Carlo sintió la muerte de su jefe, al que también había llegado a querer. Con todo, su desaparición representó el golpe de suerte que había esperado para hacerse rico. Como se lo había prometido antes de morir, el
cafiolo
le dejó los negocios a su nombre. El respeto de la gente, Varzi ya se lo había ganado.
Micaela no pudo dormir esa noche, con el recuerdo de Carlo Varzi que le daba vueltas en la cabeza. No había conseguido nada de él, sólo humillarse. Se preguntó a qué suma ascendería la deuda si el hombre había rechazado las joyas, que eran muy valiosas. "Ay, Gastón María, se lamentó, cuando salgas de ésta, vas a tener que cambiar tu vida."
Cerró los ojos una vez más, y los abrió súbitamente cuando la sonrisa macabra de Varzi se le dibujó en la mente. Dejó la cama y dio vueltas por la habitación buscando sosegarse. Empezaba a amanecer y el horizonte clareaba magníficamente. El cielo era una mezcla hermosa de rosados y celestes. Los pájaros cantaban en el paseo de los cipreses. Abrió la ventana llena de ansiedad por inspirar el aroma de los jazmines y refrescarse con la brisa matinal. Fue muy placentero y logró apaciguarse. Regresó a la cama y se acostó. Aunque sus pensamientos insistieron con el hombre del prostíbulo, no volvió a alterarse, se dio por vencida y se dejó llevar.
Gastón María se recuperó mucho antes de lo que el doctor Valverde había pronosticado. De todas formas, la herida era de cuidado y por algún tiempo tuvo que evitar esfuerzos y abusos. Micaela agradecía a Joaquín Valverde su discreción y la historia que inventó acerca de males hepáticos y vesiculares que Rafael y Otilia no dudaron en creer. Urtiaga Four propuso que el doctor Bartoli visitara a su hijo, a lo que Micaela se opuso férreamente y arguyó que sería una ofensa para Joaquín, que, por otra parte, en pocos meses integraría la familia.
Micaela trató de mostrarse severa y enojada con Gastón María; sin embargo, y como siempre, las chanzas y zalamerías de su hermano pudieron con ella y se rindió al cariño que le tenía. Aunque en un principio pensó decírselo, luego creyó conveniente ocultarle que conocía la verdad acerca de Varzi y las deudas de juego, así como también su visita al Carmesí, y le hizo jurar a Pascualito que no abriría la boca. Después de todo, la aventura en el burdel no había servido de nada. Intentó sonsacar a su hermano lo ocurrido aquella noche, pero, en ese tema, el joven se tornaba inflexible y no soltaba prenda.
Ahora que Gastón María estaba bien, recomenzaría sus andanzas nocturnas, no habría quién lo detuviera, ni la amenaza de Varzi lo conseguiría. Micaela se mantendría en vilo a la espera de que les avisaran que había sido asesinado. No podría resistirlo. Pero su hermano era así, un inconsciente que valoraba la vida tanto como nada, y, pese a que trató de razonar con él, de pedirle que rectificase su comportamiento, sus esfuerzos resultaron vanos.
—No sé qué te habrá pasado la otra noche, pero estoy segura de que te metiste en algún lío en esos lugares a los que vas. Te lo suplico, Gastón María, deja las estupideces y hace algo bueno con tu vida. Podés dedicarte a los campos de papá. Él no tiene tiempo y están en manos de administradores y capataces. Vendría muy bien tu presencia. Podés formar una familia y tener hijos. Por favor, no sigas así, desperdicias tu vida como si no tuviera valor.
Gastón María reía con gusto y ponía fin a los intentos de Micaela con una bufonada o la dejaba sola, con la palabra en la boca. Por suerte, apenas terminó la convalecencia, resolvió pasar unos días en la estancia de Azul. No obstante el alejamiento de su hermano, Micaela sabía que el problema continuaba sin solución, segura de que Carlo Varzi no se rendiría hasta cobrar la deuda o matarlo; así eran estos malevos. Regresaría a Europa y Gastón María iría con ella.
En aquellos días tan agitados, Eloy Cáceres significaba un consuelo. La visitaba a menudo y conversaban animadamente. Era un hombre culto, que había viajado mucho, conocedor de culturas tan diferentes como la india y la árabe. Micaela se deleitaba escuchándolo. Tenía un tono de voz suave que la sosegaba, por apesadumbrada que estuviese.
Asiduamente, Rafael invitaba a cenar al amigo de Eloy, Nathaniel Harvey, que siempre resultaba encantador. A pesar de su origen sajón, Nathaniel era todo simpatía y afabilidad, además de poseer la cortesía y el ceremonial propios de su raza. Harvey hizo buenas migas con Micaela. Su charla, plagada de anécdotas divertidas, la hacía reír aun más de lo que el recato permitía. Cuando se apartaban del resto, la joven le pedía que hablaran en inglés para practicarlo. De todas maneras, no duraba mucho: Eloy siempre los interrumpía.
Eloy y Micaela salieron juntos algunas veces. Buenos Aires era una ciudad enorme, llena de lugares fascinantes, y Cáceres parecía conocerlos a todos. La llevó al famoso Teatro Colón y Micaela quedó subyugada. En verdad no tenía qué envidiarle a los teatros europeos, quizá su antigüedad y tradición, ya que sólo contaba con seis años de vida.
Para Eloy, amante de la ópera, concurrir a esos espectáculos con la soprano más conocida de Europa era un honor. La temporada comenzó en mayo con
Parsifal
de Wagner. Se destacó el tenor francés Carlos Rousseliére, tal como Micaela se lo marcó a Eloy y, aunque la joven soprano también ponderó el trabajo de Cecilia Gagliardi y de la Rakowska, él sabía que ninguna le llegaba a los talones.
Después del teatro, solían cenar en un restaurante muy lujoso cercano a la mansión Urtiaga Four: el Armenonville. Lástima que las noches fueran frescas, porque el lugar poseía unas terrazas, pérgolas y glorietas donde les habría encantado sentarse a comer. De todas maneras, el interior no era menos estimulante. Con orquídeas del propio vivero del restaurante, y decorado con un lujo sin igual, las veladas resultaban de las mejores. Comían platos franceses muy elaborados, siempre acompañados por una botella de champán.
A pesar de estas distracciones y de que había pasado un tiempo desde su encuentro con el señor Varzi, Micaela no podía borrarlo de su mente por la amenaza que representaba para Gastón María, aunque también recordaba sus ojos negros y esa sonrisa cruel, sus manos hermosas y su cuerpo avasallante. ¿Cómo saber más acerca de ese hombre? A pesar del muladar en el que se encontraba, Varzi no parecía formar parte de ese entorno, hablaba bien y se movía con garbo. Muy extraño. Pensó en preguntarle a Pascualito, pero decidió no hacerlo y se instó a olvidar.
Las atenciones que prodigaba Cáceres a Micaela no pasaron por alto a Otilia. Desde su regreso de la India, Eloy había padecido la ansiedad de su tía para que lograse un matrimonio conveniente. Cada mujer, de cierta estirpe y fortuna, representaba una posible candidata. Empecinada con el tema, no dejaba de fastidiarlo.
Como la conocía bien, Eloy se arrepintió de haberse mostrado tan interesado en Micaela; ahora tendría que soportar la persecución encarnizada que Otilia iniciaría. Por cierto, a él no se le había ocurrido la idea de un romance con la joven soprano. Tan sólo había querido mostrarse caballeresco y amigable; y no le había costado mucho: Micaela era una mujer sorprendente.
En realidad, le importaba quedar bien con el senador Urtiaga Four. Lo había ayudado mucho desde su regreso de la India y pensaba que podía obtener aun más de él. Nadie como Rafael en cuanto a contactos y relaciones. Se afirmaba que en el Senado de la Nación las decisiones relevantes dependían de su anuencia. Que en la Casa Rosada nadie tenía más cabida ni influencia. Sus conexiones con Inglaterra llegaban a las altas esferas y gran parte de su poder provenía de allí. Entre sus colegas lo llamaban "el inmortal", porque, a pesar de las vicisitudes políticas del país y del partido, él siempre salía ileso, incluso más robustecido. Pues bien, el hombre perfecto para los planes de Eloy.
No era común que Otilia visitara a su sobrino en la vieja casona de la calle San Martín. Por ese motivo, cuando la vio aparecer en la sala, supo exactamente a qué había ido. Después de algunos consejos y comentarios vanos, Otilia empezó.
—Rafael me ha pedido que te invite especialmente a cenar esta noche. Micaela ha prometido deleitarnos con su canto —mintió—. Pero ha puesto reparos en que sólo seamos los más íntimos. ¡No veo la hora de escucharla! Todavía la recuerdo en la Opera de París. ¡Qué magnífica representación! El público no dejaba de aplaudirla. Fue una experiencia maravillosa. Además, ella lucía tan hermosa y...
—¡Ya, tía! —interrumpió Eloy—. Te conozco demasiado para suponer que todo este aspaviento respecto a Micaela Urtiaga Four es porque sí. Anda al grano que estoy muy ocupado.
La mujer lo miró ofendida y le reprochó la falta de educación y respeto. Eloy insistió en su falta de tiempo, entonces Otilia decidió ir al punto.
—Yo creo que sería una esposa ideal para vos, querido.
—¡Ya sabía yo que por estos lares andábamos!
—Sabes que, desde que me hice cargo de vos, siento la responsabilidad de velar por tu futuro. —Eloy lanzó una carcajada—. No le veo la gracia.
—Tía, por favor, tengo treinta y siete años. ¿No te parece que ya podés quedarte tranquila por mi futuro? Yo me voy a hacer cargo.
Otilia comenzó a perder la paciencia. A su criterio, Eloy no había hecho más que estropear las oportunidades que el destino le había servido en bandeja. Micaela era una de ellas y no permitiría que la desperdiciara. Continuaron hablando: ella, muy consternada, él, en un tono jocoso a punto de sacarla de las casillas. Por fin, y al ver que no lograba nada, Otilia arremetió con todo.
—¡No te das cuenta de que es una melómana estúpida que lo único que le interesa es la música!
—Vaya, vaya —dijo Eloy, muy sarcástico—. Segundos atrás era la mejor mujer y ahora es una melómana estúpida.
—Se pasa el día entero encerrada; practica y escucha música, eso es todo lo que hace. Es la esposa ideal para vos; no te va a molestar y vas a poder hacer tus viajes y visitas oficiales sin problemas, te lo aseguro. Además, no es tan fea.
—¿No es tan fea? Tía, por favor, no creo que haya otra como Micaela en todo Buenos Aires.
—Entonces, te gusta.
—Seguro, cómo no, es muy hermosa y agradable, pero no tengo ganas de pensar en el matrimonio ahora. Tengo otros asuntos en la cabeza.
—¿Cuándo pensás hacerlo, querido mío? Ya estás bastante crecidito. Pensá que cuando Rafael muera, la mitad de su fortuna pasará a manos de ella. Jamás volveremos a tener problemas económicos. ¿O pensás vivir toda tu vida del suelducho de la Cancillería? Nos queda esta casa vieja y fea y el campo que no sirve para nada; los arrendatarios no quieren firmar contrato por otra temporada porque dicen que las tierras están tan esquilmadas que ni los yuyos crecen. ¡Ay, sobrino! Lo único que nos queda es el buen nombre de nuestra familia.
—¿No te casaste con Urtiaga Four para vivir holgada el resto de tu vida? Eso fue lo que me dijiste.
—Sabes muy bien que, antes de casarnos, firmé un contrato prenupcial por el cual renunciaba a mi parte de la herencia si sobrevivía a Rafael. Si él muere, voy a recibir una renta vitalicia y podré vivir en la mansión, eso es todo.
—Sí, ya lo sé. Pero no podés quejarte. La mensualidad que te da es suficiente para que vivas más que bien.
—¡Bah! Resultó un tacaño. Para una mujer de mi nivel de vida y con mis compromisos sociales, esa asignación es una bagatela. No me alcanza ni para empezar.
—Si vos lo decís... Pero no me parece que lo que te da tu esposo sea una bagatela.
—Eloy, por favor, tenés que recapacitar, pensá lo que te digo. Además, un buen diplomático necesita una esposa que lo escolte y le organice las reuniones sociales. ¿O pensás dejarlo en manos de Ralikhanta?
Eloy sonrió al pensar que no era mala idea. Otilia, indignada por el fracaso de su gestión, usó su última y mejor carta.
—Si te casas con Micaela, el más feliz de todos será el senador Urtiaga Four. Sabes que te quiere como a un hijo. Además, sé que ansia ver casada a su única hija. ¡Le darías una alegría tan grande que no sabría cómo recompensarte!
En medio de sus avatares, Micaela recibió un telegrama de Moreschi en el que le anunciaba su inminente llegada a la Argentina; había zarpado semanas atrás sin avisarle para evitar que se lo impidiera. Esa noticia, lejos de alegrarla, sólo consiguió trasegar sus planes. Había pensado en viajar a la estancia donde Gastón María pasaba unos días, convencerlo de regresar a Europa con ella y partir cuanto antes. Ahora, debía replanteárselo todo. Quizá, si le confesaba la penosa situación de su hermano a Moreschi, aceptaría regresar de inmediato a París junto a ellos. Micaela descontaba que convencería a su maestro; lo complicado sería persuadir a Gastón María.
Con objeto de ganar tiempo, le escribió instándolo, en tono imperativo, a regresar a Buenos Aires ya que en quince días partiría rumbo a Europa y él iría con ella. Asimismo, reservó tres camarotes en un barco que zarparía en dos semanas. Micaela se compadeció de su maestro, que no terminaría una travesía para iniciar otra.
Sus planes, bien pensados, se vinieron abajo. A pocos días de enviar la carta a su hermano, recibió la respuesta. "¿Qué bicho te picó?" fue el encabezamiento de la misiva, que continuaba en un tono más respetuoso, aunque cada frase traslucía inconsciencia y desenfado. Que él no quería ir a Europa, que él amaba Buenos Aires, que sus amigos estaban ahí, que ya se había hartado de los franceses, ingleses y de toda esa gente. En fin, Gastón María parecía desconocer la espada de Damocles que pendía sobre su cabeza.
Al terminar de leer lo que para ella eran las estupideces de su hermano, Micaela decidió viajar a la estancia y confesarle que conocía la verdad sobre el malevo Varzi. Después lo recapacitó y entendió que no tendría tiempo para ir y volver del campo: Moreschi llegaría en el interludio. Se desesperó; tenía los nervios crispados. La irresponsabilidad de su hermano y la llegada de su maestro no ayudaban en nada. Se instó a calmarse y enfriar la mente, de lo contrario, la ansiedad la dominaría y no urdiría nada inteligente. Mientras su hermano permaneciera en la estancia, su vida no corría peligro. Después de que llegara Moreschi, tendría tiempo para reorganizarlo todo. Por el momento, sólo restaba esperar.
Micaela decidió aceptar la invitación del profesor Vinelli, el director del Conservatorio de Música de Buenos Aires. Hacía tiempo que venía reiterándosela, y ella, por falta de ganas, siempre le había presentado una excusa. Lo había considerado mejor y una visita a la escuela de música le vendría bien. Necesitaba despabilarse y cambiar la cara; su actitud nerviosa e inestable y las vacaciones de Gastón María en el campo de Azul llamaban la atención de Cheia, que olfateaba algún problema. Rafael, incluso, la miraba de reojo y cada tanto le preguntaba por su salud y, al igual que la nana, tampoco entendía el repentino cariño de su hijo por el campo.