—Perdóname, mi amor, perdóname —dijo varias veces, reconfortado, en parte, por el abrazo de ella—. Los celos están volviéndome loco. Me esfuerzo por no pensar, pero la idea de que cuando quiere puede hacerte su mujer me desquicia.
Micaela se acuclilló frente a él y le acarició el cabello renegrido.
—Sí, es cierto, soy la esposa de Eloy Cáceres, pero nunca fui ni seré su mujer. Yo soy la mujer de Carlo Varzi. —Guardó silencio para estudiar la reacción de su amante—. Estoy tratando de decirte que entre Eloy y yo nunca pasó nada, Carlo. Nunca me tocó.
—¿Vos y él nunca...? —Carlo la miró ceñudo—. ¿Querés decir que nunca te puso un dedo encima? ¿Nunca? ¡Imposible! Estás mintiéndome. —Micaela negó seriamente—. ¡Ya decía yo que ese
bienudo
de mierda era un
marica
!
—No se trata de eso. Eloy es impotente.
—¿No se le para? ¡Ja! ¡Eso sí que es bueno! Ahí tiene por meterse con mi
naifa,
¡qué carajo! —Mermó su entusiasmo y añadió—: Insisto, Marlene, ese tipo es un
marica.
Vos le pararías la verga a una estatua.
La grosería de Carlo le molestó; después de todo, se burlaba de un hombre enfermo.
—Eloy es impotente culpa de una fiebre que contrajo dos años atrás. Casi muere.
—¿Y se casó con vos sabiendo que no podía hacerte su mujer?
—Basta, no quiero hablar más de esto.
—Está bien, a mí tampoco me importa lo que le pase a ese tipo. Por mí, ¡que reviente!
El tema de Eloy la desanimó. Un hombre atormentado por deficiencias físicas y recuerdos macabros sólo podía inspirar compasión. Tomó la camisa del suelo e intentó ponérsela. Le quedaba sólo un botón y tenía la tela desgarrada a la altura del pecho.
—¿Querés que le pida a Frida que la cosa?
—Esta camisa ya no tiene remedio. Me cubro con la chaqueta.
Carlo hizo un gesto de contrariedad que a Micaela le causó gracia.
—Parece fina y costosa.
—Sí, lo era.
—¿Por qué no vamos a una de esas tiendas donde van las de la
haute
y te compro ropa bien
finoli
y cara?
—No, Carlo, tengo que irme. Moreschi debe de estar a punto de perder la razón. Lo cité hoy al mediodía y ya son las cuatro de la tarde.
—De todas formas —añadió Carlo—, nunca te mostrarías en público conmigo.
"Hay tanto de qué hablar, pensó Micaela, tantas cosas que resolver, cuestiones que zanjar." Sin embargo, no se sintió abrumada con Carlo a su lado.
El automóvil con Ralikhanta dormido dentro se encontraba aparcado en la otra cuadra, a la sombra. Micaela propinó unos leves golpeteos al vidrio y el indio saltó en la butaca. Se acomodó la gorra y se alisó el saco y el pantalón.
—¿A la casa, señora?
—Sí, Ralikhanta, a casa.
La prudencia y discreción de su sirviente la ayudaron, y pronto se relajó en el asiento trasero del coche, donde se abandonó a pensamientos agradables y recreó sensaciones que le aceleraron la respiración. Le extrañó que Carlo no le hubiese exigido que dejase a Cáceres. Ella, por su parte, no le había preguntado acerca de la venta de los locales, ni por la nueva empresa. ¿Y lo que le dijo la mujer en el Carmesí, que Carlo iba a regresar a Napóles? ¿Qué absurda idea era ésa? ¿Sería verdad? ¿Por qué se había encontrado con Cabecita y Mudo en la puerta del burdel? "¿Qué haces aquí?", había querido saber ella. "Eso que te lo explique el Napo", había sido la respuesta. ¿La haría seguir por sus hombres? No volverían a verse en unos días y, hasta el reencuentro, viviría con la intriga.
—Disculpe, señora —interrumpió Ralikhanta—, ¿qué debo decir si la señora Cheia me pregunta? Siempre lo hace.
No tenía opción: el indio debía convertirse en su cómplice. Aunque ella no le mencionara abiertamente a su amante, Ralikhanta no tardaría en deducirlo, si no lo había hecho ya. ¿No resultaba peligroso? Después de todo, se trataba del hombre de confianza de su esposo. Decidió arriesgarse, inclinada a pensar que Ralikhanta no la delataría. ¿O sí?
—A quien te pregunte le informas que estuvimos de compras.
—No tenemos un solo paquete, señora.
Micaela se avergonzó de su torpeza.
—Bien, Ralikhanta, estuvimos en casa de la señora de Alvear.
Al llegar, mamá Cheia la recibió en el vestíbulo.
—¿Dónde te metiste todo el día? Estaba loca de preocupación. Moreschi acaba de irse hecho una furia. Te esperó un montón de tiempo. Almorzó con el señor Eloy.
—¿Eloy vino a almorzar?
—Vino a almorzar, sí, pero no probó bocado, el pobre. ¡Y yo no sabía decirle adonde te habías metido! Se supone que yo siempre sé dónde estás. ¿Dónde estuviste?
—Con Regina.
—¿Con la señora de Alvear? ¡Mentira! Después de que te fuiste, la señora envió a uno de sus sirvientes con una nota en donde te invitaba a tomar el té a su casa esta tarde.
Micaela se quedó sin palabras; un segundo después, atinó a decir:
—Nos encontramos en Harrod's esta mañana. Me contó lo de la invitación, y decidimos pasar el día juntas.
—A mamá mona con bananas verdes, no, Micaela —sentenció la negra.
—Basta de interrogatorios. No soy una nena. Soy una mujer casada.
—Espero que no lo olvides. Anda nomás. Vos y yo vamos a hablar luego. Tu esposo te espera en el comedor. Está con el señor Harvey.
—¡Con Harvey!
—Sí —respondió Cheia—. ¿Qué tiene de malo? ¿Acaso no es su mejor amigo?
—Sí,
el mejor.
Se detuvo antes de entrar en la sala. Eloy y Nathaniel conversaban en voz baja.
—Buenas tardes —se anunció, desde el ingreso.
Cáceres volteó rápidamente y le echó un vistazo furibundo. Harvey, en cambio, le dispensó una reverencia y una sonrisa cordial. "Maldito embustero", pensó, mientras le devolvía el saludo. Eloy se compuso y salió a recibirla. Le besó levemente los labios y le preguntó dónde había estado con simulada apatía.
—Con Regina —mintió—. Discúlpame, no sabía que vendrías a almorzar.
—Está bien, no te preocupes. Pero me alarmé un poco cuando Moreschi me dijo que lo habías citado al mediodía.
—¡Ah, el maestro! Siempre entiende mal. Le dije que yo lo mandaba a buscar a casa de mi padre al mediodía. Pero es tan ansioso que vino por su cuenta, y, claro, no me encontró.
Eloy la contempló fijamente a los ojos. Micaela le sostuvo la mirada, y supo esconder la culpa que la embargaba. Quizá debería sincerarse con él, era un buen hombre, de espíritu noble, seguramente la entendería. ¿Por qué mentirle? "Amo a otro hombre, Eloy. Un hombre que me hace el amor como vos nunca podrías, aunque te curases." Estas palabras serían como el golpe de gracia a un moribundo, terminarían por destruirlo, por arrasar la poca confianza que le quedaba, y lo sumirían en la desesperación o, peor aun, lo llevarían a un límite que la horrorizaba imaginar. Sus pesadillas, su comportamiento ambiguo, sus momentos de ostracismo, ¿no revelaban la debilidad de su cordura? Pobre Eloy. No, esperaría.
—¿Por qué no me traes esos documentos? —intervino Nathaniel, que no había perdido ápice de la escena—. Debo regresar a la compañía cuanto antes.
—Sí, seguro, ya te los traigo. Aunque no recuerdo dónde los puse. Vas a tener que esperar unos minutos.
Salió Cáceres, y Harvey se acercó a Micaela, con mirada picara y sonrisa burlona.
—Nunca en mi vida —empezó la joven—, había visto tanta desfachatez junta.
—Nunca en mi vida —remedó Harvey—, había visto una mujer que me excitara tanto.
—Pensé que después de lo ayer no tendría el disgusto de volver a verlo. No sea descarado. Váyase y no vuelva. O tendré que contarle la verdad a mi esposo.
—¿Por qué no lo hiciste hasta ahora? Te lo diré yo: porque sabes que no te creerá. Eloy siente por mí un agradecimiento infinito y me ha convertido casi en un dios. Por otra parte, yo esgrimiría mi conveniente versión de los hechos: me coqueteaste descaradamente para tentarme, buscando en mí lo que no encuentras en tu matrimonio. Él, mejor que nadie, sabe que no estás satisfecha como mujer y...
—¡Basta! ¡Cállese! —explotó Micaela—. Váyase de mi casa y no vuelva, o moveré cielo y tierra, haré uso de todos mis contactos e influencias para que termine tan lejos de Buenos Aires que le tomaría tres años regresar.
—¡Ey, pero si la dulce y angelical
divina Four
es en realidad una gatita rabiosa! ¡Ah, mucho mejor!
La sujetó por la mandíbula y le introdujo la lengua con brutalidad, como si quisiera llegarle a la garganta. Le quitaba la respiración, le imprimía los dedos sobre el rostro y la apretaba contra su cuerpo. Micaela ahogó un alarido cuando Harvey la mordió. Logró apartarlo de un empellón y corrió a protegerse detrás de la mesa. Sintió los labios enrojecidos e hinchados; la lengua le latía dolorosamente.
—No puedo creer el monstruo que es —dijo, en medio de la agitación—. ¡Cómo me engañó! Yo pensaba lo mejor de usted.
—No soy una mala persona —respondió Nathaniel, con sorna—. Aunque, como todos, soy capaz de cualquier cosa para conseguir lo que quiero. Soy capaz de lo inimaginable. En lo demás, soy bastante educado y correcto.
Regina Pacini se apersonó en la sala y observó la situación con desconfianza.
—Regina —gimoteó Micaela, y salió a recibirla, con la mano sobre la boca.
—¡Oh, pero qué agradable sorpresa, señora de Alvear! —exclamó Harvey—. Es increíble la gran amistad que se ha forjado entre ustedes en tan poco tiempo. Pensar que pasaron la mayor parte del día juntas y ahora también tomarán el té. ¡Qué notable!
Regina lo miró confundida, y, enseguida, advirtió el pellizco de Micaela.
—Se equivoca, señor Harvey, no vengo a tomar el té. Mi amiga se olvidó este paquete en mi coche y vine a devolvérselo.
—¡Oh!
—Si nos disculpa, señor Harvey —habló Micaela—, debemos retirarnos.
Tomó a su amiga del brazo y la condujo al interior de la casa. Regina pidió explicaciones, pero sólo después de atrancar la puerta de su recámara, Micaela se sintió dispuesta a hablar.
—¿Qué me decía el inglesito ese? ¿Que vos y yo pasamos el día juntas? ¿Qué te pasó en los labios? —preguntó alarmada—. No me digas que te pegó.
—No, no me pegó. —Micaela se echó en el sillón y se sostuvo la cabeza—. Trató de propasarse. Es la segunda vez que lo hace.
—¡Que qué! ¡Y me lo decís así, tan campante! Te dije que ese tipo no me gustaba. Yo olfateaba que detrás de esa traza de elegante inglés había un pillo de cuarta. ¡Ah, pero mejor que no se haya ido porque le voy a cantar las cuarenta, depravado de porquería!
—¡No, Regina! Por favor te pido, deja las cosas como están. No quiero problemas con mi esposo. Debe de estar con él ahora.
—¿El Canciller está en la casa en este momento?—Micaela asintió—. ¡Qué descarado es ese Harvey! ¡Faltarte el respeto a metros del que llama su mejor amigo! ¿No te resulta extraña la impunidad con la que actúa ese hombre? Deberías decírselo al Canciller.
—El nunca creería que fue Nathaniel quien se comportó mal, sino que fui yo quien lo provocó. A causa de su impotencia, se ha vuelto obsesivamente celoso; piensa que cada hombre que se me acerca es mi amante. No, jamás me creería.
Regina se desplomó a su lado, abrumada por la mala suerte de su amiga.
—Menos mal que te compré un regalo —dijo, y se levantó en busca de la caja—. Fue una excusa válida para encubrirte.
—Gracias —respondió Micaela, mientras lo abría—. Es muy lindo.
—Apenas lo vi dije que este sombrero estaba hecho para vos. ¿Me vas a contar qué es este asunto de que vos y yo pasamos el día juntas?
Sólo había tenido un encuentro con Varzi y la situación se complicaba minuto a minuto, como un recipiente lleno de fisuras que no alcanzaba a cubrir.
—Estuve con un hombre —confesó.
—¿Un hombre? ¿Un amante?—aventuró, y Micaela asintió—. ¿Tenés un amante? ¡Es la mejor noticia que podrías haberme dado! Quiero todos los detalles. ¿Quién es? ¿Lo conozco? ¿Es guapo? ¡Vamos, habla!
—Sí, lo conoces. Es Varzi, el hombre que me presentaste en la fiesta de mi padre.
Regina gritó, llena de satisfacción, y se proclamó la mejor celestina de Buenos Aires, sus arreglos amorosos nunca habían fallado: cinco matrimonios felices y otras tantas parejas de amantes agradecidos. ¿Cómo no conseguir algo bueno para su mejor amiga?
Micaela la dejó discurrir, convencida de que su agitación le servía para evitar una retahíla de preguntas. Cuando Regina se tranquilizó, Micaela tomó la palabra para verter la información precisa sin darle tiempo a pensar demasiado.
—Varzi es un hombre muy peculiar. Vive en San Telmo. Así es —ratificó, ante la mueca de su amiga—. Es napolitano y dueño de una empresa de exportación e importación. Por ahora, es todo lo que sé.
—Estuve haciendo averiguaciones entre mis amigas, pero ninguna ha escuchado acerca de él. Lo que puedo decirte es que todas quedaron muy impresionadas. Ese estilo mediterráneo, con ojos negros y labios carnosos, ¡ah, seduce a cualquiera!
—Como ya sabes, es conocido de mi hermano. Gastón María siempre se ha caracterizado por tener relaciones fuera de lo común, sacadas de vaya saber dónde. En fin, ésta es la situación.
—¿Así me lo decís, como si se tratara de un negocio o de un contrato con algún teatro? Contame, por amor de Dios, ¿es bueno en la cama?
—Sí, estuvo bien.
No obstante las dificultades para satisfacer la curiosidad de Regina, se mantuvo firme y no reveló sentimientos y sensaciones que pertenecían exclusivamente al mundo maravilloso que habían creado ella y Cario.
—Contás con mí absoluta discreción —aseguró la Pacini—. Y, ciertamente —añadió—, me podes usar como excusa cuando tengas que encontrarte con él.
Carlo controló su malhumor al despedir a Micaela, incluso después, cuando el vacío que siguió casi lo impulsa a correr a su casa y raptarla.
Con motivo de un inoportuno viaje a Rosario, faltaban cuatro días para volver a verla. La nueva oficina en el puerto de esa ciudad requería su presencia sin más dilaciones, y, aunque pensó enviar a otra persona, finalmente desistió al no encontrar a la apropiada. El negocio de importación y exportación estaba en ciernes, y, si bien marchaba satisfactoriamente, requería su completa atención. Había invertido la mayor parte de su fortuna y no podía librar nada al azar.
—Te preparé la tina para que tomes un baño —dijo Frida, y lo trajo a la realidad.