Sin levantar la vista de los papeles, Carlo despachó al matón.
—¡Maldita sea! —prorrumpió, después de que se cerró la puerta—. ¡Maldita seas, Marlene! —repitió, con un golpe sobre el escritorio.
Hacía cuatro días que no la veía. La primera inquietud se había convertido en desesperación que comenzaba a tornarse angustia, una angustia que lo sumergía en un desasosiego que no había experimentado antes. La excusa del estreno de
La traviata
ya no le servía. Él no era tonto: Marlene lo rehuía, no deseaba verlo. ¿Por qué? La última vez habían vivido un momento increíble, quizá el mejor, aunque también recordó haberla notado extraña, insegura entre sus brazos.
La angustia, la desesperación y la tristeza lo enfurecieron: Marlene tenía el control. ¿Qué estaba sucediéndole que no podía pasar un día sin verla? Erraba por las habitaciones de la casa como león enjaulado, la buscaba en los rincones, en la sala, donde bailaban el tango, en el patio de la parra, donde conversaba con Frida, en su cama, donde le hacía amor. En los burdeles, se distraía, repetía las órdenes, se olvidaba de asuntos importantes, perdía los papeles. No bailaba el tango con nadie, y desconcertaba a su gente que comentaba el cambio del jefe.
—¡Maldita Marlene! —exclamó.
Alguien llamó a la puerta, y Carlo invitó a pasar. Sonia entró y cerró tras de sí.
—Hola, Napo —saludó, insinuante, mientras se le aproximaba.
—¿Qué haces aquí —bramó Carlo—. Te dije que no quería volver a verte en el Carmesí.
—En el boliche de San Telmo no me quieren. Además, la imbécil de Marlene no trabaja más aquí. ¿No fue por ella que me sacaste del Carmesí? Y ahora que Polaquita no está, hace falta una buena hembra como yo, ¿no te parece, querido? —Le acarició la mejilla y le rozó los labios.
—Aquí las órdenes las doy yo. Volvé al burdel de San Telmo y no
jodás
más.
—¡Ey, qué carácter! ¿Qué te pasa? ¿Marlene no te da
bolilla!
¿Se cansó de vos? A lo mejor se topó con otro macho y te dejó.
La idea de Marlene en brazos de otro lo descontroló y estuvo a punto de abofetear a Sonia.
—¡Epa, qué mal humor! —protestó la mujer—. Parece que di en el clavo. Marlene te tiene abandonado.
Carlo la tomó por el brazo y la arrastró hasta la puerta.
—Lo que dicen de vos es cierto, entonces —dedujo Sonia, en un último intento—. Que la imbécil de Marlene te tiene como loco se puede ver a las claras. Ya no sos el mismo. Dicen que estás hecho un zonzo, baboso detrás de la estúpida esa. ¡Parece mentira, che, que un macho como vos se deje dominar por
una. papirusa
inexperta!
—¡Deja de decir
boludéeles
! —tronó Carlo—. Callate o te hago tragar las palabras. Soy el mismo de siempre. A mí ninguna mujer me mueve un pelo, ¿entendiste? Ninguna.
—Demostrámelo, entonces —ordenó Sonia.
—Cabecita se fue echando chispas, señorita —comentó Pascualito—. Dice que el Napo se va a poner furioso. Hace cuatro días que la espera.
—Podes retirarte —dijo Micaela, de mal modo.
El asunto con Varzi estaba fuera de control, hasta los sirvientes opinaban. Había manejado mal las cosas desde un principio. Demasiada gente inmiscuida que hablaba sin autoridad; no tendría que habérselo contado a nadie. Es más, no debería haber sucumbido a la atracción arrolladora de Carlo Varzi. En realidad, no tendría que haber aceptado la invitación a cenar aquella noche, aquella primera noche. Por cierto, lo mejor habría sido no cantar en el Carmesí. En verdad, no debió ir al prostíbulo la noche que Gastón María llegó herido. Conocer a Varzi había significado el mayor revés de su destino: suficiente verlo una vez para quedar hechizada, tanto que, desde ese momento en adelante, sólo hizo lo que él le dijo.
Se sintió atrapada, en manos de alguien sin compasión ni escrúpulos. No volvería a caer bajo su influjo, se abstendría de regresar a la casa de San Telmo aunque le costara lágrimas por las noches. Moreschi tenía razón: la relación con Carlo no tenía rumbo certero. ¿Qué pretendía? ¿Que le propusiera matrimonio?
"Cabecita se fue echando chispas, señorita. Dice que el Napo se va a poner furioso." La asustó saber que con su decisión de no volver a verlo le hería el orgullo de macho y compadrito. Le tuvo miedo y pensó en las mil formas que usaría para extorsionarla. Sabía demasiado acerca de ella y de su familia.
Llamaron a la puerta. Rubén, inusualmente exaltado, le pidió que se apresurara, alguien la esperaba en el hall. ¿Y si era Varzi? ¡Ay, Dios bendito! Un temblor le sacudía las piernas mientras bajaba la escalera. Antes de entrar en la sala, inspiró profundamente, se acomodó la blusa y se mesó el pelo. No estaba preparada para lo que siguió: de pie cerca del hogar, Gastón María y, sentada junto a él, una jovencita con un bebé en brazos. A pesar de su semblante pálido y cansado, no le costó reconocer a Gioacchina.
Permaneció muda, con la mirada fija en el cuadro. No podía reaccionar mientras veía que su hermano avanzaba en dirección a ella. Cuando lo tuvo a unos pasos, se dio cuenta de que le brillaban los ojos. Se abrazaron, sollozaron y Gastón María le pidió en un susurro que lo perdonara. Micaela optó como respuesta apretujarlo y besarlo en las mejillas.
—Micaela, quiero presentarte a mi esposa, Gioacchina, y a nuestro hijo, Francisco.
Gastón María se acercó a la joven y la ayudó a incorporarse.
—¿Tu esposa? —farfulló Micaela.
—Sí, nos casamos ayer y decidimos regresar hoy mismo. No veía la hora de presentártela —aseguró, y le rodeó la cintura.
Micaela cargó a su sobrino, a quien encontró increíblemente parecido a su tío Carlo. Entró Cheia, seguida por Moreschi, y continuaron las presentaciones. La nana acaparó al niño que parecía a gusto en su regazo porque se durmió al poco rato. El bullicio atrajo a Rafael, luego a Otilia. Al cabo, llegó Eloy, que acudía a una cita con Urtiaga Four, y se unió al desconcierto general.
Por un momento, Micaela se abstrajo y contempló a su familia desde un rincón. El gesto de pocos amigos de su padre había cedido gracias al rostro bondadoso y la voz dulce de Gioacchina, a la ternura del niño y al asombroso cambio de actitud de su hijo, donde la jovialidad casi impertinente había dado paso a una compostura y circunspección que llevaron a Rafael a prestar su aquiescencia sin chistar. Micaela se asombró al vislumbrar por primera vez un gesto sincero en Otilia, que insistía en cargar al niño, mientras Cheia se resistía a entregárselo. Incluso Eloy, siempre serio y lacónico, felicitó a Gaslón María y a su esposa, y les dirigió lindas palabras.
Pero faltaba Carlo. Él, quizá, más que nadie, merecía gozar este triunfo, Sin pensarlo dos veces, y olvidándose de la rotunda decisión de momentos atrás, resolvió ir a buscarlo, ansiosa por compartir la feliz noticia y decirle que Francisco tenía sus mismos ojos sesgados y pequeños.
Le indicó a Pascualito que la llevara a la casona de San Telmo, pero luego, a mitad camino, se percató de que lo encontraría en el Carmesí. Al llegar, subió deprisa las escaleras. No lo halló en su escritorio, y, ansiosa, abrió la puerta del cuarto contiguo. Carlo y Sonia estaban en la cama.
—Lo siento —dijo, con un hilo de voz.
Corrió hasta la salida, sin prestar atención a Tuli que la llamaba desde la escalera. Varzi saltó de la cama y así, desnudo, salió al pasillo; tropezó con Tuli, que ocultó el rostro, avergonzado.
—¡Corre y decile a Marlene que me espere!
Regresó a la carrera al dormitorio, donde se vistió rápidamente, ajeno a los reclamos de Sonia. En la calle, encontró a Tuli solo.
—Cuando llegué —empezó el manflorón—, el automóvil de Marlene doblaba la esquina.
Carlo piafó contra el piso, masculló unos insultos y se tomó la cabeza entre las manos, sin conseguir menguar el dolor que le lastimaba el alma.
—¿Qué le hiciste, Napo? —quiso saber Tuli—. ¿Estabas con otra?—El silencio de Carlo fue elocuente—. ¿Por qué lo hiciste? ¿No te das cuenta de que Marlene no es como las otras? Ella nunca te va a perdonar.
Imposibilitado de reaccionar, vio entrar a Tuli en el burdel y dejarlo solo en medio de la acera. Miró en torno, se sintió perdido, no sabía qué hacer. "Ella nunca te va a perdonar", volvió a escuchar.
Gastón María y su familia permanecieron con los Urtiaga Four diez días, tiempo en el cual el joven finiquitó temas pendientes desde su repentina partida. Después de confesar a su padre las circunstancias del matrimonio con la señorita Portineri, cauto en no mencionar los detalles más escabrosos, le expresó su deseo de establecerse en el campo de Azul y hacerse cargo de la administración de esa hacienda y de las estancias aledañas. Rafael se mostró intransigente al saber que en un primer momento había abandonado a su suerte a una joven como Gioacchina; sin embargo, el sincero arrepentimiento de Gastón María y su interés en las estancias lo llevaron a perdonarlo.
Más allá de la algarabía reinante, Micaela vivía uno de sus peores momentos. Envidiaba la dicha de su hermano, que, pese a haber hecho las cosas de la peor forma, había salido victorioso; ella, en su afán por ayudarlo, convencida de que actuaba juiciosamente, se había arruinado la vida. También la atormentaba el deseo de que Gioacchina dejara la casa cuanto antes, porque le recordaba a Carlo.
En varias ocasiones, y sin motivaciones lógicas, se sintió inclinada a revelarle a Gastón María su relación con Varzi, incluso, en una oportunidad en que conversaba con Gioacchina, cierta malicia, cierto orgullo herido, cierta sed de venganza, casi la llevan a confesarle que su bondadoso y misterioso protector no era más que su hermano, un proxeneta sin principios. Nunca hizo ni lo uno ni lo otro.
La traviata
era un éxito. Como siempre,
la divina Four
llenaba la sala y asombraba con su voz prodigiosa, aunque los más allegados, en especial, Moreschi y Mancinelli, notaban que la fuerza y el vigor de la soprano no eran los habituales, principalmente en lo tocante al dramatismo que la obra requería, donde se mostraba insulsa.
—Está un poco cansada —la justificaba Moreschi, consciente de que el cansancio no cabía en la melancolía de su pupila.
Micaela no podía olvidar a Carlo Varzi. Lo tenía en la cabeza permanentemente; de noche, medio dormida, se agitaba y se movía entre las sábanas; de día, la inquietaba la sensación de percibir el aroma de su piel, y lo buscaba desesperada, con la ilusión de verlo aparecer tras el cortinado de su habitación o tras el biombo del camerino.
Pero debía olvidarlo. Varzi era malo, un hombre sin corazón. ¿Qué pretendía al enamorarse de un hombre sin corazón? ¿Acaso se había vuelto loca? Sí, completa y absolutamente loca por él. Lo odiaba por hacerla sentir así, lo odiaba por amarlo tanto y él nada. Aunque no lo culparía, consciente había estado de con quién se metía, y, haciendo oídos sordos a su razón, había seguido adelante con la descabellada idea. Ahora debía pagar. Pagar, pagar y pagar. Un error que le costaría muy caro.
Y el precio se encarecía en tanto Varzi no dejaba de acosarla y buscarla. Se había abstenido de presentarse en casa de su padre, cosa que le agradecía, pero la había perseguido por el resto de la ciudad. Cabecita y Mudo conocían sus pasos y, cada tanto, Varzi los acompañaba en el coche. Le enviaba arreglos florales, regalos costosos, y nunca faltaba la orquídea blanca después de las funciones, a las que concurría con la constancia de un alumno aplicado, sentado en el palco de proscenio. Notas pidiéndole que se encontraran, que necesitaba verla, que la deseaba, que Abelardo echaba de menos a Eloísa, que debían bailar el tango, pero nunca "perdón", ni asomo de la palabra "amor".
Micaela se enfurecía consigo cada vez que leía las tarjetas en busca del arrepentimiento y la muestra de sincero cariño que tanto anhelaba. ¿Cómo permitirse esperar un pedido de perdón de Varzi si él estaba convencido de que no había hecho nada malo? ¡Ilusa y mil veces ilusa!
En efecto, el papel de crédula y tonta lo había interpretado ella. Carlo jamás le había prometido nada ni se había obligado de manera alguna. ¿Por qué le exigía una fidelidad que no le había ofrecido? Celosa y humillada, herida y traicionada, representaban calificativos que no le cabían; sólo la hacían quedar como estúpida. Por más que se le partiera el corazón, la imagen sórdida de Carlo y Sonia en la cama le había quitado la venda de los ojos. De otra manera, ¿hasta cuándo habría seguido con él, sin sentido ni rumbo, exponiéndose y arriesgando su carrera, además del buen nombre de su padre? ¡Ah, qué ganas de estar en París! ¡Maldita guerra!
En su necesidad de huir de Varzi, Micaela se encaprichó con regresar a Europa, y, avergonzada de sí, debió reconocer su cobardía. ¿Hasta cuándo seguiría huyendo de sus malos recuerdos? Casi un año atrás, había escapado de París para olvidar a Marlene; ahora, necesitaba abandonar Buenos Aires para alejarse de Varzi.
A Eloy le llevó una tarde disuadirla. Los cables que recibían en la Cancillería manifestaban que la guerra hacía estragos y que la gente sufría serias carencias. Los relatos descarnados que pormenorizó impresionaron a Micaela y, aunque lucía convencida, Eloy aún tenía reparos.
—Y sepa, señorita —agregó—, que algunas de las batallas tienen lugar tan cerca de París que se comenta que los soldados toman un taxi para llegar al frente.
Micaela se convenció de que ni mil Varzis juntos la harían caer en ese infierno. Debía ser valiente y enfrentarlo. Pronto cejaría en su hostigamiento y la dejaría en paz.
—Disculpe si con mis relatos la he perturbado —expresó Cáceres—, pero me desesperé cuando dijo que deseaba regresar a París y no encontré otra forma más efectiva para obligarla a desistir que exponiéndole los hechos tal cual son.
Micaela no habló; en cambio, y sin recato, lo contempló fijamente. La tranquilizó la suavidad de su mirada clara y la bondad de sus gestos.
—Gracias, señor Cáceres —retomó—. Le agradezco que se preocupe por mí y por mi bienestar. —Hizo una pausa; luego comentó que había pasado una tarde muy placentera junto a él—. Espero que se repita —agregó—. Hacía tiempo que no lo veía en casa, hacía tiempo que no venía a visitarnos.
—En realidad, yo estuve viniendo a casa de su padre con la asiduidad de costumbre. Es usted la que no se dejaba ver por aquí. En el último tiempo, era casi imposible encontrarla —afirmó Eloy, con intención.
Micaela se sonrojó y bajó la vista.