Read Marlene Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Marlene (48 page)

BOOK: Marlene
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—Ella es una mujer famosa, tiene el esposo apropiado para su posición social. ¿Arriesgaría todo por mí?

—Eso y más —aseguró Frida.

Carlo escuchó el automóvil que venía de dejar a Micaela, tomó el saco, se calzó el chambergo y salió. Buscaría sosiego en las oficinas del puerto, trabajar siempre mitigaba su aflicción.

En la previsión de su largo encuentro con Micaela, Varzi les había dado la tarde libre a Mudo y a Cabecita, que mataron el tiempo entre un prostíbulo de La Boca y vueltas ociosas por la ciudad. A media tarde, hartos de boyar sin sentido, Cabecita propuso tomar una grappa en un boliche de Avellaneda que hacía meses no visitaban. La pulpería, decorada al viejo estilo, con mostrador forrado en chapa de estaño y un grifo largo y curvo rematado con un pico de ave, pertenecía a un caudillo conservador, dueño, además, de garitos y burdeles, amigo de Carlo Varzi desde los tiempos de don Cholo. Ruggerito, su matón personal y encargado de la pulpería, salió a recibirlos.

—¡Ey, Cabecita, Mudo! ¿Qué andan haciendo por estos lares? Hacía tiempo que no mostraban
hjeta.

—Andamos muy ocupados —dijo Cabecita—. El Napo nos tiene como maleta
e'turco
, todo el día de aquí pa'allá.

—Y vos, Mudo —se interesó Ruggerito—, siempre tan conversador, ¿eh? Como vieja e'feria.

Mudo lanzó un gruñido y se acomodó en una mesa, secundado por su compañero y el encargado del boliche, que pidió tres grappas y una picada.

—¿Qué le
sapa
al Napo? ¿Se
piantó
o qué? El jefe y yo nos quedamos de una pieza cuando vino a ofrecer el burdel de San Telmo. Después nos
chamuyaron
que había vendido todo.

—Ahora se dedica a otros asuntos —dijo Cabecita, y se echó la grappa al coleto.

—A mí no me
engrupís,
Cabeza —siguió Ruggerito—. Al Napo le pasó algo
pesao
para largar todo de un día pa'otro. Dale,
chamuyame.

Mudo comía y bebía apaciblemente, atento a las palabras de su compañero, listo para acallarlo de un codazo si hablaba de más, aunque no necesitó hacerlo, se acalló solo atraído por una mujer de aspecto ramplón y movimientos exagerados, que, con un vestido calzado a la fuerza y sombrero negro de largas plumas rojas, salió de la parte trasera del boliche.

—No sabía que aquí también tenían
minas
—comentó Cabecita, devorándola con los ojos.

—Hace poco improvisamos unos cuartuchos con unas
catreras
al fondo, para los empleados de las curtiembres, ¿sabes? No piden mucho, un lugar para tirarse y una
mina
para ponérsela.

La mujer se aproximaba en dirección a la puerta, insensible a los manoseos de los parroquianos y abstraída de los piropos subidos de tono que le vociferaban quienes la tenían fuera de alcance. Cabecita le salió al paso y le sonrió con galantería.

—Como me gustaría ser ese lunar para estar cerca de tu boca —dijo, e intentó tocarle la marca artificial sobre el labio. La mujer le devolvió la sonrisa y le palmeó la pelada.

—Otro día, chiquitín —prometió—. Ahora me espera un cliente. —Y le indicó el automóvil lujoso estacionado a la puerta.

Cabecita se quedó perplejo al reconocer el Daimler–Benz del esposo de Micaela y a Ralikhanta al volante. La prostituta cruzó la vereda y subió a la parte delantera del coche, que hizo chirriar las gomas cuando arrancó.

—Si estás caliente, Cabeza, te puedo dar otra
mina
—ofreció Ruggerito—. Amanda estaba pedida de antes.

—No, no, está bien —dijo el matón, y tiró unos billetes sobre la mesa—. Tenemos que irnos. Vamos, Mudo.

—¿Ya se van? Pero si todavía no me
chamuyaste
qué carajo le pasa...

—Después, otro día. Vamos, Mudo, vamos.

A pesar de que mamá Cheia le insistió hasta el hartazgo que comiera, Micaela apenas sorbió unos tragos de leche tibia.

—¿Estás segura de que no llegó Eloy, mamá? A lo mejor se encerró en su estudio.

—Habría escuchado el coche —interpuso la mujer—. O habría visto a Ralikhanta. Si llega, te aviso, no te preocupes.

—Ya es muy tarde —dijo, con la vista en el reloj de pared que daba las nueve y media.

—A lo mejor se acordó que tenía una cena en el Club del Progreso o en el Jockey, y no pudo avisarte.

—Eso ni vos lo crees —replicó la joven—. Si tuviera una cena o una reunión, como decís, habría vuelto a bañarse y cambiarse. Sabes muy bien cómo es de quisquilloso con la pulcritud y el buen aspecto. Estoy segura de que está furioso conmigo y anda por ahí destilando veneno.

Mamá Cheia dejó la habitación muy apesadumbrada, no le gustaba ni medio el rumbo que tomaban los acontecimientos. Micaela apagó la luz y trató de conciliar el sueño, y, aunque la leche tibia solía ayudarla a dormir, dio vueltas en la cama sin conseguirlo, hasta que, acalorada y con jaqueca, decidió ir a la cocina a tomar agua.

La casa le dio miedo. Nunca le había gustado esa enorme residencia estilo colonial que, a pesar de la mano maestra de Christophersen, no había conseguido quitarse de encima la tristeza ni disimular la enorme cantidad de años mal llevados. Se sirvió limonada en la cocina y se sentó a la mesa a saborearla, mientras se entretenía curioseando la canasta de labores de Cheia, llena de tejidos, bordados y otros primores para Francisco.

—Buenas noches, señora —saludó Ralikhanta.

—¡Ralikhanta, casi me matas del susto! —lo reconvino.

—Disculpe, señora, pensé que me había escuchado llegar.

—¿Y el señor Cáceres?

—En lo del señor Harvey, señora.

—Me dijo Cheia que habían estado buscándome.

—Sí, señora.

—Y... ¿Adonde fueron a buscarme?

—A lo de la familia Alvear, al Conservatorio y a la sede de las Damas de la Caridad.

—¿El señor está muy enojado?

—Bastante, señora.

—Imagino que no habrás... Quiero decir, que no... Me refiero al señor Varzi.

—No, señora —mintió Ralikhanta, sin mirarla a los ojos.

—Gracias —dijo Micaela, aliviada—. ¿Por qué no vas a buscar al señor a lo de Harvey y le decís que aquí estoy, esperándolo?

—Será mejor que por esta noche deje las cosas como están —sugirió el indio—. Por lo menos, hasta que se le pase la rabieta. Yo sé lo que le digo.

Micaela apenas asintió, desconcertada con la actitud de Ralikhanta, que solía guardarse de hacer comentarios por el estilo.

—Mañana por la mañana te necesito a las nueve —le dijo después.

Ralikhanta se inclinó, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad del patio.

—¡Si yo hubiese ido al volante no se nos escapa! —chilló Cabecita.

Mudo siguió conduciendo. Se encontraba suficientemente molesto con la persecución frustrada al chofer de Micaela para soportar la cantinela de Cabecita. El indio se había percatado del seguimiento y, demostrando habilidad en el manejo, los había eludido como a unos novatos.

—Vamos a contarle al Napo —dijo.

—¡No, ni loco! —saltó Cabecita—. Nos va a colgar de las pelotas cuando sepa que lo perdimos. Me juego lo que sea que el chofer de Marlene aprovechó la tarde libre igual que nosotros y buscó un poco de
garufa
fácil con una puta. ¿Qué mal hay en eso? Mejor volvamos a lo de Ruggerito a
encurdelarnos
con ginebra de la buena. A lo mejor, la
minita
que se fue con el chofer de Marlene ya volvió y nos
chamuya
algo.

Mudo giró en la siguiente esquina y enfiló hacia Avellaneda.

—¡Ey, Cabeza, te quedaste caliente con Amanda! —vociferó Ruggerito al verlos entrar—. Es linda la guacha, ¿no?

—¿Ya volvió? —preguntó Cabecita.

—¡Uy, sí que te pegó fuerte!

—¿Volvió o no volvió?

—Hoy no es tu día de suerte, Cabeza. Amanda todavía anda de
garufa
con el tipo ése que la vino a buscar esta tarde.

—¿Sabes cuándo vuelve?

—¡Qué
berretin
te agarraste! ¿No te sirve otra?

Se escuchó un jaleo en la puerta. Ruggerito, Mudo y Cabecita voltearon a ver. Un hombre pálido y agitado pedía casi a gritos por el encargado del local, y, al ubicarlo, se acercó a paso rápido.

—¡Patrón! —exclamó, sin aire—. ¡Ha sucedido una desgracia, patrón!

—¿Qué pasó, Chicho? —increpó Ruggerito—. ¡Vamos, habla!

—Se trata de Amanda, patrón. Está muerta. La mató el "mocha lenguas".

Cabecita y Mudo intercambiaron miradas de espanto.

—¿Que qué? ¿Cómo te enteraste? ¿Quién te dijo?

—No me lo dijo
naides,
patrón, yo mismito la vi. Estaba aquí cerca, a unas diez cuadras. Vine corriendo. —Y sorbió la ginebra que le alcanzó un parroquiano—. Me llamó la atención un
quilombo
de gente en la puerta de un hotel, todos queriendo chusmear lo que pasaba. Estaba lleno de
canas
y había un periodista que hacía preguntas. Yo me zampé en medio y justo alcancé a ver cuando sacaban el cadáver. Y era Amanda, patrón, yo mismito la vi, con estos ojos, se lo juro.

Guiados por Chicho, Mudo, Cabecita y Ruggerito se apersonaron en el hotel. Poco quedaba del escándalo referido, sólo unos policías apostados en la puerta, transeúntes curiosos y algunas vecinas quejumbrosas. Los policías saludaron a Ruggerito con familiaridad y le ratificaron que se trataba de otro crimen del "mocha lenguas".

—Hacía tiempo que no aparecía —añadió un agente.

—Es la primera vez que ataca de día —informó otro—. Parece que fue a media tarde. ¡Qué hijo de puta, con toda impunidad!

—¿Ya identificaron
el fiambre?
—quiso saber Ruggerito.

—Todavía no. Una puta, seguro, pero no sabemos quién es.

—¿Y la lengua? —preguntó Cabecita.

—Todavía la están buscando.

Les permitieron entrar. Subieron por una escalera angosta y medio destartalada hasta el primer piso donde encontraron al conserje, descompuesto y lloroso, que juraba y perjuraba al policía que él no había visto ni oído nada.

—Yo le di la llave a la mujer y después la vi subir con un hombre.

—Descríbanos a ese hombre.

—No me fijé. Además, la recepción es oscura y yo soy corto de vista.

El policía continuó indagándolo inútilmente, el hombre no aportó nada sustancioso. Cabecita se asomó al cuarto, que encontró en perfecto estado, incluso la cama estaba tendida. Paseó los ojos con detenimiento y avizoró un pequeño charco de sangre. Al lado, el inconfundible sombrero negro con plumas rojas.

Capítulo XXXII

Regina, mal dormida y preocupada por la suerte de su amiga, se apersonó a primera hora de la mañana siguiente en lo de Cáceres, donde encontró a Micaela ojerosa y pálida que sorbía sin ganas una taza de café.

—Veo que tampoco pudiste descansar —comentó.

—Eloy todavía no volvió. No sé dónde pasó la noche ni qué está pensando de mí. Yo no quería que las cosas se dieran así.

—Quizá se quedó trabajando toda la noche —sugirió Regina.

—No creo. Ralikhanta me dijo que ayer por la tarde, después de buscarme inútilmente, le pidió que lo llevara a casa de Harvey.

—¡Oh, qué manía tiene con el inglesito! —se quejó Regina—. Deberías contarle lo sinvergüenza que es con vos, a ver si se da cuenta, de una vez y por todas, quiénes son sus verdaderos enemigos.

—Me resulta extraño que le haya pedido a Ralikhanta que lo lleve a lo de Harvey. Ayer por la mañana me pareció que peleaban.

—No me digas. ¿Y por qué peleaban?

Regina se desilusionó ante la ignorancia de su amiga, que sólo pudo figurarse una discusión de negocios.

—Estaré lista en unos minutos —indicó Micaela, al ver a Ralikhanta.

—¿Pensás salir?

—Tengo que devolver algunas visitas y comprar regalos para Navidad. Nada importante. No aguanto quedarme aquí a esperar que Eloy se digne a aparecer. Mejor salgo un poco y me distraigo. ¿Querés venir?

—Me encantaría —aseguró la Pacini—. Pero Marcelo me pidió que lo acompañe a un almuerzo y me mata si lo dejo plantado.

Micaela se adentró en la casa para terminar de arreglarse, y Regina prometió esperarla. Cheia le ofreció una taza de café y la dejó sola en el comedor, entretenida con el diario
Crítica
que nadie había tocado.

—¡Hombre del demonio! —vociferó, con la vista en el periódico.

—¿Qué pasa? —quiso saber Micaela, que justo entraba.

—De nuevo ese asesino, el "mocha lenguas" —explicó Regina—. "Ayer por la tarde fue hallado en las inmediaciones del barrio de Avellaneda, en el hotel familiar Esmeralda, el cadáver de una mujer de aproximadamente treinta años. Según informó el comisario Camargo, el
modus operandi
del asesino corresponde al del ya conocido mocha lenguas... bla, bla, bla... Se trataría de otra mujer de la mala vida, que llevaba larga y rizada peluca negra y un lunar dibujado sobre el labio... bla, bla... La lengua no pudo ser encontrada."

—Pensé que no volvería a ocurrir —farfulló Micaela—. Pensé que esa pesadilla se había acabado.

Regina dejó el periódico y terminó su café.

—Me voy, querida —anunció—. Tengo muchas cosas que hacer antes de ese almuerzo. ¡Sé que me aburriré soberanamente!

Micaela apenas balbuceó unas palabras de despedida y permaneció de pie en medio del comedor con Polaquita y Sonia en la cabeza, estremecida al imaginar el tormento que habrían vivido a manos de ese hombre. El ruido del automóvil la volvió a la realidad.

—Tu padre y yo iremos al cementerio a visitar a tu madre —comentó Cheia, que la esperaba en el recibo—. Quizá almuerce con él y regrese por la tarde.

—Está bien.

—Hoy al mediodía comienza el franco de Marita, y Tomasa prometió regresar temprano para que la casa no esté sola, pero es tan incumplidora que seguro aparece a última hora. Ya te dije que esa mujer no me gusta. Si al menos cocinara bien, pero ni eso. Además...

—Hablamos a mi regreso, mamá. Tengo prisa.

—Sí, sí, querida. Anda nomás. Que Dios te bendiga. —Y la besó en la frente—. ¡Ah, me olvidaba! Ayer Marita separó tu correspondencia, pero se olvidó de dártela. —Cheia sacó del bolsillo del delantal varias cartas—. ¿Querés que te las deje en tu dormitorio?

—No, las llevo conmigo y las leo en el coche.

Ralikhanta la esperaba en la calle, con el automóvil en marcha. Cruzaron una mirada, y Micaela sonrió. El indio bajó la vista y cerró la puerta. Micaela se extrañó, pero pronto se ensimismó en la correspondencia. Una carta de la superiora de Vevey, otra de Lily Pons, ex compañera del Conservatorio de París, una del director del Teatro La Fenice de Venecia y otra del doctor Charcot, que abrió con premura.

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