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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Marlene (4 page)

BOOK: Marlene
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Emma solía acompañarlos. Se escapaba por una puerta medio escondida en la despensa que la conducía directo a la calle. Micaela temblaba. Marlene, en cambio, se divertía como una niña. No llevaba el hábito y vestía a lo parisino. Luego de la función, comían en algún restaurante cercano al teatro. Micaela la pasaba mal pues temía que alguien reconociera a
soeur
Emma y la delatara con la superiora. Si llegaba a ocurrir, Marlene terminaría sus días en un convento de la Cochinchina. Después de un rato, se distraía con las conversaciones que tenían lugar entre su maestro, Marlene y el invitado de turno, y, con el tiempo, le divirtieron las peripecias de
soeur
Emma para ocultar su verdadera identidad a los amigos de Moreschi, muchos de ellos interesados en conquistarla.

Marlene, Micaela y Alessandro se transformaron en un trío inseparable, y la condición de monja de Emma no le impidió participar de cada etapa de la educación de su protegida. Acostumbraba pasar jornadas completas en el estudio de Alessandro a cargo del piano, mientras Micaela entonaba y Moreschi la dirigía.

Micaela se volvió una esponja que lo absorbía todo. A su alrededor había música y músicos, y nada más. Ser la mejor soprano del mundo se volvió una obsesión. La seguridad que le transmitían Marlene y Moreschi iba poseyéndola poco a poco, insuflándole energía y gran dominio de sí.

Por su parte, el maestro Alessandro la cuidaba como a una gema de incalculable valor, convencido de que podría alcanzar el propósito que había trazado para su pupila. La seguridad de hacer de ella una diva del
bel canto
era total y absoluta, sabía que los teatros de Europa la ovacionarían, el mundo la escucharía cantar por primera vez y la adoraría por siempre porque tenía la voz más virtuosa, pura, cristalina y extensa que él había conocido.

Micaela se daba cuenta de que muchas cosas cambiaban, entre ellas, su suerte, porque había sido una gran suerte dejar Vevey y asentarse en París, la capital del mundo civilizado, como la llamaban algunos. Ahora, Vevey le resultaba un pueblito insignificante.

Su cuerpo también cambiaba. Medía lo mismo que Marlene, que era alta. Los ejercicios respiratorios y de vocalización corrigieron su postura, y atrás quedó la niña desgarbada, de hombros caídos. La dieta estricta le modeló el cuerpo, y su silueta flacucha y sin curvas desapareció para dar lugar a una esbelta y exuberante. Bajo los cautos vestidos, se le remarcaban insinuantes la cintura y los pechos. La palidez de su rostro ya no existía; su piel lozana parecía brillar y las mejillas se le coloreaban.

Una noche, en la habitación del convento, tomó conciencia de la metamorfosis de su cuerpo. De pie frente a la ventana, se deshizo del camisón y su desnudez se reflejó en el cristal. ¡Cómo habría deseado un espejo enorme! Pero un espejo constituía un elemento demasiado frívolo para encontrarlo en un convento. Sintió frío y, asombrada, descubrió que sus pezones se endurecían y sobresalían. Los rozó apenas, suaves y sensibles al tacto. Se le erizó la piel, y una sensación extraña se apoderó de ella. Cerró los ojos y, con lentitud, deslizó la mano desde el cuello hasta el pubis. Se detuvo en los senos nuevamente y palpó su incipiente redondez. Prosiguió con el descenso hasta encontrar el vello que había comenzado a crecerle hacía tiempo, suave y rizado, de un color más oscuro que el cabello.

Sintió un impulso y continuó bajando. Se tocó, con miedo primero, con más seguridad después, y descubrió una zona húmeda y sensible, muy extraña por cierto. La curiosidad la llevó a tomar el pequeño espejo de su bolso, a abrir las piernas y a mirarse. Estudió su anatomía con avidez hasta que dejó el espejo y siguió con los dedos. Se recostó sobre la cama y cerró los ojos. Tocarse ahí, o en el vientre, o los pechos, le aceleraba la respiración; se trataba de una emoción rara que le debilitaba la voluntad y le provocaba un cosquilleo muy placentero.

Marlene entró sin llamar, como solía hacer. Del susto, Micaela se incorporó con rapidez y sólo atinó a arrancar el cobertor de la cama y a cubrirse a medias. Después de un instante de sorpresa, Marlene sonrió.

—Discúlpame, querida. Aún pienso que eres mi niñita pequeña y que puedo entrar en tu cuarto sin llamar. Aunque me cueste, debo entender que ya eres toda una mujercita y que necesitas más intimidad.

Enma se disponía a salir cuando Micaela, envolviéndose un poco mejor, se le acercó.

—Perdóname, Marlene —suplicó.

—¿Perdonarte? ¿Por qué?

—Bueno... Tú sabes... Por...

—¿Por estar tocándote?

Micaela asintió y bajó la vista, muy apenada. A pesar de la confianza que las unía, en ese instante deseaba que la tierra la tragara.

—Mi niña —dijo Marlene, y le acarició el rostro—. No tengo nada que perdonarte.

—Pero la madre superiora dice que mirarse y tocarse es pecado.

Marlene hizo un gesto pícaro y negó con la cabeza.

—¿No?—se asombró Micaela—. ¿No es pecado?

—¡Mi chiquita querida! ¿Cómo podría ser pecado admirar la obra más perfecta y acabada del Señor? ¿Cómo podría ser pecado sentir cosas tan bonitas? ¿Acaso existe algo más hermoso y estético que el cuerpo de un hombre o de una mujer? Créeme, no lo hay.

—¿Por qué la madre superiora dice que es pecado?

—No lo sé. Aún no entiendo por qué algunas cosas son pecado. Pero estoy segura de que conocer tu propio cuerpo, sus partes, sus secretos, los lugares que te provocan placer, no, definitivamente, no es pecado. Más bien creo que pecado es la mentira, el odio, el rencor, la avaricia. Pecado es desear el mal a nuestros semejantes. Pecado es no perdonar.

Micaela la miró alarmada. Quizá, ella, después de todo, era una gran pecadora.

Capítulo IV

El Festival Anual de Música de Munich fue la plataforma de lanzamiento de Micaela. En la seguridad de que su pupila estaba lista, Moreschi apeló a viejas relaciones y le consiguió un lugar en el evento.

Para esa época, Micaela sólo contaba diecisiete años, edad en que, usualmente, se comienzan los estudios de canto lírico. Esta circunstancia hacía dudar a los organizadores del certamen, que la recibieron sólo por pedido especial del
Angelo di Roma.
Sin embargo, opinaban que la presentación de esa chiquilla era prematura y que resultaría desastrosa.

Micaela y Alessandro Moreschi partieron rumbo a Munich en abril de 1908. Marlene no pudo acompañarlos: la madre superiora se mostró intransigente y debió quedarse en el convento, hecha una furia. Al cabo de dos días de viaje en tren, llegaron a la famosa ciudad del festival. Micaela se enamoró del lugar, subyugada por el encanto de las construcciones barrocas.

En Munich, todo estaba dispuesto para el gran evento. En las calles, pequeñas orquestas de músicos vestidos con ropas típicas de la región anunciaban los espectáculos del día. Carteles llenos de colorido informaban las distintas actividades, que iban desde las primeras horas de la tarde hasta muy entrada la noche.

Alessandro y su pupila se alojaron en el hotel donde lo hacía la mayoría de los participantes del festival. Micaela advirtió el respeto con que los demás músicos y cantantes trataban a su maestro, y se sintió orgullosa. Después de todo, Moreschi había sido el mejor de su época. De todas formas, no faltó quien bromeara con su calidad de castrado. Decían que el maestro, viejo y cachondo, locamente enamorado de su pupila, se había dejado convencer por ésta para conseguir un lugar en el festival, pero que, de seguro, no lograría nada, sólo humillarse. Demasiado joven e inexperta, remataban con malicia. Micaela nunca lo supo, pero durante esos días en Munich, algunos la coronaron con el mote
la prima donna del castrato.

Faltaba una semana para el inicio del festival, y ya nadie pensaba lo mismo de Micaela, al menos sus compañeros de
El Barbero de Sevilla
tenían otra impresión. Durante los ensayos, Micaela había demostrado su profesionalismo y la majestuosidad de su voz; el papel de
Rosina,
creado por Rossini para su
primissima donna,
Isabella Colbran, volvía a tener en Micaela el encanto y colorido con los que se lo había interpretado a principios del siglo XIX.

Micaela, exigente y perfeccionista hasta el mínimo detalle, no dejaba pasar por alto ningún pormenor, casi rayaba en la obsesión. Practicaba durante horas, y obligaba al resto del elenco a repetir varias veces la misma escena si no la hallaba de su gusto. Algunos la tildaron de histérica, de déspota. Una joven que nadie conocía no podía dirigirlos como si ellos fuesen principiantes. Lo cierto era que Micaela daba órdenes a la par del director y del
régisseur,
y provocaba la ira de sus compañeros, que no entendían que ella sólo deseaba la excelencia. Ya nadie la miraba como a una niña inexperta de diecisiete años. Su fuerza de carácter, su decisión y la perfección de su voz la transformaron en la primera figura del grupo. Su indiscutible belleza y la frescura de su juventud terminaron por convertirla en la
Rosina
perfecta.

Una tarde, antes de la función, Micaela y su maestro compartían una taza de té en el comedor del hotel. El director Franz von Herbert, de las personalidades del festival, se acercó a la mesa con rostro desencajado.

—¡No puede sucederme a mí, Moreschi!—exclamó el hombre.

Alessandro lo invitó a tomar asiento. El músico se dejó caer en la silla y se tomó la cabeza entre las manos.

—¿Qué sucede, Franz?—preguntó Alessandro.

Micaela, muda, se limitaba a contemplarlo. Días atrás, le había parecido arrogante y soberbio. Ahora, al verlo así, tan abatido, sintió pena por él.

En pocas palabras, el director le explicó a Alessandro que la heroína de
Las Valquirias
había enfermado de catarro, y que ninguna de las cantantes del festival se animaba a interpretar el papel por considerarlo muy difícil, sólo faltaba una semana para el estreno y no tenían tiempo para ensayarlo.

Las presentaciones de Micaela en
El Barbero
ya habían comenzado, y con mucho éxito. A pesar de la reticencia inicial, la crítica había acogido de buen grado a la pupila del sopranista. Aunque contenta, Micaela no estaba completamente satisfecha.

—Yo puedo interpretar ese rol, maestro Von Herbert —afirmó la joven, muy suelta.

Ambos hombres la miraron atónitos. Esa jovencita, toda una novata, no sabía lo que decía. Micaela dejó pasar un silencio y continuó con su propuesta.

—Puedo trabajar en
El Barbero
y en
Las Valquirias.
Todo es cuestión de que usted, maestro —dijo a Von Herbert—, acomode los horarios.

La parsimonia y serenidad de la joven asombraron tanto a Von Herbert que, en su desesperación, accedió a pensar que sería factible prepararla en tan corto tiempo para un papel tan difícil. Moreschi se negó.

—Lo lamento, Franz. Micaela no está lista para los papeles dramáticos de Wagner. Yo la he educado en la escuela del
bel canto,
no está capacitada para un rol así. No quiero arriesgar su buen nombre y hacer un ridículo.

Al día siguiente, Micaela y Moreschi se encontraron con Von Herbert para iniciar los ensayos de
Las Valquirias.
Le había tomado muchas horas convencer a su maestro; finalmente, y a regañadientes, Alessandro había aceptado.

Cantar en
El Barbero de Sevilla
y en
Las Valquirias
al mismo tiempo la lanzó definitivamente a la fama. Una noche una, otra noche otra. En una representación, su voz era la de un ruiseñor, con el colorido y el timbre distintivos de un personaje de Rossini. Ejecutaba con increíble gracia los rápidos, típicos de las óperas del romanticismo, y aprovechaba los
fiorituri
para demostrar su destreza, sin abusar de ellos, fiel a la partitura y a la línea estética de la melodía. En la trágica epopeya de
Las Valquirias
todo cambiaba. Su voz se tornaba oscura, dramática, colosal. En cada nota, Micaela transmitía esa fuerza y emoción típicamente wagnerianas. El público se conmovía, no sólo con su canto desgarrador y potente, sino con su actuación magistral, mientras los colegas del festival se admiraban de la fortaleza de sus cuerdas vocales, que apenas contaban con tiempo para reponerse entre una y otra función.

La crítica alabó la versatilidad de su voz, que interpretaba con la misma maestría un personaje de Rossini y uno de Wagner. Se asombraron por la extensión y la fuerza, por el timbre y la flexibilidad Un canto sin fisuras, que flotaba hacia las notas más altas, sin estridencias ni gritos.

Todos estaban anonadados
la prima donna d'il castrato
era, sin duda, la revelación del año.

Después de Munich, Micaela se convirtió en una de las sopranos más requeridas de Europa. Viajaba la mayor parte del año. Moreschi recibía invitaciones de los teatros más afamados del continente y negociaba contratos muy ventajosos.

Al regresar a París, visitaba con frecuencia el convento para estar cerca de Marlene. Durante horas, se encerraban en su alcoba, Micaela tenía mucho que contarle, y Emma tanto más de que enorgullecerse. Sólo las angustiaba pensar que no les alcanzaría el tiempo, muy escaso por esos días.

Los parisinos la adoraban
La divina Four,
la llamaban. Eliminado su apellido vasco, usaban sólo la parte de origen francés, y así la reclamaban como propia.

El Palais Garnier en París la convocaba cada temporada, en disputa continua con el Théâtre des Italiens. Lo mismo sucedía entre el Teatro alla Scala, en Milán, y La Fenice en Venecia. También en Londres, Madrid y Viena. Inclusive, en Buenos Aires ansiaban escucharla en su nuevo teatro, el Colón, que, según se comentaba, era la joya de Sudamérica. Micaela le ordenó a Moreschi declinar la invitación de sus compatriotas.

Los contratos llovían Los empresarios teatrales sabían que, con
la divina Four
en cartelera, tenían la temporada asegurada, en cada presentación, Micaela llenaba las salas.

A medida que el éxito aumentaba, sus conocimientos se enriquecían, su voz, incluso, se volvía más hermosa y extensa, sobre todo extensa. Moreschi había descubierto esa virtud desde un principio. Micaela sostenía notas muy altas por largo tiempo, sin gran esfuerzo. La extensión de su voz le había garantizado el triunfo.

Por su parte, el maestro nunca se separaba de su pupila. Él manejaba los asuntos importantes y los pequeños detalles, se ocupaba de las cláusulas de los contratos, así como también de la alimentación y salud de la joven. Aún era muy estricto. Periódicamente, sacaba turno con un célebre médico suizo especialista en vías respiratorias que revisaba exhaustivamente a Micaela y constataba que todo marchara bien. Una vez por año, viajaban a Parma, Italia, a un sitio llamado Salso Maggiore, un lugar paradisíaco, con manantiales de aguas salsoyódicas que, entre otras virtudes, curaban los males de la garganta. En Salso, Micaela se encontraba con algunos colegas y pasaba días muy apacibles.

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