Marlene (9 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Marlene
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—Yo le debo mucho más a usted, señorita. Aunque no sea grato para nadie, este lamentable suceso me da la posibilidad de devolver en parte lo que usted hizo por mí y por la señorita Díaz Funes.

Pascualito se ofreció a llevar al doctor de regreso a su casa, pero Micaela se negó.

—Despertá a tu padre y decile que él lleve al doctor, y volvé de inmediato que quiero hablar con vos.

Luego de que Pascualito y Valverde se perdieron en la oscuridad del pasillo, Micaela regresó junto a su hermano. Mamá Cheia le limpiaba el sudor de la frente, mientras rezaba en voz baja.

—No te preocupes, mamá Cheia. No es de gravedad —le aseguró, con un nudo en la garganta al pensar que, en realidad, Gastón María sí corría peligro de muerte.

Pascualito llamó a la puerta y Micaela salió al corredor para continuar indagándolo.

—Estabas diciéndome que mi hermano siempre está en los burdeles y garitos de ese hombre.

—Sí, señorita. Yo le digo que es peligroso, pero su hermano no me hace caso. El Napo Varzi es el hombre más malo de todo Buenos Aires. Hasta la
cana
le tiene miedo.

—Llévame con ese hombre, Pascualito. Quiero hablar con él.

—¿Qué? ¿Con Varzi? ¡No, señorita! ¡Ni loco la llevo con él! ¿No me escuchó que hasta la policía le tiene miedo? ¡Ese hombre es el mismísimo demonio!

Micaela lo miro con furia, a punto de perder la paciencia.

—¡Está bien! ¡Está bien!—dijo el chofer, resignado—. Yo la llevo, pero no me hago responsable de lo que pueda pasarle.

Capítulo VII

¿De cuántos burdeles, garitos y demás lupanares era dueño este malevo de Buenos Aires? Hacía una hora que Pascualito la paseaba por los arrabales de la ciudad y aún no daban con él. Habían visitado varias casas públicas y un cabaret. En el último lugar les dijeron que de seguro lo encontrarían en el Carmesí. Pascualito reconoció el nombre, trepó al automóvil y arrancó deprisa.

—Déjeme entrar a mí, señorita —pidió el chofer—. Me fijo si está y la llamo.

—No. Voy a entrar sola. Espérame aquí afuera.

—Pero, señorita... —intentó quejarse el joven.

—¡Vamos, Pascualito! No pierdas tiempo y abrime la puerta.

Micaela se embozó en la capa, se cubrió con la capucha y entró. Aguzó la mirada; le costaba distinguir el salón, a duras penas iluminado por arañas cubiertas con delgadas telas. Un momento después, se acostumbró a la lobreguez reinante. El sitio hacía honor a su nombre: era de color rojo carmesí. Las paredes, el techo, los manteles de las mesas, la alfombra que cubría la escalera, todo en ese tono, tan sórdido y vulgar. Se le contrajo la garganta y estuvo a punto de irse.

Parejas bailaban el tango en el hall central, y mesas pequeñas y redondas circundaban la pista. A un costado, la orquesta con músicos de frac tocaba una melodía triste y cadenciosa. El lugar tenía desniveles, y en los de más arriba, sumidos en absoluta oscuridad, sólo destacaban el brillo de las
paillettes
y las brasas de los cigarros.

La música cesó, y Micaela escuchó risas falsas, taconeos sobre el piso de granito, chasquidos de encendedores y conversaciones veladas. La orquesta reanudó y las parejas volvieron a la pista de baile. Detuvo su atención en un grupo de mujeres que cuchicheaban al pie de la escalera. Miraban a su alrededor, comentaban algo cubriéndose la cara y luego rompían en una carcajada que la melodía tapaba, pero que, de sólo imaginársela, le crispaba los oídos. ¿Qué habría en esas mujeres que, en cualquier sitio que las hubiera encontrado, se le habrían revelado como prostitutas? ¿Eran sus ojos, tan pintarrajeados, con pestañas postizas que parecían pesarles en los párpados? ¿Quizá la piel del rostro, cubierta de polvo de albayalde, con esos lunares artificiales al costado de las bocas? ¿O eran sus cuerpos, voluptuosos, llenos, semidesnudos, apenas velados por prendas cortas y pequeñas de gasa transparente? Y esas boas de plumas en torno a sus cuellos, cayéndoles a los costados de las piernas, sólo cubiertas por medias de seda y portaligas.

Dos hombres la avistaron en la entrada y se acercaron a paso lento. Uno de ellos, calvo, delgado y bajo, desentonaba con el otro, que parecía un oso. Las piernas se le aflojaron y lamentó haber rehusado la oferta de Pascualito. Pero ya estaba allí, debía enfrentar la situación de la cual dependía la vida de su hermano.

—¡
Calá
!
,
Mudo! —dijo el más bajo al otro, cuando estuvieron cerca—. Parece que la
lunga
ésta viene a ofrecer sus servicios.

Micaela se horrorizó. ¿Cómo podía confundirla con una de esas mujeres? Se contuvo, no estaba en posición de ofenderse.

—¿Podría ver al señor Varzi, por favor?

—¿Eh?

—Si podría ver al señor Varzi. Me dijeron que podía encontrarlo aquí. ¿Está él aquí?

—¿Él la
juna
a
usté
? —preguntó el hombrecillo.

—¿Cómo ha dicho? Disculpe, señor, no lo entiendo.

"¿En qué idioma habla este cristiano, por Dios Santo?".

—¿Que si el Napo la conoce a
usté?
—Y como Micaela aún lo miraba desconcertada, le preguntó—: ¿Cuál es su gracia? ¿Quién es
usté
?

—La señorita Urtiaga Four —respondió, insegura de dar su nombre.

—¡A... cabáramos! —exclamó el hombre—. ¡Che, Mudo, Gastón María Urtiaga Four! ¿
Usté
es algo del
bienudo
? ¿La hermana del copetudo ese? —Micaela apenas asintió—. Hace rato estuvimos con él —comentó risueño—. Che, Mudo, llévala a la oficina del jefe mientras yo lo busco, creo que está con Sonia. —Lanzó una risotada. El tal Mudo ni pestañeó; hizo un movimiento con la mano y le indicó que lo siguiera.

La condujo escaleras arriba, y, en la planta alta, la guió por un largo pasillo, limitado, a un costado, por la balaustrada que daba al gran salón, y al otro, por muchas puertas cerradas, de donde provenían risas afectadas, suspiros y jadeos. Micaela respiró profundamente y se encomendó a Dios.

Al llegar al final del corredor, el hombre abrió una puerta y le señaló con la cabeza que pasara. Se adentró, atenazada por el miedo. Escuchó el portazo tras de sí y supo que la había dejado sola. Miró en torno. La habitación, bien iluminada, no tenía el aspecto indecente del resto del lugar. Había un escritorio grande y macizo, varias sillas haciendo juego, una mesa redonda con naipes desordenados, un bargueño y una cristalera llena de copas y botellas. Le llamaron la atención los cuadros y se acercó: una burda copia de "La maja desnuda"; una pintura al óleo, casi pornográfica, de Leda y el cisne; y otras reproducciones baratas con escenas de mujeres eróticas y hombres deseosos. Apartó la vista, asqueada.

Se aproximó a la ventana para respirar el aire nocturno. Trató de vislumbrar su coche y a Pascualito, pero resultaba difícil ver con precisión. Una bruma ascendía desde el río y lo cubría todo. Apenas si distinguió la luz de una farola en la esquina. Escuchó voces en la vereda, que luego se convirtieron en gritos, y, más tarde, nada; silencio otra vez. Una sensación desoladora la angustió y necesitó aferrarse las manos para que le dejaran de temblar.

Volteó porque sintió la presencia de alguien. Había un hombre en la habitación, que avanzaba lentamente hacia ella y, cuando estuvo sólo a unos pasos, extendió la mano y le descubrió la cabeza. Micaela no atinó a nada. Se le ocurrió que la confundía con una ramera, y se estremeció de miedo y de aprensión, pero se mantuvo ahí, firme en el mismo sitio, como si la capucha hubiese caído por su propio peso.

Fingió valentía y lo miró a la cara, morena, sin barba ni bigote, la piel tersa. Era la cara más cruel y hermosa que había visto. La mandíbula, ancha y de líneas marcadas, le confería esa veta de maldad. Los ojos, en cambio, sesgados y pequeños, de espesas pestañas, mitigaban la fiereza de aquel rostro. Llevaba el pelo desmelenado y la camisa abierta hasta el pecho. Los tiradores colgaban a los costados del pantalón, que parecía haber sufrido el pisoteo de una manada.

—Me dicen que usted es la hermana de Urtiaga Tour —manifestó con una voz grave que resonó en la habitación.

—¿Usted es el señor Varzi? —preguntó ella. Había esperado un hombre gordo, de piel brillante y labios gruesos y repulsivos.

—Así es. Yo soy Carlo Varzi.

—Quiero hablar con usted sin rodeos, señor.

—Acaba de interrumpir algo muy placentero, señorita. Espero que lo que tenga para decirme valga la pena —advirtió el hombre seriamente, aunque luego sonrió.

Micaela bajó la vista con la imagen aún grabada en la retina de esa sonrisa macabra e increíblemente atractiva.

—Sé que mi hermano le debe dinero —prosiguió, al sentirse más repuesta.

—¿Eso le dijo Urtiaga Four?

—No, él no me lo dijo, pero lo supongo. ¿Por qué otra razón usted le habría abierto el estómago de una cuchillada?

El hombre lanzó una carcajada que le sacudió los cimientos. "¡Maldito delincuente! ¿Cómo puede reírse así cuando casi mata a mi hermano?".

—Vuelva a su casa, señorita. Éstas son cosas de hombres. Entre hombres se tienen que arreglar.

—¿Cosas de hombres, dice? No se confunda, "señor" Varzi. Éstas no son cosas de hombres. Éstas son cosas de delincuentes.

Sin esperar la réplica, se dirigió a la mesa, apartó los naipes y dejó caer el contenido de una bolsa de terciopelo que había mantenido oculta dentro de la capa. Un montón de alhajas cayó. Las contempló un segundo; muchas habían pertenecido a su madre.

—Cóbrese lo que mi hermano le debe y déjelo en paz. Ahí tiene suficiente.

Carlo alternó la mirada entre el contenido de la bolsa y la joven, y pensó que ni todas esas joyas podrían compararse con su belleza. De seguro, la noticia de su hermano herido la había encontrado en la cama porque llevaba el pelo suelto y ensortijado; rubio, largo y ondulado, lo encontró fascinante. No obstante sentirse tentado a descorrerle la capa, convencido de encontrar un camisón liviano que le delinearía las formas, se contuvo, ya la había asustado bastante al descubrirle la cabeza.

Al contemplarla con detenimiento, descubrió un pequeño lunar cerca de la comisura del labio. ¿De qué color eran sus ojos? ¿Azules? No, parecían de una tonalidad más clara, aunque no celeste. ¿Violeta, quizá? ¿Podían ser de ese color? Extraños y misteriosos, grandes y almendrados, con pestañas y cejas más bien oscuras que le delineaban el contorno.

Se abrió la puerta de la habitación de al lado, y Varzi y Micaela voltearon a mirar. Una mujer, cubierta sólo por una bata transparente, se apoyaba en el marco y los contemplaba con indolencia. Tenía los pechos al aire y la tela apenas recataba las demás partes íntimas. Micaela ahogó un gemido de vergüenza y le dio la espalda.

—¿Vas a tardar mucho, querido?—inquirió la mujer.

—Desaparece, Sonia —ordenó Carlo.

La mujer cerró la puerta de un golpe. Varzi buscó los ojos de Micaela y la encontró muy afectada.

—Tome eso, señorita —dijo, al tiempo que señalaba las joyas—, y no se meta en este asunto.

—¿No es suficiente? —preguntó, desesperada—. Ahora no tengo mucho dinero en efectivo, pero puedo conseguirlo. Tengo una propiedad en París. Puedo venderla, si usted me da tiempo, y pagarle lo que mi hermano le debe. Pero, por favor, no le haga daño, no lo... —Apretó los labios, a punto de llorar.

Como Micaela no recogía las joyas, Varzi las tomó en un puñado y las metió en la bolsa. Sin tomar conciencia de lo que el hombre hacía, Micaela se concentró en su mano, enorme, con dedos largos y uñas prolijas. No tenía vello, lo cual la impresionó, y experimentó un deseo irracional de tocarla. Volvió a la realidad cuando Varzi le alcanzaba la bolsa.

Carlo abrió la puerta que daba al corredor y llamó a alguien a gritos. Un jovencito apareció al instante, con cara de susto.

—Acompaña a la señorita a la salida —indicó—. Por favor, señorita. —Y la tomó del brazo para sacarla de la oficina. Micaela se desembarazó de él de un tirón, y, aunque trató de decirle algo, no halló las palabras, tanta rabia tenía. Se ocultó bajo la capucha y abandonó la habitación a toda prisa con el muchachito correteándole por detrás.

Varzi la siguió con la mirada hasta que desapareció escaleras abajo. Cerró la puerta, fue hasta la cristalera y se sirvió un trago. Se sentó, copa en mano, y fijó la vista en algún punto. Se llevaba el trago a la boca mecánicamente y chocaba el borde de vidrio contra los dientes.

—La hermana de Urtiaga Tour —expresó, por fin.

Sonrió con malicia al pensar en la ironía del destino. Estaba seguro de que Gastón María no tenía idea de la hazaña nocturna de su hermanita; de otra manera, habría sido como entregar la presa en mano al cazador. En este caso, sin embargo, la presa se había entregado
motu proprio.
Definitivamente, era una situación graciosa.

La sonrisa se le borró y volvió la seriedad de instantes atrás cuando recordó que, al descubrirle la cabeza, se había sentido tentado de tocarla; el cabello, la piel del rostro, los labios, cualquiera cosa; la necesidad de acariciarla había sido intensa; había luchado por contenerse.

"¡Mujer osada!", pensó. Adentrarse así, en medio de la noche, en un arrabal como ése, ¡en un burdel como ése! Quizá no conocía los peligros de la zona y la ignorancia la había llevado a obrar con descuido. No, por más incrédula e inocente que fuera, la sordidez tan manifiesta del lugar la habría convencido de que se encontraba más cerca del infierno que de cualquier otro sitio.

Recordó sus facciones, de una belleza arrobadora, parecían las de una muñeca de porcelana. Por esa razón, quizá, no la había tocado, por temor a romperla. ¿Y la osadía con la que le había hablado? ¿Y la forma en que lo había mirado? Cualidades que se daban de bruces con su aspecto de
donna angelicata.

La puerta de la habitación contigua se abrió. Sonia otra vez.

—Vamos, querido, volvé a la cama —dijo, y lo rodeó con los brazos.

Varzi se la quitó de encima y se alejó. Tomó asiento en su escritorio y simuló concentrarse en unos documentos.

—Vestite y anda al salón —ordenó, sin quitar la vista de los papeles—. Hay muchos clientes que atender.

—¿Qué? Estábamos a punto de...

—Vestite y anda al salón —repitió.

Sonia sabía que no debía insistir. Carlo era hombre de "pocas pulgas". El decidía en qué momento la deseaba y en qué momento la quería lejos. Ella sólo obedecía con sumisión, por el amor que le tenía.

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