Read Marlene Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Marlene (54 page)

BOOK: Marlene
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La compañía exportadora e importadora de Carlo creció con el tiempo y llegó a ser de las primeras en el orden nacional, con filiales en los países más importantes de América y con perspectivas de abrir otras en las principales capitales europeas una vez finalizada la guerra. Años más tarde, Varzi se encontró en posición de comprar una casa moderna y lujosa en el mejor barrio de Buenos Aires, idea que Micaela rechazó aduciendo que no sería lo mismo bailar el tango en un elegante salón revestido de mármol, con
boiseries
doradas, que en el solado del patio de la parra. Los periodistas y admiradores lo tomaron como una excentricidad de la gran soprano, y el barrio de San Telmo cobró popularidad.

Moreschi debió alquilar un departamento e instalarse por su cuenta, y se empeñó en hallar un sitio amplio, con buena acústica para los ensayos de su discípula, ya que ninguno le resultaba apropiado en lo de Varzi. Después del escándalo, temió por la carrera de Micaela, y se exasperaba al verla tranquila, ajena a toda preocupación.

—No se desanime, maestro —decía la joven—, cuando anunciemos que ya estoy bien, lista para regresar al escenario, lloverán los contratos.

Micaela no se equivocó, los contratos llovieron, y el del Metropolitan Opera de Nueva York resultó el más tentador para empezar, según el criterio de Alessandro Moreschi, que anhelaba esa oportunidad desde hacía largo tiempo. Rara vez Micaela viajaba sola, Carlo la acompañaba generalmente, y aprovechaba las ocasiones para concretar nuevos negocios o controlar las filiales.

Restablecida por completo y con la autorización de Joaquín, Micaela declaró cuanto sabía a la policía y, tiempo después al juez, respecto de su esposo y de los aterradores momentos vividos en el sótano de la casa de la calle San Martín. Sus dichos, en completa concordancia con los de los restantes testigos e implicados, terminaron por sepultarlo. Micaela no quería tocar el tema con Carlo, se ponía irritable, pero ella necesitaba saber y por eso apelaba a Moreschi, que cada tanto hablaba con los abogados y le informaba acerca de la situación. La demora para que Cáceres fuera definitivamente condenado radicaba en la controversia planteada en el seno de la junta de siquiatras que debía establecer si Eloy estaba loco o en completo uso de sus facultades. Mientras unos aseguraban que Cáceres debía pasar el resto de sus días en un hospicio para enfermos mentales, otros, impresionados por su inteligencia y por la absoluta conciencia que tenía sobre la realidad y sus actos, sostenían que el destino final debía ser la cárcel. Finalmente, y luego de someterlo a varios exámenes y revisiones, Eloy Cáceres partió rumbo a la prisión de Tierra del Fuego, donde vivió más de veinte años, hasta la mañana en que un guardia lo halló colgado del techo de su celda con una carta dirigida a Micaela. La misiva llegó a poder de Carlo, que, sin leerla, la echó al fuego de la cocina.

La oposición y el enfado de Carlo no la acobardaron, y Micaela contrató al mejor abogado en Derecho Penal de Buenos Aires que consiguió disminuir la condena de Ralikhanta al esgrimir, entre otras atenuantes, la presión bajo la que había actuado en los crímenes, la demostración de buena voluntad al llamar a la policía y la colaboración prestada durante la investigación. Dos años más tarde, Ralikhanta quedó en libertad y, aunque intentó ver a su antigua señora, Micaela no quiso recibirlo; se limitó a enviarle dinero con Mudo y Cabecita para que abandonara el país. Ralikhanta regresó a la India, al seno de su familia empobrecida, y se dedicó, al igual que sus primos y hermanos, a la cría de cabras.

Habría sido una afrenta regresar a Europa después de tantos años y no cantar primero en la Ópera de París; así se lo hizo entender Alessandro Moreschi a Micaela, y Micaela a Carlo, que aceptó a regañadientes y con una condición: terminadas las funciones en París, viajarían directamente a Napóles, donde buscaría a la familia de su madre.

La guerra y sus desaciertos eran cosa pasada, y dos años habían bastado para que Europa recuperara en parte el esplendor de fines del siglo XIX. En la capital francesa las plazas volvieron a poblarse de flores, las tiendas a abarrotarse de mercaderías, las mujeres a sonreír y lucir sus vestidos, y los hombres a fumar habanos y leer el periódico en el
Café de la Paix.

Micaela, Carlo y Moreschi llegaron a París a principios de abril de 1920. Cheia y Frida, que después de una larga disputa territorial en la casona de San Telmo habían acordado una paz tácita y comenzaban a entenderse, declinaron la invitación. "Mis huesos no están para esos traqueteos", esgrimió la nana, mientras Frida adujo la tristeza que le provocarían tantos recuerdos y no tener a Johann para compartirlos. De todos modos, no les faltaría compañía, Mudo, Cabecita y Tuli se ocuparían de ellas, incluso el maestro Cacciaguida había prometido visitarlas.

Varzi encontró a París fascinante y, pese a que Micaela estaba demasiado ocupada con los ensayos y arreglos previos al estreno, no se desanimó y la recorrió solo. Alternó las horas del día entre museos y visitas a potenciales clientes. Sin embargo, ansiaba llegar a Napóles y conocer a los Portineri, aunque la perspectiva de que no quisieran recibirlo entraba dentro de las posibilidades; después de todo, él era hijo de Varzi.

Micaela no se detenía un segundo, repartida entre el teatro y los compromisos sociales. Estaba nerviosa y sensible, quería visitar a sus antiguas amistades, responder a las invitaciones y, a su vez, ensayar para
Lucia di Lammermoor,
un personaje complejo desde el punto de vista lírico y dramático. A la noche llegaba tan agotada al hotel que apenas si cruzaba dos palabras con Carlo, y él, que había pasado el día prácticamente solo y que tenía necesidad de ella, al encontrarla distante y ensimismada, se sentía dejado de lado.

La noche del estreno, el teatro completo, envuelto en un murmullo continuo y persistente, aguardaba con expectación la entrada en escena de su gran diva, que después de seis años de ausencia, le hacía el honor a París. Moreschi entraba y salía del camerino sin motivo alguno, en el corredor pegaba unos cuantos gritos a los empleados y regresaba, tomaba asiento, se servía un vaso con agua que no probaba y suspiraba largamente.

—Maestro, por favor —se quejó Micaela—, va a lograr que me ponga nerviosa.

—No puedo evitarlo —se justificó Alessandro—. No has tenido tiempo suficiente para ensayar, y
Lucia
es un personaje difícil. Además, con ese maldito viaje que me hiciste hacer no pude revisar tu desempeño en el último acto.

—El
régisseur
y el director Mirolli están muy conformes.

—Solamente yo puedo juzgar tu desempeño, yo, que te conozco como nadie.

—¿Vio a Carlo, maestro?

—Sí —gruñó Moreschi.

—Y, ¿cómo estaba?

—Como siempre, serio, con cara de malo.

Micaela se descorazonó, consciente de que lo había descuidado. Escuchó el timbre que anunciaba el comienzo del primer acto, y no pudo seguir pensando en él; alguien llamó a la puerta y le indicó que se apresurara.

Los temores del maestro Moreschi carecían de sustento:
la divina Four
asombró nuevamente. Los espectadores la aplaudieron hasta que les ardieron las palmas, y la obligaron a saludar más de veinte veces. Carlo, desde los primeros asientos de la platea, la contemplaba con orgullo, mientras ella recogía flores del escenario y lanzaba besos.

En el camerino la esperaban ramos y regalos, gente importante que deseaba saludarla y algunos periodistas ansiosos por entrevistarla. En medio del bullicio, de las caras sonrientes, los besos, los abrazos y las congratulaciones, Micaela pasó más de una hora, hasta que el camerino se vació y pudo desmaquillarse y quitarse el traje. Llamaron a la puerta, y se apresuró a abrir.

—¡Carlo! —exclamó, y se arrojó a sus brazos—. Me hacías tanta falta.

—Esta noche te tengo solamente para mí —anunció Varzi, de mal modo—. Me harté de cenas, recepciones y bailes. Basta, no aguanto más.

—Perdóname, sé de sobra que te tengo olvidado, pero, entendeme, tenía tantas cosas que hacer...

—Shhh. No hables.

La abrazó y la besó con las ansias contenidas de esos días solitarios en París. La respuesta apasionada de Micaela lo excitó, y le habría hecho el amor en el camerino si alguien no hubiese golpeado la puerta.

—No abras —ordenó Varzi, y la tumbó en la poltrona.

—Carlo, por favor —rogó ella, e intentó zafarse.

Varzi la liberó de mala gana y se echó sobre el diván. Micaela recibió a un empleado del teatro que le extendió una tarjeta.

—Dígale que pase —indicó al muchacho, después de leerla—. Rápido, que lo estoy esperando.

Varzi se puso de pie y vio entrar a un hombre mayor, de unos ochenta, ochenta y cinco años, de distinguido
smoking,
con una melena blanca peinada hacia atrás y un bastón de plata que llevaba más por elegancia que para apoyarse.

—Señora Varzi —dijo el hombre—, es un honor conocerla.

—Gracias, muchas gracias por haber venido. —Micaela le tomó las manos y lo invitó a pasar—. Temí que no viniera, el señor Moreschi me comentó que a usted no le gusta viajar.

—Es cierto, ya estoy viejo, prefiero quedarme en casa, pero una oportunidad como ésta no podía perderla.

El hombre clavó la mirada en Carlo, que observaba la escena con impaciencia.

—Permítame presentarle a mi esposo...

—Permítame hacerlo yo mismo, señora Varzi —pidió el hombre, y Micaela se apartó.

El anciano se paró frente a Carlo, le apoyó la mano sobre el hombro y le dijo:

—Tu madre era mi única hija.

Varzi sintió un golpe en el pecho, las piernas le temblaron y los ojos se le humedecieron. Miró al viejo y a Micaela, a Micaela y al viejo; las palabras no le salían y él que quería preguntar tantas cosas. Consciente de la sorpresa y la turbación de su nieto, Portineri lo invitó a sentarse y pidió a Micaela un vaso con agua.

—Los dejo solos —dijo la joven segundos después, y salió.

Antes de cerrar la puerta, echó un vistazo a su esposo, que, pese a las lágrimas, tenía el semblante iluminado. No quedaba nadie en el corredor, sólo se percibía el lejano bullicio del
foyer.
Se sentó a esperar. Ya lo había decidido, se lo diría esa noche cuando regresaran al hotel después de cenar con el señor Portineri, seguramente. Entrarían en la habitación, Varzi exultante, ella feliz de verlo feliz, se besarían, se tocarían, él le quitaría la ropa con pocos miramientos, como siempre, le haría el amor sin límites y luego, desnudos y tibios en la cama, enredados en los brazos y en las piernas del otro, ella le susurraría: "Será una nena y la llamaremos Marlene."

Reseña Bibliográfica

FLORENCIA BONELLI

(Córdoba, Argentina, 1971) se licenció en Contabilidad y trabajó en este campo basta que, a finales de los años noventa, decidió volcarse de lleno a su vocación: escribir novelas románticas. Su primer libro,
Bodas de Odio
, se publicó en noviembre de 1999.

En todos sus libros, la autora confirma su pasión por la historia de Argentina, su gran fuente de inspiración, no sólo en los aspectos más conocidos, sino también y sobre todo en lo que tiene que ver con el ámbito doméstico y privado de épocas pasadas, en especial en lo que concierne a la vida de las mujeres.

MARLENE

Micaela Urtiaga Four es la soprano más exitosa de los teatros líricos europeos de principios del siglo XX. Pero la soledad, las pérdidas y los recuerdos pueden más que todos los aplausos y la joven decide: regresar a su tierra natal, Argentina.

Sin embargo, el remanso que ansiaba hallar en Buenos Aires se convierte en un torbellino cuando su vida se ve repentinamente vinculada a la de Carlo Varzi, un proxeneta del barrio de La Boca, hombre bajo y sin escrúpulos, con un pasado tan oscuro como su presente.

Así, la soprano favorita de la Opera de París se verá obligada a cantar tangos en medio de un ambiente sórdido y desconocido, en uno de los burdeles de Carlo Varzi, bajo el seudónimo de Marlene.

Aunque tratará de vencer la atracción que ese cafishio de La Boca ejerce sobre ella, finalmente cederá al impulso que la domina. Remordimientos y temores, deseos y pasión se enfrentarán, y el conflicto será inevitable.

Esta novela, ambientada en la Buenos Aires que vio nacer el tango, los conventillos y el cocoliche, muestra cómo los sentimientos se niegan a reconocer clases sociales y realidades económicas. Retrata la historia de una mujer que lucha para superar sus miedos y defender su amor, y la de un hombre que intenta redimirse en el contexto más denígrame, también por amor.

BOOK: Marlene
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