¡Cómo será el cambio que hasta subterráneos tienen los porteños!

Micaela lo miró sorprendida. Alguien llamó al capitán, que se excusó arguyendo unos asuntos impostergables, y la dejó sola. Micaela volvió la mirada a la costa. Se encontraban próximos a llegar. El corazón le latió con fuerza. A esa altura de los acontecimientos, ya tenía deseos locos por desembarcar. Se alegró al pensar en mamá Cheia y en Gastón María, las dos únicas personas que le importaban.

Otra vez se puso triste. Fijó la vista en el movimiento ondulante del río y volvió a sus recuerdos amargos. El peor de todos pertenecía a Buenos Aires.

Capítulo I

Buenos Aires, mayo de 1899.

Ese sábado, los niños Urtiaga Four habían deseado ver a su madre todo el día. Gastón María se encaprichó y no hubo forma de que tomara la leche ni el aceite de hígado de bacalao. Micaela, más sumisa, se encerró en su dormitorio y no volvió a salir.

Eran pequeños y no entendían por qué su madre siempre estaba en cama, indispuesta, la mesa de noche abarrotada de frascos oscuros, médicos que iban y venían, el rostro desolado de su padre, y ahora, la novedad de unas jaquecas que no la dejaban vivir.

Ya eran casi las siete de la tarde. La nana Cheia pensó que era una hora prudente para que Micaela y Gastón María visitaran a la patroncita, y así se los hizo saber. Los niños corrieron en dirección a la alcoba de su madre. La negra Cheia, no tan joven y excedida en peso, los seguía con dificultad.

—¡Chicos, parecen un malón! ¡Por amor de Dios! ¡No entren así en la pieza de su madre que se le parte la cabeza!

Al llegar al dormitorio de la patrona Isabel, Cheia encontró la puerta entornada; los niños ya habían entrado. Miró y no vio a nadie. Se encaminó al tocador y, al trasponer la puerta, el cuadro con el que se topó la dejó estupefacta: la señora Isabel, inconsciente dentro de la tina, con las muñecas tajeadas y los niños contemplándola en silencio.

Su propio grito la sacó del trance, a ella y al pequeño Gastón María, que dio un alarido, se soltó de la mano de su hermana y salió corriendo.

Micaela, inalterable, miraba a su madre. El agua sanguinolenta chorreaba y casi le tocaba la punta de los zapatitos. Los ojos de la niña alternaban entre el rostro céreo de Isabel y una navaja en el piso. Absorta, no escuchaba los alaridos de Cheia, ni se daba cuenta de que Gastón María ya no le sostenía la mano, ni de que los sirvientes se agolpaban en la entrada. Se aproximó a la tina decidida a despertar a su madre.

—¡No, Micaela!

La niña sintió un jalón, alguien que la apartaba. Pataleó, gritó y sacudió los brazos como loca. Cheia la tomó por la cintura y la alejó de allí.

Micaela no recordaba a su madre sino en cama, con el rostro enfermizo y el gesto melancólico. Isabel, la hermosa actriz llena de vida, pertenecía a una leyenda que le fascinaba escuchar. Le habían contado que, sobre el escenario, su madre provocaba angustia con su llanto, risas desenfrenadas con sus ocurrencias, suspiros con su belleza. Después de verla, la gente no salía igual de los teatros, pues Isabel llegaba a las fibras más sensibles de las personas. Su público la amaba.

El joven Rafael Urtiaga Four la conoció en la cúspide de su carrera, cuando el Teatro Politeama vibraba cada noche con sus funciones. Rafael tuvo suerte con ella; un
dandy
de la sociedad porteña como él, con relaciones y vínculos por todas partes, siempre conseguía lo que deseaba. Y a ella la deseaba, y mucho. Un amigo los presentó una noche después del teatro.

Isabel lo atrapó en su huracán y lo hechizó con su hermosura. Rafael la amó desde el primer día. Ella también se le entregó, con el mismo ardor con que hacía todo; no, con mayor pasión aún: estaba loca por él.

Se casaron al poco tiempo y ninguno de los Urtiaga Four prestó su consentimiento; la boda resultó un escándalo familiar. "¡Una actriz!", exclamaban, con la palabra "prostituta" en la cabeza.

El matrimonio pasó algunos años sin tener hijos, lo que encolerizaba a las damas de la familia, pero Isabel deseaba continuar en la actuación y un bebé resultaba un escollo. Rafael la comprendía, seguro de que el tiempo le despertaría las ansias de ser madre.

Rafael e Isabel eran esposos, amantes, amigos, compañeros, socios, una perfecta amalgama entre hombre y mujer. Cada uno vivía lo suyo, y, sin embargo, lo compartían todo. Ella proseguía con sus obras teatrales y él con la administración de las estancias. De todas formas, siempre existía un momento para ambos.

Hasta que Isabel quedó encinta. Su embarazo fue una tortura desde el primer momento. Náuseas, vómitos, desmayos sus tobillos y manos se hinchaban y la presión le subía a los cielos. En los últimos meses, la barriga era descomunal y los huesos le dolían tanto que parecían descoyuntarse. Subió de peso y perdió las formas de su silueta Se le manchó la piel del rostro y su cabello rubio se tornó opaco.

Los mellizos Urtiaga Four nacieron el 6 de mayo de 1891, antes de lo previsto. Eran pequeñitos, pesaban muy poco. Los llamaron Micaela y Gastón María.

Después de un parto difícil, el médico y la comadrona creyeron conveniente mantenerla sedada. Pálida y sin fuerzas a causa de la pérdida de sangre, Isabel durmió varios días, narcotizada con un brebaje a base de opio.

Una enfermera, contratada especialmente, le sacaba la leche y se la daba a los niños. A poco, comenzó a ser escasa y los mellizos chillaban de hambre. La enfermera intentó con leche de burra, pero no les gustaba y la mayoría de las veces la vomitaban.

—A la señora se le secó el pecho, señor Rafael. Lo mejor va a ser que contrate a una nodriza —le aconsejó la mujer, preocupada por la salud de los recién nacidos.

—Sí, está bien —respondió Urtiaga Four, desganado—. Haga lo que le parezca, señorita.

Graciela o Chela, como la llamaban, una negra oriunda del Uruguay, perdió a su bebe de apenas una semana y deseó morir con él. El desconsuelo y la amargura la abrumaron. Un cura amigo, el padre Miguel, fue su sustento y estímulo. Le dijo que Dios había querido evitarle a Miguelito los sufrimientos de esta vida llevándoselo junto a Él, convirtiéndolo en un ángel.

Al día siguiente del entierro, el sacerdote llegó a la parroquia con un ejemplar de
La Nación
en la mano. Le leyó a Chela con bastante ánimo.

–"Ama de leche se necesita Calle Paseo de Julio número 424 ". ¿Qué te parece, Chela? Con toda esa leche que te desborda vas a poder alimentar a algún bebé que lo necesita.

Esa mañana, Chela y el cura Miguel comparecieron ante la Inspección de Nodrizas y solicitaron el certificado que la acreditara como apta para la lactancia. Gracias a la intervención del clérigo, los trámites se aceleraron, y, en pocos días, Chela contó con su habilitación para amamantar hijos ajenos.

Sin perder tiempo, se apersonó en la calle Paseo de Julio número 424. Se encontró con una casona vieja, estilo virreinal, muy grande e importante. Le abrió una doméstica y le indicó que aguardara en el vestíbulo. A poco, una enfermera de punta en blanco le pidió que pasara a una salita contigua, donde la entrevistó. Le contó que había recibido a muchas nodrizas, pero que ninguna la había complacido; o no le agradaba la presencia, o no tenían la papeleta en orden, o no traían referencias.

—Yo tengo todo, señorita —aseguró Chela—. La papeleta en orden y las referencias.

Le alcanzó dos sobres, uno con el certificado de la Inspección de Nodrizas y otro con una carta de recomendación del cura Miguel. La enfermera quedó impresionada, en especial con la esquela suscrita por el párroco. Además, le gustó el aspecto de la mujer.

—Está bien. Podes empezar a trabajar hoy mismo, si querés.

Chela, feliz en medio de su amargura, supo que las cosas le irían bien allí.

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