Read Marlene Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Marlene (34 page)

BOOK: Marlene
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La cena resultó un fiasco. Ralikhanta no era buen cocinero; la carne, además de medio cruda, estaba excesivamente condimentada, y la ensalada, muy desabrida. Eloy y Nathaniel conversaron de política; la guerra en Europa y sus derivaciones terminaron por ganar el lugar preferente y no se apartaron de esos temas hasta el final de la velada. Cáceres parecía respetar la opinión del inglés porque lo escuchaba con atención y casi no lo interrumpía. Micaela se sorprendió del cambio de actitud, cuando una hora antes los había encontrado enfrascados en una disputa. ¿Por qué habrían discutido? En fin, la joven se mantuvo callada gran parte de la comida, y se esforzó por tragar la carne y encontrar sabrosa la ensalada.

—Anda nomás, querida —indicó Eloy, al término de la cena—; en un minuto estoy con vos.

Micaela se despidió de Harvey y se adentró en la oscuridad del pasillo. La idea de prepararse para recibir a su esposo la entusiasmó. Cheia había acomodado el ajuar en un bolso de mano. Sacó el camisón de seda y encaje, el
déshabillé
que hacía juego y un peinador de raso, todo confeccionado por las manos de la nana. Entre medio de las prendas, había bolsitas de tul con semillas de espliego, jabones con aroma a rosas, un frasco con loción de manos y un perfume. Cada cosa la emocionaba en extremo; mamá Cheia había comprado las telas y cosido y preparado todo con amor. No pudo evitar unas lágrimas que, a poco, se convirtieron en un llanto amargo. Asustada, se preguntó por qué lloraba, y, pese a que conocía la respuesta, se negó a aceptarla. Se enjugó el rostro y decidió tomar un baño.

Se miró al espejo satisfecha; el camisón, además de elegante, era sensual e insinuante y, para lucirlo, decidió no ponerse el
déshabillé.
Tomó asiento frente al tocador, se untó las manos con la loción de limón y se perfumó generosamente. Por último, comenzó a cepillarse el cabello, mientras fantaseaba con que Eloy la encontrara en esa posición.

Tanto se cepilló que el pelo se le electrizó, y lejos de conseguir volumen y suavidad, logró poco brillo y aspereza. Volvió la mirada al reloj de pared: hacía una hora que Eloy despedía a su amigo. De seguro, continuarían enzarzados en sus polémicas. Furiosa, tomó el
déshabillé
y salió en su busca. Nuevamente, al final del pasillo, escuchó las voces subidas de tono. Esta vez, no tuvo deseos de entrar y regresó a su recámara muy abatida, donde se tumbó sobre la cama a la espera de su marido.

Micaela entreabrió los ojos y vio a Eloy de pie, al lado de la cabecera.

—Está bien, querida, volvé a dormirte.

—¿Qué hora es?

—La una y media. Discúlpame que te haya despertado. Dormite otra vez.

—Te estaba esperando —dijo Micaela, con enojo—. ¿Por qué tardaste tanto? ¿Ya se fue Nathaniel?

—Sí, ya se fue. Me quedé estudiando unos documentos que necesito a primera hora mañana.

Ostensiblemente molesta, Micaela clavó su mirada en la de Eloy, que se arrodilló a su lado, le tomó la mano y se la besó.

—Perdóname, mi amor. Me comporté como el peor de los hombres, perdóname. —Volvió a besarle la mano—. Quizá no deberíamos habernos casado hasta mi regreso. Así, habrías tenido una boda como mereces, con luna de miel y todo lo demás. Pero, te confieso, no podía esperar; quería que fueras mía lo antes posible y no pude aguardar hasta mi regreso. Tenía miedo de que, cuando volviera, te hubieras arrepentido. —Se reclinó sobre ella y la besó, primero en la frente, luego en los labios—. Micaela, mi amor, todavía no puedo creer que me hayas aceptado. No me hago a la idea de que estés aquí, en casa, de que duermas en esta cama, cerca de mí. Sos lo más puro y lindo que hay en mi vida.

Micaela le acarició el rostro y le sonrió.

—¿Por qué discutías con Nathaniel?

—¿Discutir? —repitió Eloy.

—Sí. Esta noche, cuando fui a buscarte para cenar, escuché que discutían.

—¡Ah, sí! No te preocupes, no fue nada.

—Si no fue nada, podes decírmelo —presionó ella.

—Me dijo que está locamente enamorado de vos y que, mientras yo no esté, va a venir a esta casa y te va a raptar. ¡No, es una broma! —aclaró de inmediato—. Nathaniel y yo tenemos algunos negocios en común y, a veces, no nos ponemos de acuerdo. Eso es todo.

—¿Qué clase de negocios?

—Hace poco, mi tía Otilia le vendió su parte del campo. Ahora, él y yo somos socios. Ninguno de los dos sabe mucho acerca de vacas y esas cosas, pero no nos va tan mal. De todas formas, y como escuchaste, a veces, discutimos. Creo que no fue buena idea mezclar la amistad con los negocios.

Eloy volvió a besarla suavemente y se puso de pie dispuesto a marcharse.

—¿Ya te vas? —preguntó Micaela, desconcertada.

—Sí, querida. Es muy tarde y mañana tengo que madrugar. Te prometo que, cuando vuelva, tendremos nuestra noche de bodas. Ahora estoy cansado y nervioso. No te enojes, mi amor. A mi regreso, te haré la mujer más feliz del mundo.

A pesar de la dulzura de sus palabras, el semblante de Eloy la convenció de no insistir, y, más allá de la desilusión, se aferró a su promesa y mantuvo el buen ánimo. Sí, deseaba con todas sus fuerzas amar a Eloy Cáceres y alcanzar la felicidad junto a él.

A la mañana siguiente, habituada a la ayuda de Cheia, tardó en vestirse para acompañar a Eloy al puerto, y logró ponerlo de mal humor. "Primera lección, se dijo, el señor Cáceres es muy puntual." Y aunque le pidió disculpas, Eloy se mantuvo caviloso y serio durante el viaje hasta el muelle. Al llegar y ver a un grupo de amigos que había ido a despedirlo, su talante cambió radicalmente, y Micaela se sintió aliviada. Entre la gente, descubrió a su padre, y, enseguida, le preguntó por Gastón María.

—Salió muy temprano esta mañana. Volvió a la estancia porque tenía unos asuntos pendientes. Yo creo —agregó, con una sonrisa—, que tu hermano no puede estar separado de su mujer y de su hijo mucho tiempo. ¡Quién lo ha visto y quién lo ve!

"¡Ya lo creo!", acotó Micaela para sí, convencida, además, de que Gastón María sólo quería evitar a Cáceres.

Otilia se mostró más fastidiosa que de costumbre y llenó de recomendaciones a su sobrino, que las recibió pacientemente y de buen grado. Micaela sintió celos: ella sólo había demorado unos minutos en vestirse y Eloy se había enojado; Otilia, latosa como pocas, recibía sonrisas condescendientes y besos en la frente.

Nathaniel se acercó, le tomó las manos y la miró a los ojos.

—No esté triste, señora —susurró—. Verá que el tiempo pasa rápidamente y, antes de que se dé cuenta, tendremos al señor Cáceres de regreso en Buenos Aires.

—Gracias, señor Harvey. Sus palabras son un gran consuelo. Pero ahora que somos como de la familia, le pido que me llame Micaela.

—Será un honor, Micaela. Y usted, llámeme Nathaniel. Le prometo que no se sentirá sola. Iré a visitarla a diario.

—Creí que volvía a Salta. ¿Sus asuntos con los ferrocarriles no están allá ahora?

—Sí, es cierto —afirmó el inglés—, aunque tengo cuestiones muy importantes que me retendrán un buen tiempo en Buenos Aires.

—¿De qué hablaban? —quiso saber Eloy.

—El señor Har... Digo, Nathaniel estaba diciéndome que no tiene que regresar a Salta por el momento. Se quedará en Buenos Aires y será una compañía para mí. Prometió visitarme a diario, ¿no es verdad?

—Claro que sí. Puedes irte tranquilo, Eloy, yo cuidaré a tu esposa.

—No será necesario —aseguró Eloy, lacónico—. Yo he dispuesto todo para que mi esposa esté tan protegida como si yo estuviera en casa. Y ahora, si nos disculpas, Nathaniel, quiero despedirme de ella a solas.

—Sí, por supuesto.

Harvey se alejó y Cáceres lo siguió con la vista hasta que se perdió en medio del grupo. Sorprendida por la severidad de su esposo, Micaela no se atrevió a pronunciar palabra y esperó a que él comenzara. "Segunda lección, se dijo, el señor Cáceres es muy celoso."

—Micaela, mi amor, ¿no crees que sería mejor que fueras a casa de tu padre mientras yo me ausento? Estuve pensándolo la noche entera. Creo que es lo mejor.

—De ninguna manera, Eloy. —La firmeza de su esposa lo dejó boquiabierto—. Ahora mi casa es la de la calle San Martín. No voy a moverme de ahí. Además, en el tiempo que vos no estés, quiero hacerle algunas mejoras. Ayudará a mantenerme ocupada.

Los pasajeros del paquebote comenzaron a subir. El grupo volvió a congregarse alrededor de Eloy para despedirlo, y Micaela a duras penas obtuvo un rápido beso en la mejilla.

Capítulo XXIV

—¡Qué sensatez de tu parte remozar esta casa! —aseveró Regina Pacini—. Ciertamente, es espantosa. Se parece a esas construcciones góticas, oscuras y tenebrosas. No sé cómo tu esposo pudo vivir tanto tiempo en un lugar como éste. Por eso debe de tener esa cara de amargado y pocos amigos. ¡Cómo no, si vive en un lugar como éste! ¿No te da miedo dormir sola de noche? —Micaela se quedó mirándola—. ¿Qué pasa? ¿Tengo algo en la cara? —preguntó Regina, y se pasó la mano por la frente.

—No, no —respondió Micaela—. Te miraba porque me recordaste a alguien muy querido para mí.

—¿Sí? ¿A quién?

—A
soeur
Emma, una monja del internado de Suiza.

—¿A una monja te hice acordar? ¿Y qué tengo que ver yo con una monja?

—Era una monja muy especial. En realidad, sus padres la mandaron al convento a la fuerza. No te pareces físicamente a ella, sino en el carácter. Emma era así como vos, libre y auténtica; siempre decía lo que pensaba, sin ambages.

—¿Acaso existe otra forma de decir las cosas? Es la única manera de que la gente se entienda. ¡Ah, pero no! La gente insiste e insiste en ocultar y disfrazar la verdad. Lo único que consiguen son habladurías y chismes. Por ejemplo, la muerte de tu tío Raúl Miguens. ¿Quién se cree que murió de un infarto? Todos saben que lo mataron de una cuchillada en uno de esos burdeles de los que era
habitué.

Micaela se espantó e, incapaz de ocultar la turbación, se dejó caer en el sofá.

—¡Discúlpame, querida! ¡Fui una bruta, como siempre! Creí que lo sabías.

"Y bien que lo sé", pensó.

—Cambiemos de conversación —ordenó Regina, al tiempo que le acercaba un vaso con agua—. No acepto volver a tocar temas tristes. Decime, ¿te escribís con la monjita esa, con la...? ¿Cómo era?


Soeur
Emma. No, murió hace más de un año.

—¡Hoy no pego una! —prorrumpió Regina, y, sin proponérselo, causó la hilaridad de su joven amiga—. Por lo menos, te hice reír. Hace días que te noto triste, preocupada. ¿Es por tu marido?

—Sí, puede ser.

—¡Ay, estos políticos! —exclamó
,
con las manos al cielo—. No te preocupes, cuando regrese, todo va a ir mejor.

Para las reformas, Urtiaga Four le recomendó el arquitecto de moda, Alejandro Christophersen, un hombre más bien callado y taciturno, pero con ingenio suficiente para cambiar el aspecto de una casa a la que definió como "irremediablemente anticuada". Nuevas aberturas, colores pastel en las paredes, mobiliario inglés en las salas y jarrones con flores por doquier lograron el milagro. El despacho de Eloy quedó fuera del alcance del arquitecto, y, aunque Micaela insistió en que abriera la puerta, Ralikhanta juró que no tenía la llave. Una carta de Cáceres dio por terminado el entredicho: "Prohíbo cualquier tipo de reformas en mi dormitorio y en mi escritorio". "Nueva lección, pensó Micaela, el señor Cáceres es muy celoso de sus cosas." Finalmente, Christophersen cobró una fortuna que la joven pagó gustosa.

En el tiempo que duraron las obras, Micaela se hospedó en lo de su padre. No le costó convencer a mamá Cheia de que, una vez terminada la remodelación, se mudase con ella a casa de Eloy. Moreschi, por su parte, decidió alquilar un departamento cercano a la calle San Martín, pero la pertinacia de Rafael tiró por la borda sus planes y debió aceptar la invitación para quedarse a vivir en la mansión por tiempo indefinido.

A juicio de Micaela, las cosas se encaminaban y, poco a poco, la paz y el orden retornaban a su vida. Aguardaba con ansias el regreso de Eloy, segura de que su presencia completaría el perfecto círculo de tranquilidad que había trazado a su alrededor.

Quedaba un último tema pendiente: la servidumbre. La tal Casimira resultó un desastre y no pasó mucho hasta que Micaela la despidió y contrató a dos nuevas empleadas, una para la cocina y otra para la limpieza, sujetas a las órdenes de Ralikhanta, mayordomo y chofer desde ese momento.

—¿Sucede algo, Ralikhanta? —quiso saber Micaela, que, desde algún tiempo, lo notaba extraño.

—La señora ha hecho tantos cambios... ¿Usted cree que sean del agrado del señor?

—Estoy segura de que sí. Esta casa no podía seguir así, Ralikhanta. Se necesitaban cambios radicales.

—Espero que la señora disculpe la impertinencia, pero, ¿cree que sea necesario que las empleadas nuevas se queden a vivir en la casa? ¿No sería mejor que sólo viniesen unas horas al día?

—No, de ninguna manera. Esta casa es muy grande y es necesario tenerla de punta en blanco. No te olvides que el señor Cáceres es el canciller de la Nación. Debemos prepararnos para recibir a personalidades importantes. La casa debe estar perfecta y el servicio debe ser de primera. Otra cosa —agregó Micaela, sin darle tiempo a réplica—, desde el lunes empiezas clases de castellano. Por el momento, Tomasa y Marita quedarán bajo mis órdenes, pero luego, ese tema te lo delego a ti.

Ralikhanta no atinó a decir palabra, sorprendido además de aterrorizado por las consecuencias que de seguro traerían aparejadas tantos cambios. Se retiró en el momento en que el señor Harvey, muy orondo, entraba en la sala. Al ver a Nathaniel, Micaela lo invitó a pasar cortésmente e hizo un esfuerzo por ocultar su hastío. El señor Harvey se había tomado muy en serio la promesa hecha a Eloy en el puerto y no había pasado un día que no la visitara y se preocupara de su bienestar.

—Vengo de lo de su padre —informó el inglés, al tiempo que le entregaba un ramo de fragantes nardos—. La señora Otilia me avisó que ya había regresado a casa de Eloy.

—Gracias —dijo Micaela, y se puso de pie para buscar un jarrón—. ¡Qué exquisito perfume!

—Tengo que felicitarla, ha hecho maravillas con esta casa. Parecía un caso perdido, y ahora se ha convertido en un sitio encantador. ¡Cuánta luz! Además, se respira aire fresco.

—Los nardos van a ayudar —acotó Micaela, para terminar con tantos halagos—. ¿Me acompaña con un té?

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