Read Marlene Online

Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Marlene (39 page)

BOOK: Marlene
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—¡No, señor Varzi, quédese tranquilo! El señor Gastón María ha cambiado mucho y para bien. Se nota que quiere a su hermana y jamás he visto u oído que la trate mal o le grite. Estamos muy tranquilos en el campo. ¿Cuándo nos visitará otra vez en la estancia, señor?

—Urtiaga Four no quiere que vuelva al campo por el momento. Pero yo tenía muchas ganas de ver a mi hermana y lo obligué a que me invitara esta noche. Gionachina no sabe quién soy y tengo que aprovechar las escasas oportunidades que se presentan para verla sin levantar sospechas.

—Si quiere, señor, usted puede ir al pueblo que está cerca de la estancia y hospedarse en la posada. Con alguna excusa, yo le llevaría a Francisquito para que lo viera.

—Ya veremos, señora Bennet, ya veremos.

Micaela se apresuró a desaparecer cuando Varzi se despidió de la inglesa.

"Pero yo tenía muchas ganas de ver a mi hermana y lo obligué a que me invitara esta noche." Ilusa si por un instante había imaginado que Varzi se encontraba en casa de su padre para verla a ella. Carlo Varzi jamás le perdonaría la traición con Cáceres. Su actitud, displicente y fría, hablaba por sí sola, y reproche era lo único que Micaela distinguía en las maneras de su antiguo amante. Se enfureció cuando las escenas de Carlo y Sonia, juntos en la cama, le volvieron a la cabeza. Bajó deprisa los últimos peldaños y entró decidida en el salón de música. La ira la ayudó a enfrentar al auditorio sin inhibiciones.

Aún la aplaudían cuando divisó a Carlo escabullirse hacia el hall; le costó abandonar la sala y dirigirse tras él. Cáceres la siguió con la mirada, pero alguien se acercó a felicitarlo por su gestión como canciller y la perdió de vista. A pesar de que el hall se hallaba en penumbras, Micaela supo de inmediato que Varzi no estaba allí y cruzó en dirección al jardín de invierno.

Carlo había salido a la terraza y fumaba impasiblemente apoyado sobre la balaustrada, con la vista fija en la luna llena. Apagó el cigarro antes de terminarlo y volvió la mirada al jardín. Se maravilló con la imponencia de los cipreses, la hermosura de la fuente y los parterres bien cuidados. En un instante, el embeleso se tornó en mortificación, y, mal predispuesto, decidió volver a la fiesta.

Se quedó de una pieza al descubrir a Micaela en la puerta, que lo observaba inmutable. Lucía pálida, ¿o era el reflejo de la luna sobre su piel? Los ojos le brillaban con melancolía. Consiguió reponerse, dominar la sorpresa y apaciguar la excitación.

—No sé qué estoy haciendo aquí —la escuchó decir.

Carlo avanzó unos pasos y se detuvo muy cerca; la contempló largamente antes de hablar.

—Yo sí sé que estás haciendo aquí. Marlene —susurró, un instante después—. Mi Marlene.

Los ojos de Micaela se colmaron de lágrimas incontenibles, que cayeron por sus mejillas hasta que Carlo las secó con la mano.

—Es un desperdicio —aseguró él—. Buenos músicos, mucho espacio, la mujer más hermosa que vi alguna vez, y no puedo bailar un tango con ella. —La tomó por la cintura y la atrajo hacia su pecho—. Vení a casa. Pasemos la noche juntos. Te extraño, Abelardo y yo te extrañamos, a vos y a Eloísa.

—Carlo, por favo —rogó, sin convicción—, déjame. ¿No te das cuenta de que mi esposo está a unos metros de este lugar?

—¿Tu esposo? ¿Ese mentecato afeminado que no te miró siquiera una vez? ¿Ese te preocupa? Con tu hermosura, yo no te habría dejado un segundo. ¡No me hables de
tu esposo
! ¡No lo menciones!

—¡Y de quién tendríamos que hablar, entonces! —prorrumpió, y se separó de él—. ¿De Sonia? ¿De Sonia y de tus amoríos con ella?

—Sonia está muerta —afirmó Carlo—. Sí, muerta —repitió, ante el azoro de Micaela—. La tarde que nos encontraste, la eché de mis locales, le dije que no la quería en el Carmesí ni en ningún otro lado. Se marchó al día siguiente y supe después que la había asesinado el "mocha lenguas".

Micaela intentó retornar a la mansión, pero Carlo la tomó de la mano y la arrastró hasta la balaustrada, donde la apoyó y la encerró entre sus brazos. Casi le rozó los labios al decirle:

—Nunca me diste la oportunidad de explicarte lo que sucedió esa tarde.

—Nunca te di la oportunidad porque no había nada que explicar. Sos el tipo de hombre que si no tiene un serrallo no puede vivir, y yo no estaba dispuesta a aceptar esa regla de juego.

—Durante el tiempo que fuiste mi mujer, nunca estuve con otra. —Micaela quiso replicar, pero Carlo la acalló con un dedo sobre la boca—. Déjame hablar, Marlene. Esa tarde, la tarde que me encontraste con Sonia, te había mandado buscar con Cabecita. Como los días anteriores, volvió solo y me dijo que no podías venir. Mejor dicho, que no
querías
venir. Hacía tiempo que me evadías, que no deseabas verme. Me molestaba tu actitud de nena caprichosa, pero más me molestaba no tenerte entre mis brazos, no poder besarte y hacerte el amor. Me desesperé, me llené de coraje e indignación. Te odié por no querer estar conmigo, por negarme tu cara, tu cuerpo, tu pasión. En ese momento, llegó Sonia y...

—Y el señor no pudo contener su excitación, y, como los animales, se dejó llevar por el instinto. ¿A quién querés engañar, Cario? Sé muy bien cómo sos, sé que lo único que te interesa es la carne. Ves a la mujer como a un instrumento capaz de satisfacer tu necesidad sexual. Y yo, como idiota, caí bajo tus encantos. Me gustaría saber qué habría sucedido si me encontrabas a mí con otro en la cama.

—¡Te habría matado!

—Sos un descarado. Yo tengo que comprender tu engaño porque estabas lleno de coraje y odio. En cambio, si me hubieras encontrado con otro, me habrías matado. Sos
el
machista por antonomasia, Carlo Varzi. Te desprecio. No quiero volver a verte. ¡Soltame, tengo que volver a la fiesta con mi esposo!

—¡Te dije que no lo mencionaras enfrente de mí!

Micaela se replegó contra la barandilla. Carlo tenía el rostro encarnado y abría muy grandes los ojos.

—Me traicionaste con ese pelele de mierda y, ya ves, no te maté todavía, aunque ganas no me faltan. —La sujetó por el cabello y le rodeó la cintura—. No soporto pensar que te toca, que te besa; me vuelvo loco imaginando que te hace su mujer. ¡Ah, lo degollaría! ¡Lo odio y te odio a vos por haberte entregado a él!

No obstante el esfuerzo por reprimirse, Micaela comenzó a sollozar y a temblar. La furia de Carlo la atemorizaba y la desconcertaba a la vez. Los celos lo habían sacado de sí. ¿Celos de machista con orgullo mancillado o celos de hombre enamorado?

—¿Por qué viniste esta noche a casa de mi padre?—preguntó, entre lágrimas—. Para ver a tu hermana, ¿no? Para verla a ella y a tu sobrino.

—¡Estúpida! A Gioacchina y a Francisco los veo cuando quiero. Esta noche vine a verte a vos.

—¿Y por qué no me buscaste antes? Pasaron muchos meses desde la última vez que nos vimos.

—¿Te olvidas que, en un principio, te busqué, te mandé flores, cartas, y que nunca me respondiste?

—¿No te das cuenta de que no quiero nada con vos? ¿Por qué volvés ahora? ¿Para atormentarme, para quitarme la paz? ¿Por qué ahora? ¿Por qué?

La voz de Eloy que llamaba a Micaela rompió el sortilegio, y, aunque Carlo tuvo la intención de escabullirse al parque, ella se desembarazó de él y, antes de correr hacia la mansión, le ordenó en un susurro acerado:

—No vuelvas a molestarme. Déjame en paz.

Columbró la figura de su esposo en el jardín de invierno y se acercó con presteza.

—Micaela, hace rato que estoy buscándote —manifestó Cáceres—. ¿Dónde te habías metido?

—Necesitaba un poco de aire fresco y salí a la terraza. Vamos, ahora quiero estar en la fiesta.

Regresó a la sala del brazo de su esposo y, en lo que restó de la noche, no volvió a ver a Varzi.

—Soy un idiota —dijo Carlo, medio escondido detrás de un ligustro, mientras la observaba reintegrarse a la fiesta junto a Cáceres. No volvería a entrar, no señor. Antes muerto que verla bailar con el
bienudo.
Cabecita y Mudo se sobresaltaron cuando Carlo subió a la parte trasera del automóvil y dio un portazo.

—¡Ey, Napo, flor de
julepe
nos diste! —se quejó Cabecita—. ¿Qué pasó? ¿Ya se terminó la
garufa
? Por la
jeta
que traes, parece que no te fue nada bien con Marlene. ¡Ay! —exclamó, cuando Mudo le asestó un codazo.

—Cerra el pico, Cabeza —amenazó Varzi—, y llévame a casa.

Al pasar cerca del portón principal, Carlo volteó a mirar. El brillo reinante en el interior de la mansión se delataba a través de las ventanas, y el recuerdo del boato del lugar y del refinamiento de la gente lo pusieron de mal humor. ¡Cuánto lujo y derroche! El mejor champán, comida exótica, las mujeres mejor vestidas, los hombres más distinguidos. El salón de baile logró impresionarlo, refulgente con sus molduras en oro, sus arañas con centenares de caireles, el piso de madera bruñida, los exquisitos adornos, los óleos y las esculturas. Escuchó hablar en francés y en inglés. Las mujeres comentaban su último viaje a Europa y se lamentaban por la guerra, que no les permitía regresar de compras. Los hombres, cigarro en mano, polemizaban acerca de la Ley Sáenz Peña que pondría al país en manos de la gentuza.

"La gentuza", repitió Cario para sí, "yo soy la gentuza." Mudo tenía razón, Marlene nunca dejaría ese entorno rutilante. "¿No te das cuenta que esa mina no pertenece a nuestro mundo? Ella se casó con Eloy Cáceres, el Canciller de la República... Ella es de la jailaife y ahí se va a quedar. Así son éstas." Además, ¿qué tenía él para ofrecerle? Por más que cambiara de vida, jamás alcanzaría su nivel.

—Che, Napo —retomó Cabecita—, ¿cómo la encontraste a Marlene? ¿No es cierto que está desmejorada?

—No sé —respondió Carlo, lacónico.

—¿Será porque trabaja mucho? Todo el día de aquí para allá, no para un segundo. Si no está en el Colón, tiene algún compromiso. A su casa no llega sino hasta la noche y...

—Ya sé todo eso —interrumpió Carlo.

—Sí, claro. Che, Napo, ¿estaba linda? Con Mudo, apenas la vimos cuando entró. ¿Qué tal, estaba linda?

—No me fijé.

—Durante este tiempo que estuvimos siguiéndola, Mudo y yo nos dimos cuenta de que, día a día, tiene peor cara. Tendrías que estar contento, por lo menos se nota a leguas que Cáceres no es bueno en la cama, si no, tendría que estar resplandeciente.

—¡Me hartaste! —vociferó Carlo; lo tomó por el cuello y lo obligó a frenar de súbito—. ¡Te dije que cerraras el pico porque no estoy para jodas! ¡Bájate del auto y volvé caminando! ¡Dale, que no tengo toda la noche!

Mudo tomó el lugar de su compañero, arrancó el automóvil a toda prisa y dejó a Cabecita en medio de la calle.

—Me parece que se te fue la mano —intervino Mudo—. Cabecita quería levantarte el ánimo.

—¡Que le levante el ánimo a su abuela!

Sobrevino un silencio en el que Mudo reflexionó la conveniencia de platicar con su jefe. A punto de desistir, se le ocurrió preguntar por Gioacchina.

—¿Cómo están tu hermana y Francisco?

—Ellos están bien.

—Entonces, ¿qué carajo te pasa? Es por Marlene, ¿no? Conmigo no simules, Napo, te conozco. —Luego de una pausa, agregó—: ¡Menos mal que no ibas a la
garufa
para verla a ella! —Carlo lanzó un gruñido y dio vuelta la cara—. ¡Qué
berretín
que tenés con esa
paica
! ¡
Mamma mia,
pareces un nene encaprichado con un juguete!

—No te preocupes, Mudo, hoy me di cuenta de que Marlene, mejor dicho, que Micaela Urtiaga Four es un imposible. No voy a volver a insistir.

Esa noche, después de la fiesta, Eloy la visitó en su alcoba. Micaela se extrañó, pues había pasado mucho tiempo desde la última vez. También se incomodó, y deseó que hablara rápidamente y que la dejara sola.

—Seguí con lo que estabas haciendo —le indicó su esposo, y se sentó próximo a ella.

Micaela volvió a la
toilette
y continuó cepillándose. Por el espejo, advirtió que Eloy la miraba con deseo y sintió repulsión. Se asustó cuando su esposo habló.

—Estabas muy hermosa esta noche. No hubo uno en la fiesta que no te admirara. Tengo que confesarte que me sentí orgulloso, pero también me dieron muchos celos; no pude evitarlo. —Caminó hacia ella, se arrodilló y puso la cabeza sobre su regazo—. Micaela, mi amor, sé que te he descuidado que te he desatendido. Perdóname. Decime que me perdonas.

—Eloy, por favor...

—No soporto que otros hombres te miren. Esta noche, más de uno te habría llevado gustoso a la cama.

—¡Eloy, basta!

—Es cierto, ¿por qué vamos a negarlo? Alguno de ellos podría darte lo que yo no. Soy un egoísta por no permitirte tener un amante que satisfaga tus deseos de mujer, pero te juro, mi amor, no tolero la idea de que otro te ponga un dedo encima. Perdóname.

—Prometí que no te dejaría y voy a cumplir mi palabra. Pero vos no cumplís la tuya. —Eloy levantó el rostro y miró sin entender—. ¿Te olvidas que prometiste consultar a un médico? Cada vez que te pregunto o te menciono el tema te irritas y cambias la conversación. Yo comprendo, es una cuestión humillante, pero debes hacer algo para recuperar tu virilidad. No podes dejarte vencer.

—Quizá nunca pueda curarme —aseguró Eloy, y se puso de pie—. El doctor Manoratti no me dio esperanzas.

—¿Por qué no me lo dijiste? Yo tengo derecho a saber.

—¿Y para qué querés saber, eh? ¿Para dejarme? ¿Para irte con otro que pueda satisfacer tus deseos carnales?

—No creo merecer este sarcasmo. No voy a soportar tu grosería. Te ruego que dejes mi habitación, quiero estar sola. —Micaela abandonó la silla y señaló la puerta—. Por favor, estoy muy cansada.

Eloy se tomó la cabeza y cerró los ojos.

—Perdóname, mi amor —dijo, y se acercó a ella—. Perdóname, soy un cretino, un tirano. ¿Cómo voy a tratarte así? ¿Cómo, si te adoro? No quiero perderte, por eso actúo como un patán. Me muero si te pierdo.

"¿Qué hago, Dios mío? Esto es una farsa. No puede seguir." Se le agolparon las palabras en la boca, pero no halló valor para confesarle que no lo amaba, que nunca lo amaría, aunque superara la enfermedad. La desesperación de Cáceres la obligó a desistir.

—No te atormentes. Vamos a consultar a otros médicos, alguna cura debe de existir.

Eloy le dio la espalda y caminó hacia la ventana.

—Voy a visitar a un médico francés muy famoso —dijo—, que Manoratti me recomendó. Se llama Charcot. La guerra lo ahuyentó de su país. Por ahora, está radicado en Buenos Aires. El es mi última oportunidad.

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