Marlene (35 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Marlene
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El inglés aceptó gustoso. Tomaron asiento. Harvey habló primero y comentó sobre la guerra. Enterado de cuestiones escalofriantes, las detallaba con una precisión que la exasperaba, y, sin importarle la palidez de la joven, proseguía con el relato.

—Por favor, Nathaniel, le ruego cambiar de tema. No puedo soportar las atrocidades que me cuenta.

—¡Disculpe, Micaela! ¡Qué falta de tacto! Un poco de té le sentará bien. —Le acercó la taza y la instó a beber. Arrastró la mano a través de la mesa y tomó la de ella—. Micaela, usted es tan frágil y tierna, ¿cómo pude perturbarla con estos relatos? Mire su rostro, tan pálido. No voy a perdonarme haber ensombrecido su belleza. Sus hermosos ojos por un instante se han oscurecido. ¡No tengo perdón!

Micaela apartó la mano y lo miró seriamente. ¿Qué se proponía ese hombre? ¿Acaso estaba insinuándose? A medida que transcurrían los días y que su relación se profundizaba, Nathaniel Harvey se revelaba como un hombre enigmático.

Se había olvidado de Carlo Varzi. Sí, se había olvidado; seguro. Volvió a mirarse en el espejo. Sí, cuestión superada. Permaneció quieta, con la vista fija en su propia imagen. Mentira, no lo había olvidado ni un ápice. Si no, ¿por qué repetía como necia: lo he olvidado, lo he olvidado? Hacía meses que no sabía de él y la idea de que aún existiera en alguna parte, de que viviera su vida como si nada, se le hacía insoportable. ¿Qué diablos tenía ese hombre que no podía arrancarlo de sus pensamientos?

Eloy llegaría al día siguiente y, con él, la paz que ansiaba. Recorrió la casa por enésima vez: verificó que la platería brillara, arregló los ramos en los jarrones, enderezó los cuadros, quitó pelusas de los cojines y ordenó a Marita repasar los muebles. La casa debía lucir perfecta para causarle una buena impresión.

La misión en Norteamérica había sido un éxito. Un grupo numeroso de políticos y amigos recibió a Eloy y a su comitiva en el puerto de Buenos Aires. A Micaela le costó llegar a su esposo y, cuando lo consiguió, debió compartirlo con Otilia que lo atosigó a preguntas.

—¿Conociste al presidente Wilson? ¿Fuiste a la Casa Blanca? ¿Es tan lujosa como dicen? ¿Qué otros lugares visitaste? ¿Conociste a alguien famoso?

Eloy intentaba responderle con paciencia, al tiempo que echaba vistazos condescendientes a su mujer. Pareció una eternidad, pero, luego de un almuerzo en lo de Urtiaga Four y una reunión con los políticos más conspicuos, el matrimonio Cáceres se marchó a su hogar.

Por el momento, nada resultaba como lo previsto: las reformas no complacieron a Eloy en absoluto, y, en lugar de evaluar los arreglos y las nuevas adquisiciones, se limitó a preguntar por los muebles viejos, los cuadros del pasillo, las cortinas de
voile
que habían pertenecido a su abuela, y a comentar lo molesto que sería acceder a la sala principal por ese lado; más tarde, llegó Harvey y se quedó a cenar. A juicio de Micaela, la sobremesa duró demasiado, y el inglés la prolongó hasta agotar los temas con una minuciosidad exagerada.

No le importó la buena educación, ni el invitado de su esposo, y adujo cansancio para levantarse de la mesa, con deseos de ahorcar a Eloy al escucharlo decir: "Hasta mañana, querida, que duermas bien". Se encaminó a su dormitorio hecha una furia, que se convirtió en pena cuando encontró a mamá Cheia acomodando el ajuar sobre su cama. Permaneció de pie en la puerta con los ojos cálidos de lágrimas.

—¿Por qué no te sentaste a cenar con nosotros, mamá? —preguntó, al recobrar la compostura.

—¿Tuviste tiempo de decirle a tu esposo que estoy viviendo aquí?

—No, todavía no le comenté nada. No estuve un minuto a solas con él. Encima, Harvey se quedó a cenar. ¿Qué tiene que ver con lo que te pregunté?

—Tu esposo no es un hombre fácil, Micaela. Tengo miedo de que no acepte mi estadía en esta casa.

—Esta casa también es
mi
casa. Vas a vivir aquí porque así lo he decidido.

Le costó conciliar el sueño; dio vueltas en la cama y pensó mucho hasta que el cansancio la venció. En medio de la noche, la despertaron unos gritos desgarradores. Se aventuró al pasillo, donde vislumbró a Ralikhanta que se desplazaba como una sombra hacia la habitación de su esposo. Se asomó a la puerta dominada por el miedo: el indio, a fuerza de sacudidas, intentaba despertar a Cáceres de un mal sueño. Aturdido, Eloy se incorporó, tomó la medicina que le alcanzaba Ralikhanta y lo despidió inmediatamente después. Micaela lo interceptó en el corredor.

—¿Qué pasó, Ralikhanta? ¿Qué fueron esos gritos?

—¡Señora! —se sobresaltó el hombre—. Nada, no se preocupe. Vuelva a la cama. Ya pasó todo.

—¡Ralikhanta, por favor! ¡Dime qué le sucedió a mi esposo!

—El señor Cáceres sufrió una fiebre muy mala en mi país. Desde entonces, de noche, suele tener pesadillas. Ya tomó su medicina, pronto volverá a dormirse.

Entró en el dormitorio de Eloy, que aún permanecía erguido en su cama, pálido y sudado.

—¿Entendés por qué no quiero que duermas conmigo? —musitó—. Sería una tortura para vos soportar mis pesadillas casi todas las noches.

Micaela le sonrió desde la puerta y se animó a avanzar a una seña de Eloy. Tomó un pañuelo de la mesa de noche, lo mojó en el aguamanil y se lo pasó por la frente. Le rozó las mejillas y le besó los labios.

—Micaela, mi amor, no te merezco. Sos demasiado para mí. Soy un egoísta. No te merezco.

—No digas nada y bésame —susurró ella.

Cáceres la rodeó con sus brazos y le llenó el rostro de besos. La tumbó sobre la cama suavemente, le acarició el cuerpo y la despojó del
déshabillé.
Micaela se abstrajo e intentó concentrarse en la pasión de su esposo, afanada en sentir igual; no obstante, a poco desistió, pues el anhelo no surgía de su cuerpo, y, aunque Eloy se esforzaba en complacerla y mostrarse excitado, su efusividad era fingida y vacilante. Tan distinto a Carlo Varzi. El recuerdo de ese hombre en semejante instancia la atormentó y debió controlar el impulso de quitarse a Eloy de encima.

—¡No, no puedo! —prorrumpió Cáceres, y se tendió a su lado—. No puedo —repitió, y se llevó las manos al rostro.

Micaela lo observó boquiabierta antes de pronunciar palabra.

—Eloy, querido, ¿qué pasa? ¿Te sentís mal?

—Micaela —murmuró Eloy, y se arrojó a sus brazos—. No te merezco, no te merezco.

—Está bien, Eloy, no te preocupes. Tal vez ésta no sea la mejor noche. Acabas de llegar de un viaje largísimo, has tenido un día muy duro, y, para colmo de males, la pesadilla que tanto te alteró. Mañana lo intentaremos de nuevo. No te preocupes.

—¿Acaso estoy con un ángel? —se preguntó Eloy—. ¿Cómo puedes ser tan comprensiva? No, Micaela, no puedo complacerte porque estoy enfermo. Los médicos me lo dijeron, pero yo pensé que, amándote como te amo y siendo tan hermosa como sos, podría superar mi impotencia.

—¿Impotencia?

—Hace más de un año sufrí una fiebre muy extraña en la India. Casi muero. Durante días permanecí inconsciente y, cuando volví en mí, estaba tan débil que no podía mantener los ojos abiertos. Poco a poco, fui recuperándome, aunque esa maldita peste me dejó baldado para siempre. Ya no soy un hombre, soy un despojo.

—¡No digas eso, Eloy! —se enojó Micaela—. Sí que sos un hombre. Un gran hombre. No puede ser que esa enfermedad te haya causado tanto daño. ¿Consultaste a otros médicos?

—Los médicos en la India me dijeron que no había nada que hacer. ¡Micaela, perdóname! ¡Te lo suplico! ¡Perdóname! Te juro que no quise engañarte. Te amo. Sos la mujer que siempre quise como compañera. No quise hacerte daño.

—Por supuesto que no quisiste hacerme daño, querido. No te atormentes.

—Sería justo si quisieras abandonarme y anular nuestro matrimonio. Estás en tu derecho. Y continúo siendo un egoísta por desear con todo mi corazón que siempre estés a mi lado. No podría vivir sin vos. ¡No me abandones, por favor!

—Tranquilízate, Eloy, no voy a abandonarte —expresó, insegura—. Estoy convencida de que algo se puede hacer. No creo que en la India existan los mejores médicos. Consultaremos a otros especialistas. Alguna solución tiene que existir.

—¡No me dejes, mi amor! —La apretujó tan fuerte que Micaela sintió dolor en las ijadas—. ¡No podría vivir sin vos! ¡Ayúdame, mi amor! ¡Sálvame!

Se compadeció de su esposo, vulnerable como un niño, y, sin reflexionar, le repitió que no lo abandonaría.

Capítulo XXV

Antes de casarse, no obstante la oposición de su maestro, Micaela había decidido tomarse un año sabático, deseosa de atender a su esposo y ocuparse de su nuevo hogar. Pronto, las ilusiones se hicieron añicos y entendió que el canto constituiría el mejor refugio.

Moreschi se entusiasmó y sin pérdida de tiempo evaluó y organizó los ofrecimientos. El teatro municipal de Santiago de Chile recibió de buen grado la aceptación de
la divina Four
para participar en el Festival de Beethoven a principios del año siguiente, tanto en la ópera
Fidelio
como en la Novena Sinfonía. A finales de noviembre, y como cierre de la temporada, el Colón estrenaría
La flauta mágica,
de Mozart, y Micaela interpretaría a
La Reina de la noche.

Sus actividades la mantenían ajetreada, lejos de pensamientos escabrosos y problemas sin solución inmediata. De todas maneras, el temple ambiguo de Eloy la sumía en la mayor de las desesperanzas; por momentos, la dulzura y el encanto lo convertían en una persona adorable; en otros, se tornaba hosco y solitario. A causa de su deficiencia física, se subestimaba, y creía ver en cada hombre un posible amante de Micaela. La celaba de todos, a excepción de Nathaniel Harvey, quien, a juicio de la joven, sostenía la única insinuación notoria, rayana en la insolencia. Si antes Harvey le había resultado gracioso y afable, ahora lo encontraba afectado y falso.

La situación conllevaba cierta dificultad, y requería tacto y prudencia. Según Eloy, durante su enfermedad en la India, Nathaniel Harvey se había mantenido incondicionalmente a su lado; lo cuidó y veló noches enteras. Inclusive, lo trasladó a su casa y ordenó a sus sirvientes que lo atendieran como a un rey, en especial a Ralikhanta, a quien deslindó de las demás responsabilidades domésticas. El mismo Harvey hablaba con los médicos y se encargaba de conseguir las medicinas, escasas y costosas. El agradecimiento cubría con una venda los ojos de Eloy y le impedía aquilatar los deméritos de su amigo. Sin duda, Nathaniel Harvey ejercía una ostensible ascendencia sobre su esposo.

Por más que se esforzaba, Micaela no podía amar a Eloy Cáceres; lo apreciaba y se compadecía de él, pero nada más. Después de la noche de la confesión, la armonía y el buen trato caracterizaron su relación, y el conocimiento que cada uno tenía del otro parecía de años. Si Cáceres se mostraba dispuesto, conversaban largo y tendido; si ostentaba ese gesto adusto, Micaela se retiraba y lo dejaba solo en su estudio. Al principio le resultó incómodo, incluso chocante, pero, con el tiempo, Micaela se acostumbró a las visitas nocturnas de su esposo, y, pese a que no tenían acercamientos amorosos, conversaban como viejos amigos.

—¿Por qué te fuiste a vivir a la India? —le preguntó Micaela una noche que lo notó más afable que de costumbre.

—Me fui a la India siguiendo a una mujer —respondió llanamente—. ¿Te acordás que te conté que mi tía me envió a estudiar a Cambridge?

—Sí, me acuerdo.

—En Londres, conocí a la hija de un general británico. Iniciamos una relación. Al cabo de un año, me dijo que a su padre lo trasladaban a la India y que ella debía ir con él. No podíamos casarnos todavía; recién graduado, yo no tenía un céntimo, y ella estaba acostumbrada a la buena vida. Como ya trabajaba en la compañía de ferrocarriles, pedí el traslado a la India y me lo concedieron. Era raro que alguien se aventurara de buen grado a esas tierras lejanas. Como ya sabes, en la India contraje esa enfermedad. Los médicos hablaban a diario con mi prometida y, cuando le dijeron que yo... Bueno, que yo había quedado incapacitado, rompió nuestro compromiso y regresó a Inglaterra. Nathaniel me contó que se casó con un general inglés, colega de su padre.

—Cuánto lo lamento, Eloy. No sabía que, además de todo, habías sufrido un desengaño amoroso. Lo siento. ¿La querías mucho?

—Sí, la quería mucho, pero de nada sirvió. Me abandonó porque no iba a poder complacerla en la cama. Yo tenía mucho más para darle. El amor no puede reducirse solamente a eso. Yo tenía mucho más para darle —reiteró, nostálgico.

—¿Cómo se llamaba?

—Fanny Sharpe.

—Lindo nombre. Seguro que es bonita.

—¿Estás celosa? —inquirió Eloy, con una sonrisa.

—¿Celosa? No. ¿Por qué habría de estar celosa?

—Me encantaría que estuvieras celosa de Fanny.

Eloy abandonó la silla, la tomó por la cintura y la acercó a su cuerpo. Le susurró que la amaba y la besó febrilmente. Por primera vez, Micaela sintió la pasión sincera de su esposo y se dejó llevar, inmersa en un mundo de ilusiones que resurgieron después de tanto tiempo.

—Micaela, no, por favor. No puedo. —La separó de su pecho y apartó la vista—. Perdóname, me dejé llevar y te ilusioné, pero no puedo.

Micaela controló su agitación, que en ese momento la humillaba sobremanera, y se acomodó la bata y el cabello,

—Está bien, querido, no te aflijas. Algún día podrás.

—No, nunca voy a poder. ¿No lo entendés? Nunca voy a poder.

—No seas pesimista, Eloy. Acordamos consultar a otros médicos. Quizá, lo tuyo tenga cura. Entonces...

—¡Entonces, nada! —se irritó Cáceres—. ¡No me exijas algo que nunca te voy a poder dar! Me llena de frustración. Ya te dije lo que los médicos diagnosticaron, ¿por qué insistís? ¿Para atormentarme aun más?

—Siempre es bueno pedir una segunda opinión —afirmó Micaela, de mal modo—. No te podés quedar con lo que te dijeron los doctores de la India, un país tan primitivo.

—No te equivoques, Micaela, la India no es un país primitivo. Lejos de eso, está lleno de una sabiduría que vos nunca entenderías. —Luego de una pausa, agregó—: Pensé que eras distinta, pero veo que sos igual a todas. Igual a Fanny. Lo único que te importa es la cama. Otras cosas importantes, que yo podría darte como nadie, no te interesan. —Dejó la habitación e hizo temblar las paredes de un portazo.

Al día siguiente, Eloy le pidió perdón. Micaela se lo concedió, pero su cariño se había resentido, y supo con certeza que, más allá de la posible recuperación de su esposo, nunca compartiría la cama con él. Abandonarlo en ese momento significaba enterrarlo vivo; decidió esperar, con sus expectativas puestas en que superase la impotencia, para luego pedirle la separación sin culpas. En el ínterin, su relación continuaría como hasta entonces, armoniosa, llena de cumplidos y halagos, pero no volvería a existir un acercamiento físico entre ellos.

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