Vio muy poco a su hermano durante esos días; lo cruzó en el velorio y lo miró de lejos en el entierro. Gastón María lucía triste y abatido, apenas levantaba la vista y no hablaba con nadie. En lo atinente a ella, su actitud era claramente esquiva, situación que la ayudó a mantener la promesa de no dirigirle la palabra. Al día siguiente del entierro, mamá Cheia le contó que Gastón María había armado una maleta y se había ido, con la única promesa de escribirle más adelante.
—Aquí hay gato encerrado —aseguró la nana—. Nunca vi a tu hermano de esa forma. Parecía otro, tan callado y triste. Estoy segura de que vos sabes algo.
En un primer momento, Micaela dudó en confesarle la verdad; el tema de Gioacchina y su embarazo la destrozarían. Finalmente, lo hizo. Cheia no concebía que su adorado Gastón María hubiese caído tan bajo y llegó a poner en tela de juicio la palabra de Varzi, al que tildó de proxeneta y delincuente. Micaela salió en su defensa y explicó que Gastón María le había ratificado la historia al increparlo días atrás.
—Y ahora no sé qué va a pasar —agregó.
—¿Qué va a pasar con qué? —preguntó Cheia.
—Con mis presentaciones en el Carmesí. Varzi me dijo que no quería verme más por ahí. Me echó.
—¿Te echó? ¿Por qué? ¿Qué fue lo que pasó?
No tenía fuerzas para contarle el resto. Además, Cheia ya pensaba bastante mal de Varzi para añadirle la muerte de Miguens. Por otra parte, la nana exigiría detalles y, sin quererlo, la atormentaría con preguntas que no deseaba contestar; sentía asco de sólo recordar.
—No sé qué pasó —mintió—. Se alteró extremadamente al contarme lo de su hermana y Gastón María. Me dijo que me fuera y que no volviera más.
—Gracias a Dios —concluyó la nana.
Micaela no se conformaba con agradecerle a Dios. Las cosas habían terminado de una manera abrupta y sin sentido. El sacrificio, los riesgos corridos, la humillación, el miedo, todo por nada. Su hermano continuaba en deuda con Varzi; ahora se había fugado como un cobarde y, de seguro, no volvería a dar la cara. ¿Acaso no sabía que Varzi lo encontraría donde fuera?
Recordó la noche en casa del malevo y revivió cada instante: la conversación con la tal Frida —¿quién sería?—; la forma en que Varzi la había mirado; la manera en que le había hablado, colérico y, al mismo tiempo, destruido; las cosas extrañas que le había dicho.
"¿Esto es todo?", se preguntó. ¿Así termina? ¿Así tiene que terminar?". Le costaba creerlo. Se había acostumbrado al Carmesí, a preparar las fugas de la mansión, a ensayar con Cacciaguida y los músicos, a Tuli, ¡querido Tuli!, con sus maneras afeminadas y su voz chillona. Incluso, se había familiarizado con las muchachas y un sentimiento extraño la unía a ellas; se divertía escuchándolas hablar de sus cosas, siempre relacionadas con hombres y dinero; ya no le resultaba incomprensible el lunfardo y, en ocasiones, se sentía tentada a usarlo. A Cabecita también lo extrañaría, jovial y jaranero, tan minúsculo al lado de Mudo. Mudo: sólo nombrarlo y se le helaba la sangre. Volvió a estremecerse al recordar sus palabras en casa de Varzi:
Usté sí que se salvó esta noche, señorita.
Voz ronca y aguardentosa, rostro patibulario. Tembló al pensar en el famoso "mocha lenguas"; aunque no, Varzi no mantendría entre su gente a un maniático asesino de prostitutas. Varzi no dejaría que... Varzi, Varzi. ¿Cómo arrancárselo de la cabeza? ¿Cómo olvidar su sonrisa tenebrosa, sus manos, sus sesgados ojos negros? Retuvo el aliento al imaginárselo cerca, como cuando bailaban el tango, o como aquella noche en el automóvil, cuando la tomó por la cintura y la sujetó por la nuca. "No sería mala idea dar la razón a la gente", le había dicho.
Volvió a la realidad súbitamente. Nada contaba. ¡Por Dios, nada importaba! Ni el Carmesí, ni Tuli, ni las chicas, ni Cabecita, ni nadie, y menos que menos Varzi, el peor de todos, el más perverso, malvado y estúpido, pero, al fin, el más humillado y sufriente de los hermanos. ¡Qué laberinto! Por más que buscaba una salida siempre regresaba al mismo sitio.
A finales de julio, los días fríos y lluviosos se repetían con una asiduidad que la frustraba y deprimía. Parecía un invierno hecho para presagiar cosas malas. Por más que hubiese comenzado con los ensayos de
Lakmé
y que el entusiasmo de Moreschi aturdiera, se sentía triste y melancólica. Pensaba en su hermano y se preguntaba dónde estaría, y se culpaba también, pues le había negado su ayuda al condenarlo y marginarlo. Mamá Cheia intentaba consolarla.
—Yo creo —le decía— que solamente el hecho de que pueda perder tu cariño lo va a hacer recapacitar. El te quiere más que a nadie, te lo aseguro.
Pero Micaela no se convencía, y la culpa la torturaba. Moreschi, por su parte, la impelía a dejar de lado los problemas y a concentrarse exclusivamente en la ópera. El estreno sería en septiembre y, aunque contaran con tiempo suficiente, debían practicar y ensayar sin tregua.
—Por suerte —comentaba—, ese asunto tan siniestro con Varzi terminó bien. El prostibulero te dejó tranquila antes de tiempo. No te preocupes por nada, querida. Tu hermano es un hombre; que él mismo resuelva sus problemas.
Micaela lamentaba la ausencia de Eloy, su sola presencia la tranquilizaba. Seguro y de carácter definido, la hacía sentir protegida, a salvo, aunque debía reconocer que, en ocasiones, la mirada se le endurecía, y el gesto, hasta la postura del cuerpo, hacían ver a las claras que prefería estar solo.
Se alegró el día que su padre recibió carta de Eloy y la compartió a la hora de la cena. Se encontraba muy a gusto en Río de Janeiro, aseguraba que los brasileños eran gentes encantadoras y que lo trataban muy bien, y que hasta parecían haber olvidado el anterior encono de Figueroa Alcorta y su ministro de Relaciones Exteriores, Estanislao Zeballos; ahora se mostraban afables y abiertos con los funcionarios argentinos. Hubo partes que Rafael obvió, temas relacionados con cuestiones políticas que sólo a ellos atañían.
—¿Dice cuándo piensa volver?—preguntó Otilia.
—Aquí dice que... "En cuanto a mi regreso, no lo espere antes de fines de agosto, don Rafael, aunque tenga la certeza de que allí estaré para el estreno de
Lakmé.
"
El resto miró a Micaela, que bajó el rostro avergonzada. Otilia ostentaba una sonrisa de oreja a oreja.
La expectativa por la presentación de
la divina Four
en Buenos Aires había exaltado el ánimo de periodistas, críticos, aficionados y amigos de la familia. A diario, recibía invitaciones, visitas o el pedido de algún diario o revista para entrevistarla. Los homenajes se sucedían y comenzaban a hastiarla. Nada la complacía.
Por el momento, sólo contaba con los ensayos, y, a pesar de que en otros tiempos le habían llenado la vida, ahora no bastaban. Sus días transcurrían de manera monótona, entre las idas al Colón, las prácticas en casa de su padre y los compromisos sociales. A veces se le ocurría visitar a sus amigos del Carmesí. Conocía bien los horarios de Varzi y sabía que si visitaba el burdel al mediodía no se toparía con él. ¿O sí quería toparse con él? No, la idea de ir al Carmesí era tan descabellada como querer encontrarse con su dueño.
Moreschi disfrutaba como nadie, orgulloso por el triunfo de su discípula, no cabía en sí. Había recibido invitaciones de teatros de Santiago de Chile y de Lima que le rogaban una temporada con
la divina Four,
pero Micaela lo obligaba a declinar los ofrecimientos.
—Termino en el Colón y volvemos a Europa —afirmaba, sin hesitar.
El 28 de junio de 1914, en Sarajevo, Bosnia, un terrorista serbio asesinó al archiduque Francisco Fernando y a su esposa, y Micaela jamás pensó que la muerte del heredero al trono del Imperio Austro-húngaro traería aparejada semejante
débacle
mundial. Para los primeros días de agosto, Europa ya era un caos: Francia, Inglaterra y Rusia le habían declarado la guerra a la Triple Alianza, integrada por Alemania, Austria Hungría e Italia.
—¡Qué necios estos alemanes! —exclamó Rafael—. Suponer que le pueden hacer frente a los ingleses. ¡Ilusos si piensan en la victoria! Julio Roca cree lo mismo. Hoy fui a visitarlo y lo encontré consultando unos mapas en su estudio. Me dijo sin vueltas que los alemanes ya están derrotados.
Esta situación trasegó los planes de Micaela: Moreschi se oponía a regresar a París mientras durara la guerra y contaba con el apoyo de Urtiaga Four para convencerla. Convino en que era una imprudencia aventurarse y aceptó permanecer en Buenos Aires después de la presentación de
Lakmé.
—Al menos por unos meses —aclaraba—, para ver qué pasa en Europa.
—Ya verás que no faltarán propuestas de otros teatros, aquí, en América. Me gustaría conseguir una presentación en el Metropolitan Opera de Nueva York. Dicen que es estupendo.
Moreschi seguía haciendo planes; Micaela, indiferente, lo miraba sin entusiasmo.
Recordó mucho a Marlene por esos días e imaginó el miedo de haberla sabido expuesta a esa estúpida guerra; se le erizaba la piel al pensar en las carencias y mortificaciones que habría padecido. En cierta forma, se alegró: Marlene descansaba en paz, mientras el mundo "civilizado" se rompía en pedazos.
¿Qué le habría dicho Marlene si le hubiese confesado la inquietud que la aquejaba? No sólo por la guerra, ni por su hermano, ni por nada en especial.
Se trataba de la angustia de siempre, sin motivos aparentes, sin causa justificada. Sonrió con desgano: de seguro, después de escarbarle en el alma, Marlene la habría llevado a confesar cosas que, por el momento, prefería mantener veladas.
Para colmo, el 9 de agosto murió el presidente de la República. Roque Sáenz Peña había asumido cuatro años atrás sufriendo una diabetes galopante que, poco a poco, lo agotó. No gozaba de la estima del Partido Autonomista: su proyecto de ley electoral, con voto secreto y obligatorio, ponía en riesgo la estructura política, económica y social que se había montado, muy meticulosamente, desde 1880, en la primera presidencia de Roca. No obstante, le brindaron un sepelio solemne; hombres vestidos
jacques
y damas con trajes de luto. La exclusión del pueblo, al que no se le permitió acercarse al cortejo, generó malestar, y Micaela, presente en las exequias, se preguntó una vez más por la otra cara de la moneda, la que ella había visto, muy por encima, en La Boca. Se cuestionó si todos participarían de la prosperidad y riqueza del país. Habría apostado que no.
La muerte de Sáenz Peña se produjo en un momento crítico, y miles de dudas afloraron después de que asumió Victorino de la Plaza. La mansión Urtiaga Four se convirtió en el centro de operaciones de la rama más conservadora del Partido Autonomista, que deseaba, por sobre todo, detener la reforma electoral y conseguir, en el plano internacional, la unión con los aliados.
De la Plaza no sólo mantuvo la ley Sáenz Peña, sino que declaró la neutralidad argentina. Rafael y otros políticos importantes trinaban: estas decisiones menguaban el poder que habían ostentado durante años y que, por otra parte, había llevado al país a ganarse el apodo de "granero del mundo". Los sectores más conspicuos de la sociedad porteña coaccionaron para prestar apoyo a Inglaterra. De la Plaza se mantuvo en la misma tesitura y no pasó mucho hasta convertirse en uno de los personajes más impopulares de Buenos Aires.
Las porteñas de alcurnia, horrorizadas por la invasión alemana en Bélgica, organizaron actividades de beneficencia en auxilio de los aliados; se realizaron colectas para la Cruz Roja francesa y para los niños y ancianos belgas que, fuera del alcance germano, habían sido trasladados a campamentos en las costas de Francia o de Gran Bretaña. En cuanto a Micaela, la guerra incrementó su vida social, e, invitada a cada uno de estos eventos, en más de una oportunidad se convirtió en el motivo de la reunión:
la divina Four
entonaría algunas arias. A pesar de sus ensayos, se hacía tiempo si con eso ayudaba.
Cansada de fiestas de beneficencia, veladas en mansiones suntuosas y desfiles en Harrod's, Micaela había declinado todas las invitaciones esa noche. Otilia y su padre se aprestaban para un baile y Cheia cosía en su dormitorio. Decidió conversar un rato con su nana; no deseaba quedarse sola en la recámara porque, sin remedio, una y otra vez, se aventuraba a recuerdos que de ningún modo debía alentar.
El silencio le oprimía el pecho. Sin Gastón María y sus amigotes jugando a los naipes o al billar, la casa se sumía en una calma exasperante. Como no encontró a Cheia en su habitación, se dirigió a la cocina, donde se topó con el sirviente de Eloy. El hombre se puso de pie y se inclinó para saludarla. Apareció Cheia y explicó que Ralikhanta había traído correspondencia de su patrón a la señora Otilia, quien había ordenado que se le sirviera de comer.
Micaela tomó asiento frente a él y lo contempló con curiosidad. Sin dudas, se trataba de un hombre raro, más allá de su apariencia. Rara su manera de mirar, de moverse, siempre con sigilo; raro su comportamiento, casi el de un esclavo bien entrenado, de maneras distinguidas.
Mamá Cheia le sirvió la cena y, cuando quiso escanciarle vino, el hombre tapó la copa con la mano.
—
Just water, please
—dijo a continuación.
—Quiere agua, mamá —tradujo Micaela.
Ralikhanta le agradeció la intervención y le dio pie para preguntarle por qué no deseaba vino. El hombre explicó que su religión no se lo permitía.
—¿A qué religión pertenece, señor Ralikhanta?
—Soy musulmán.
—¡Ah, musulmán! Yo pensé que en la India todos eran hinduistas, que creían en Brama, Trimurti, Visnú y esas cosas.
—Sí, una gran mayoría es hinduista, aunque los del Islam no somos menos. De todas maneras, señorita, creo que unos y otros le rezamos al mismo Dios, sólo que con distinto nombre.
Micaela aprobó el comentario y se dio cuenta de que el sirviente de Eloy era un hombre de cultura y refinamiento. Continuaron conversando. Como no sabía una palabra en inglés, mamá Cheia se apoltronó en la punta de la mesa y siguió bordando, y, aunque tenía sueño y deseaba irse a la cama, ni loca dejaba sola a Micaela con ese personaje.
Ralikhanta se evidenció como un hombre instruido y, por lo que Micaela pudo entender, miembro de una familia noble de Calcuta que, por malos manejos políticos y económicos con los ingleses, lo había perdido todo. La sorprendió lo locuaz y amistoso que se mostraba; obviamente, el pobre hombre no tenía con quién conversar.