Read Marlene Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Marlene (32 page)

BOOK: Marlene
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—¿Por qué reprimía sus sentimientos, señor Cáceres? —fue lo que articuló, casi sin pensar.

—Por miedo. Sí, por miedo —repitió, al ver la expresión de ella—. Yo no soy nadie. Usted, en cambio, es la mejor soprano del mundo, aclamada donde quiera que vaya. Usted es hermosa, además de buena, pura y juiciosa. Usted es perfecta, Micaela. —Y le besó las manos con un fervor inusitado—. Usted es
la divina Four
y yo no sé si tengo derecho. Yo no soy nadie.

—No diga eso, señor Cáceres, por favor. Usted es un excelente hombre. Aspira a la Cancillería de la Nación; no creo que ése sea un puesto para un don nadie. Yo lo admiro y lo respeto. Y aunque lo decepcione, señor, permítame decirle que estoy muy lejos de ser perfecta. Créame.

—¡No, no! ¡Usted sí es perfecta! —aseguró, exaltado—. Yo no me canso de observarla. Todo lo hace bien y con corrección. Es una dama para caminar, para hablar, para comer, para todo. Nada lo hace mal. Canta como los ángeles, además de ser buena persona, de tener una nobleza sin parangón. Usted, Micaela, con su belleza y su don, podría ser soberbia y vanidosa. En cambio, es toda dulzura y bondad. Y yo la amo por ser así. Usted es pura, muy pura. —Y volvió a besarle las manos—. Micaela, adorada Micaela, cásese conmigo. Cásese conmigo y sálveme.

Se quedó mirándolo fijamente, sin pestañear, llena de dudas. Cáceres no era un chiquillo, sino un hombre de casi cuarenta años. ¿Tanta pasión le inspiraba para provocarle deseos de abandonar su letárgica y cómoda soltería? ¿Tanto la amaba? Había demasiadas cosas de que hablar, cuestiones que resolver, reparos que aclarar.

—No crea que por casarse conmigo perderá su libertad —se apresuró Eloy, pues había malinterpretado el silencio de Micaela—. Podrá seguir con su carrera como hasta ahora.

Ni por un segundo había pensado en su carrera. En realidad, estaba pensado en Carlo Varzi. La puerta se abrió y Nathaniel entró. Al verlos tan próximos y con las manos tomadas, se detuvo en seco y quedó
in albis.
Se repuso de inmediato e hizo ademán de salir.

—Por favor, señor Harvey —llamó Micaela—, no se vaya. Pase, por favor. De todas formas, yo ya me iba. Mañana tengo un día agotador.

Eloy le echó un vistazo desesperado, pero no musitó.

—Sí, por supuesto —acordó Nathaniel, adusto—. Todos tenemos que trabajar mañana. Mejor nos vamos, Eloy.

Micaela se asomó a la puerta y llamó al mayordomo, que se presento con los sombreros y bastones, y acompañó a los señores a la salida.

Al día siguiente, Micaela bajó a desayunar temprano. Cheia y su padre, sentados a la mesa, conversaban animadamente; Rafael, con el diario en la mano, explicaba una noticia, mientras la nana asentía con gravedad. Al verlos desde la puerta, Micaela pensó en la alegría que les causaría si les contaba acerca de los sentimientos del señor Cáceres y la propuesta de matrimonio; su padre, en especial, se mostraría complacido. Y mamá Cheia, con tal de saber lejos al fantasma de Carlo Varzi, le prestaría su consentimiento sin hesitar.

—¿Qué haces aquí?

Moreschi la sorprendió por detrás y juntos entraron al comedor. Micaela saludó con un beso a su nana y a su padre y tomó asiento.

—¿Te sentís bien, Micaela? —preguntó Cheia—. Tenés ojeras. ¿Dormiste bien, querida?

—No, realmente, no.

Cheia y Moreschi la miraron con compasión. Días atrás habían comentado lo taciturna y callada que la encontraban, y estuvieron de acuerdo en la razón de su tristeza.

—Sí, es cierto, no te ves nada bien —opinó Rafael.

Continuó una retahíla de consejos que la joven recibió de buen grado, con la actitud de quien sabe que nada de lo que le ofrezcan aliviará su pena.

—Hoy salgo para la estancia de Azul —dijo Rafael, a continuación—. Voy a pasar unos días con mi nieto. ¿Por qué no me acompañas, hija? El aire de campo y ver a tu hermano y a tu sobrino te van a sentar muy bien.

Ni Cheia ni Moreschi apoyaron la moción, y Micaela la rechazó de raíz. Los días que siguieron fueron de relativa calma en lo de Urtiaga Four sin el desfile de amigos y conocidos del senador. Otilia, aprovechando la ausencia de su esposo, incrementó sus horas fuera de casa y sólo regresaba para dormir. Cheia había aceptado la invitación y partido junto a Rafael al campo de Azul. Con Moreschi y la música por toda compañía, Micaela ansiaba la agitada vida social del año anterior sólo para no pensar. La calma del verano porteño la exasperaba y la predisponía peor aún.

En ausencia de su padre, Eloy no visitó la casa. En más de una oportunidad, Micaela se sintió tentada a enviarle un mensaje con una invitación a cenar, pero no lo hizo. Después de la conversación que habían sostenido, la idea de volver a verlo la aterraba. Sin embargo, aceptaba que lo echaba de menos. Echaba de menos sus conversaciones, siempre interesantes, su caballerosidad y buena educación, los partidos de ajedrez y la copa que tomaban en el
fumoir,
en definitiva, echaba de menos a Eloy porque la alejaba de sus penas y le daba paz. Sí, paz. Sus ojos claros eran un remanso y su voz profunda y suave, una melodía que la aletargaba.

Cheia y su padre regresaron de la estancia a mediados de febrero. Pasó una hora, y Micaela aún continuaba escuchando acerca de las gracias y encantos de su sobrino.

—Sin duda, es igualito a mí —aseveró Rafael.

—Discúlpeme, señor —dijo Cheia—, pero no creo que se parezca a usted en un pelo. Es morenito y además tiene esos ojitos achinados y pequeños. Sinceramente, no sé a quién se parece.

Cheia se calló de súbito cuando vio el rostro demudado de Micaela, que se disculpó y salió. La nana la encontró en su dormitorio, llorando. La abrazó y le prodigó palabras de consuelo; le aseguró también que ningún dolor duraba la vida entera.

—Después de que murió mi bebé —continuó la negra—, pensé que nunca volvería a ser feliz, que nunca volvería a sonreír. No pasó mucho y Dios me los puso a ustedes dos en el camino, mis dos angelitos. Y no te voy a negar que, cada tanto, se me asoma una lágrima cuando pienso en mi Miguelito, pero luego escucho tu voz o la de tu hermano llamándome o pidiéndome algo, o cuando me dan un beso o me dicen que me quieren, y ahí tengo mi recompensa, mi alivio a tanto sufrimiento. —Cheia cambió el gesto para decirle—: Tenés que olvidar a ese hombre. El no era bueno para vos. A su lado, solamente ibas a encontrar sufrimiento y humillación.

—Yo quiero olvidarme de él, mamá, te lo juro, pero, ¿cómo hago?

—El tiempo, querida. El tiempo te va a curar las heridas. Y mientras tanto, búscate otro amor, trata de amar a otro hombre. Moreschi siempre me cuenta la cantidad de pretendientes que tenías en Europa. Aquí, en Buenos Aires, yo misma he visto cómo te miran los amigos de tu hermano o los de tu padre. Pero tenés que abrir tu corazón, predisponerte bien. Si te empecinas con ese prostibulero, no vas a ver más allá de tus narices.

Las palabras de Cheia la transportaron al día en que, moribunda, Marlene le había dado su último consejo. "Prométeme algo, Micaela. Prométeme que no te olvidarás de amar. Que buscarás a un hombre a quien quieras con todo el corazón y que te casarás con él. No hay otro modo de ser feliz en este mundo que amando, créeme."

Micaela llamó a la puerta del estudio de su padre y entró. Al verla, Eloy se puso de pie con presteza.

—Buenas tardes, señor Cáceres. Hacía tiempo que no venía a visitarnos —comentó, con cierta alacridad que desorientó a Eloy—. Parece que solamente la presencia de mi padre lo atrae a esta casa.

—No, en absoluto, señorita. Encuentro agradable la compañía de toda la familia de don Rafael. Lo que sucede es que mi trabajo me ha mantenido más que ocupado estos días.

Micaela captó la impaciencia de su padre; evidentemente, había interrumpido una conversación importante.

—Muy bien, señor Cáceres. No lo entretengo más. Mi padre luce ansioso por continuar su charla. Si me hace el favor, cuando termine con él, lo espero en la sala de música. Quiero hacerle un comentario. —Dio media vuelta y abandonó el despacho, sin percatarse de que dejaba a Eloy en medio de una agitación que supo ocultar a los ojos de Urtiaga Four.

Media hora después, Micaela detuvo la
Marcha turca
que ejecutaba en el piano y lo invitó a pasar.

—¿Una taza de té? —ofreció a Cáceres, y le indicó el sofá—. Está recién hecho. Cheia acaba de traérmelo.

Eloy agradeció el té y tomó asiento después de Micaela. Por un momento, sólo se escuchó el golpeteo de las cucharas contra la loza, tintineo que casi acaba con la cordura de Cáceres, que intentaba lucir tan incólume y hierático como de costumbre. Micaela, en cambio, estaba tranquila.

—No tuvimos oportunidad de conversar después de lo de la otra noche —empezó la joven, y levantó la vista: Eloy se había congelado, con la taza a medio camino entre su boca y el plato. Ocultó una sonrisa y prosiguió—: Discúlpeme si en aquella oportunidad no le dije nada. Me tomó tan de sorpresa que...

—No, por favor, señorita, no se disculpe. El que debe disculparse soy yo. Todavía no me explico cómo me atreví a importunarla con mis estupideces. Le aseguró que no volverá a suceder y...

—¿Estupideces?

—Le pido que me disculpe. Me dejé llevar por un impulso y lo único que conseguí fue molestarla. No volverá a ocurrir. De ahora en más...

—Señor Cáceres, ¿quiere decir que retiró su propuesta?

Aturrullado, Eloy tartamudeó y debió dejar la taza sobre la bandeja.

—¿Ya no quiere casarse conmigo?

—¡No, claro que no! ¡Digo, claro que

quiero casarme con usted! Digo que
no
retiré mi propuesta matrimonial. Aún sigue en pie. ¿Puedo permitirme pensar que usted la ha considerado y que desea ser mi esposa?

—Sí, acepto ser su esposa.

Eloy saltó del sofá y arrastró a Micaela con él. La rodeó con los brazos y la apretujó contra el pecho.

—Micaela, querida Micaela. No puedo creer que me hayas aceptado. No puedo creerlo. —La separó un poco de sí para preguntarle—: ¿Estás segura? ¿No vas a arrepentirte? Mi situación, me refiero, mi situación económica es muy diferente a la de tu padre. Yo no voy a poder brindarte los lujos a los que estás acostumbrada, pero, te prometo, trataré de complacerte en lo que pueda. Nada te va a faltar y...

Micaela lo acalló apoyándole un dedo sobre los labios y, en puntas de pie, lo besó.

El nombramiento de Eloy como nuevo canciller llegó al poco tiempo y, junto con él, la inminencia de un viaje a Norteamérica. Como de ningún modo se iría sin casarse, el matrimonio se adelantó varios meses, y Micaela no presentó objeción. Tampoco Otilia, pese a saber que los días no le alcanzarían para preparar la boda. Aceptó el cambio de fecha de buen grado, sin chistar. Con tal que su sobrino desposara a la hija del senador Urtiaga Four, ya sabría ella cómo arreglárselas.

Rafael sentía una alegría inefable y Cheia y Moreschi, gran alivio. Gastón María, en cambio, escribió una larga carta a su hermana donde le expresó su desacuerdo y dijo de todo acerca de su futuro cuñado. Después de mucho rogar, Micaela logró convencerlo para que asistiera a la boda, aunque Gioacchina y el niño permanecerían en la estancia, en compañía de la señora Bennet.

Nunca se manifestó tanto como en los días previos a la boda la diferencia de criterio entre madrastra e hijastra. Sin embargo, como Micaela no estaba dispuesta a desperdiciar días enteros en los preparativos de un evento que duraría pocas horas, delegó la organización en Otilia, previa imposición de tres condiciones: la fiesta no superaría los sesenta invitados; no habría anuncios en los periódicos —se mantendría en absoluta reserva—; y la ceremonia religiosa no tendría lugar en la mansión, como se acostumbraba entre los de la clase alta, sino en la Iglesia de la Merced, donde se habían casado su padre y su madre.

—¡En la Merced! —se escandalizó Otilia—. Pero si queda en la peor zona de la ciudad. ¡Qué espanto! ¡Qué dirán nuestras amistades!

Micaela intentó mantener la calma y explicarle sus motivos.

—Después de todo —acotó Otilia, sarcástica—, el hecho de que tu padre y tu madre se hayan casado en ese lugar no es de buen agüero si tenemos en cuenta la forma en que terminó ese matrimonio.

El comentario, inopinado y cruel, la dejó sin habla y, hasta que Otilia abandonó la habitación, no pensó ni dijo nada. Sólo consiguió asombrarse por lo distinto que era Eloy de la mujer que lo había criado; esta idea desembocó en otra: lo poco que conocía al hombre con el que se casaría, y, aunque se angustió la tarde entera, al llegar Eloy a la hora de la cena, su sonrisa y su mirada le devolvieron el buen ánimo.

A Micaela le habría gustado que Eloy la invitara a los Estados Unidos, pero como no se lo proponía y la fecha se aproximaba, decidió pedírselo.

—Me encantaría llevarte conmigo, querida, pero es imposible. ¡Oh, Micaela, no te pongas triste, te lo suplico! Sé que sos muy comprensiva, y quizá estoy abusando. No me cabe la menor duda de que ninguna mujer aceptaría que su esposo partiese de viaje el día después de la boda, pero ésta es una misión muy importante para mi carrera. Me atrevería a decir que es decisiva. Con la guerra en Europa y las presiones que recibe la Argentina para abandonar su neutralidad, las conversaciones con los norteamericanos son importantísimas. No tendré tiempo para nada más y no quiero descuidarte. Por lo menos, aquí estás con tus familiares. En Washington, estarías sola el día entero. Cuando regrese, te prometo, tendremos nuestra luna de miel.

El día de la boda, la familia Urtiaga Four madrugó. La ceremonia se celebraría cerca del mediodía y restaban algunos detalles. Cheia entró en el dormitorio de Micaela y, muy alterada, la obligó a levantarse, la ayudó con el vestido y la atosigó con recomendaciones. Micaela sonrió: por lo visto, sólo ella mantenía la calma. Rafael estaba emocionado; Otilia, insoportable; Gastón María, que había llegado de Azul la noche anterior, insistía en su malhumor, en completo desacuerdo con la elección de Micaela. La joven no concebía tanto descaro por parte de su hermano y se preguntaba con qué autoridad juzgaba a un hombre como Eloy, trabajador, culto y educado.

Al entrar en la iglesia del brazo de su padre, y encontrarse con la mirada y el gesto feliz de su prometido, Micaela se convenció de que hacía lo correcto. No amaba a Eloy Cáceres, pero lo respetaba y le tenía gran afecto, y, con la convicción de que con el tiempo llegaría a quererlo, juró frente al altar serle fiel.

BOOK: Marlene
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