—Te habrías sentido orgullosa de
Marley
—le dije—. Fue muy raro. No sé cómo, pero supo que aquello era algo serio. Sí, lo supo. Sintió el peligro y se transformó en un perro completamente diferente.
—Te lo dije —comentó Jenny. Y era cierto.
Mientras el helicóptero daba vueltas sobre nuestras cabezas, Jenny se acomodó en su lado de la cama y antes de dormirse dijo:
—Otra noche toledana en el barrio.
Yo estiré la mano en la oscuridad hasta que encontré a
Marley
, que estaba echado junto a mí.
«Te portaste muy bien esta noche, grandullón —le susurré, acariciándole las orejas—. Te has ganado el sustento.» Y con la mano sobre su lomo, me dejé tentar por Morfeo.
Una prueba de la insensibilidad que había en el sur de Florida en torno al crimen en general fue que el apuñalamiento de una adolescente que estaba sentada en su coche, frente a su casa, sólo ocupó seis frases del diario de la mañana siguiente. El relato del crimen en el
Sun-Sentinel
apareció en la página 3B, entre otras noticias breves, con el título de «Un hombre ataca a una chica».
La historia no hacía mención alguna de mí ni de
Marley
, ni de los chicos que salieron corriendo tras el asesino prácticamente desnudos, ni de Barry, que había ido tras él en su coche. Todos los vecinos del barrio, que habían encendido las luces de sus casas, habían llamado al 911, el número de la policía. Pero en el sórdido mundo del crimen violento del sur de Florida, el drama de nuestro barrio era sólo un tímido hipo. No había habido muertos, no había habido rehenes, no había pasado nada.
La cuchilla se había metido en el pulmón de Lisa, por lo que tuvo que estar cinco días en el hospital y varias semanas recuperándose en su casa. La madre mantenía informados a los vecinos de su evolución, pero la chica no salía de la casa. A mí me preocupaba el trauma emocional que pudiera dejarle el ataque. ¿Volvería a sentirse cómoda alguna vez cuando saliera del santuario de su casa? Nuestras vidas se habían cruzado durante tres minutos, pero yo tenía la sensación de haber invertido en ella el afecto que un hermano puede tener por su hermana menor. Quería respetar su intimidad, pero también quería verla, quería saber de primera mano que estaba bien.
Un sábado por la tarde, mientras yo lavaba nuestros coches en el camino de entrada, con
Marley
atado cerca de mí, levanté los ojos y vi que la tenía delante. Estaba más bonita de lo que yo la recordaba. Bronceada, fuerte y atlética, volvía a tener un aspecto estupendo. La chica me sonrió y me preguntó:
—¿Te acuerdas de mí?
—Veamos… —dije, fingiendo extrañeza—. Me resultas vagamente familiar. ¿No eres la que estaba delante mío en el concierto de Tom Petty y no quería sentarse?
Ella se rió, y yo le pregunté cómo estaba.
—Estoy bien. Casi normal —dijo.
—Tienes un aspecto estupendo —le dije—. Un poquito mejor que cuando te vi por última vez.
—Claro —dijo, mirándose los pies—. ¡Qué noche aquélla!
—¡Qué noche aquélla! —repetí, haciéndole eco.
Eso fue todo lo que dijimos sobre el asunto. Después, Lisa me contó lo que le habían hecho en el hospital, me habló de los médicos, del detective que la entrevistó, de las innumerables cestas de frutas que recibió y del aburrimiento de tener que estar sentada en su casa mientras se recuperaba. Pero no volvió a mencionar el ataque en sí. Y tampoco lo hice yo. Es mejor olvidarse de algunas cosas.
Lisa se quedó bastante tiempo esa tarde, siguiéndome mientras yo iba haciendo cosas en el jardín, jugando con
Marley
y hablando de cosas insustanciales. Yo tenía la impresión de que había algo que quería decirme, pero que no se atrevía. La chica sólo tenía diecisiete años, así que yo no esperaba que encontrase las palabras. Nuestras vidas se habían cruzado sin mediar plan alguno, dos seres desconocidos que de improviso se encuentran gracias a un inexplicable acto de violencia. No había habido tiempo entonces para las usuales presentaciones que se estilan entre vecinos, ni tiempo para establecer límites. En un abrir y cerrar de ojos nos habíamos encontrado íntimamente involucrados en una crisis, un papá en calzoncillos y una adolescente con la blusa empapada de sangre, aferrándose el uno al otro y también a la esperanza. Por eso ahora había una cierta intimidad. ¿Cómo podía no haberla? También había una cierta extrañeza, una ligera turbación, porque en ese momento nos habíamos encontrado con las guardias bajas. Las palabras sobraban. Sabía que ella me estaba agradecida por haber tratado de ayudarla, sabía que apreciaba mi esfuerzo por consolarla, por poco que hubiera sido. Sabía que yo la apreciaba mucho y que estaba de su lado. Esa noche habíamos compartido algo —uno de esos momentos instantáneos de claridad que definen todos los demás de una vida— que ninguno de los dos olvidaría así sin más.
—Me alegra mucho que hayas venido a verme —le dije.
—Y yo también estoy feliz de haber venido —respondió Lisa.
Cuando se fue, me dejó un buen sabor de boca. Era una chica fuerte y dura que progresaría. Y así fue. Años después me enteré de que había hecho carrera como presentadora de televisión.
John. —En medio de las tinieblas del sueño, fui cobrando conciencia de que alguien me llamaba—. John, John, despierta… —Era Jenny, que mientras me sacudía, me decía—: John, creo que el bebé está por nacer.
Levantando medio cuerpo, me apoyé sobre un codo y me restregué los ojos. Jenny estaba echada de lado, con las rodillas a la altura del pecho.
—¿El bebé qué…?
—Tengo contracciones muy fuertes —dijo Jenny—. He estado controlando los intervalos, y tenemos que llamar al doctor Sherman.
Para entonces yo ya estaba completamente despierto.
¿Que el bebé estaba por nacer?
Yo estaba ansioso con el nacimiento de nuestro segundo hijo, que, según sabíamos por la ecografía, era otro varón. Pero algo andaba mal, muy mal, con el tiempo. Jenny llevaba veintiuna semanas de embarazo, apenas la mitad de las cuarenta semanas que componen el período total de gestación. Entre los libros de maternidad que Jenny tenía había una colección de fotografías in vitro de alta definición tomadas a fetos en cada una de las semanas de su desarrollo. Pocos días antes habíamos mirado las fotos juntos y estudiado las correspondientes a la semana veintiuno, maravillándonos ante la evolución de nuestro hijo. A las veintiuna semanas, un feto puede caber en la palma de una mano, pesa menos de medio kilo, tiene los ojos cerrados, los dedos frágiles como ramitas y los pulmones aún sin suficiente desarrollo para destilar oxígeno. A las veintiuna semanas, las posibilidades de un bebé de vivir fuera del útero son magras, y las de sobrevivir sin acarrear graves problemas de salud de por vida, más magras aún. Hay razones por las que la naturaleza mantiene a los bebés en el útero materno durante nueve largos meses.
—Lo más probable es que no sea nada —dije.
Sin embargo, mientras marcaba a toda prisa el teléfono del servicio de guardia del médico, sentía que el corazón me latía con rapidez. Dos minutos después llamó el doctor Sherman, con voz de dormido. «Quizá sean sólo gases —dijo—, pero será mejor que le echemos un vistazo», y me ordenó que llevase a Jenny al hospital de inmediato. Corrí por toda la casa, echando ropa de ella en una maletita, preparando biberones y poniendo pañales en su correspondiente bolsa. Jenny llamó por teléfono a su amiga y colega Sandy, otra flamante mamá que vivía a pocas manzanas de nuestra casa, y le preguntó si podía dejar a Patrick en su casa. Para entonces,
Marley
también se había levantado y estaba bostezando, estirando las extremidades y contoneándose.
¡Un inesperado viaje nocturno!
«Lo siento, Mar», le dije, mientras lo llevaba al garaje a pesar de la cara compungida que me puso. «Te toca proteger el fuerte.» Cogí a Patrick, lo puse en la sillita infantil del coche, le ajusté el cinturón de seguridad y nos marchamos en medio de la noche.
En la unidad de cuidados intensivos de la maternidad de St. Mary’s, las enfermeras pusieron manos a la obra de inmediato. Vistieron a Jenny con una bata de hospital y la enchufaron a un monitor que medía las contracciones y los latidos del corazón del bebé. Jenny tenía contracciones cada seis minutos, lo cual descartaba de plano los gases. «Su bebé quiere nacer —le dijo una de las enfermeras—, pero vamos a emplearnos a fondo para asegurarnos de que no lo haga.»
El doctor Sherman les pidió por teléfono que verificaran si el útero de Jenny se dilataba. Una enfermera introdujo un dedo enguantado en el útero de Jenny e informó al médico que había dilatado un centímetro. Incluso yo sabía que aquello no iba bien. La dilatación completa del cuello del útero se produce a los diez centímetros, punto en el cual la madre empieza a pujar, cuando se trata de un parto normal. Con cada dolorosa contracción, el cuerpo de Jenny la acercaba al punto desde el cual no hay retorno.
El doctor Sherman ordenó un goteo endovenoso de una solución salina y una inyección para inhibir el parto. Las contracciones cedieron, pero dos horas después volvieron con más fuerza, por lo que hubo que dar a Jenny una segunda inyección, y después una tercera.
Jenny estuvo en el hospital los doce días siguientes, hurgada y pinchada por un batallón de especialistas en las artes prenatales y sometida a controles monitorizados y a goteos endovenosos. Tomé unas vacaciones para atender a Patrick en mi temporal condición de padre único, haciendo lo imposible para mantener todo funcionando con normalidad —la colada, las comidas, el pago de cuentas, la limpieza de la casa y el cuidado del jardín—. Ah, sí, y también a atender a la otra criatura viviente que teníamos en casa, el pobre
Marley
, que de repente pasó de ser segundo violín a ni siquiera figurar entre los miembros de la orquesta. Pero aunque yo no le prestara atención, él mantenía vivo el vínculo de nuestra relación y no me perdía de vista un minuto. Me seguía lealmente mientras yo, con Patrick en un brazo, pasaba la aspiradora, metía la ropa en la lavadora o cocinaba con la otra. Si yo entraba en la cocina para poner los platos sucios en el lavavajillas, él me seguía, daba unas vueltas en busca del lugar perfecto y, cuando lo encontraba, se dejaba caer sobre él. No bien se instalaba allí, yo iba a la lavandería a sacar la ropa de la lavadora para ponerla en la secadora, y allí iba él y, poniendo las mantitas a su antojo con una pata, se tumbaba sobre ellas, pero yo ya partía hacia el salón para recoger los diarios. Y así sucesivamente. Con suerte, recibía una caricia si yo me tomaba un descanso entre tantas tareas domésticas.
Una noche, cuando finalmente logré que Patrick se durmiera, me eché en el sofá, agotado.
Marley
se me acercó, dejó caer sobre mi regazo la soga con la que jugábamos y se quedó mirándome con aquellos gigantescos ojos pardos que tenía. «Ay,
Marley
… —dije—. Estoy rendido.» Él puso el hocico debajo de la soga y de un tirón la levantó en el aire, esperando que yo intentara cogerla y dispuesto a ganarme de mano. «Lo siento, amigo. Esta noche, no», le dije.
Marley
levantó una ceja y ladeó la cabeza. Se dio cuenta de que, de pronto, se desvanecía su entretenida rutina diaria. Su ama había desaparecido de forma misteriosa y su amo ya no era un tío divertido; nada era igual que antes. El pobre animal suspiró y vi que estaba tratando de comprender lo que ocurría.
¿Por qué John no juega más? ¿Qué ha pasado con los paseos matinales? ¿Por qué ya no nos tiramos al suelo y luchamos? ¿Y dónde está Jenny? No ha huido con el dálmata de la otra manzana, ¿no?
La vida era completamente aburrida para
Marley
, aunque tenía su lado bueno, porque pronto adopté el hábito que tenía en mi vida de soltero (léase el desaliño). Dado el poder que me había sido investido en mi condición de único adulto de la casa, anulé la Ley sobre la Domesticidad del Matrimonio y proclamé las derogadas Reglas del Soltero como leyes del territorio hogareño. Mientras Jenny estuviera en el hospital, las camisas se usaban dos veces, y hasta tres, entre coladas, salvo que las manchas de mostaza fueran muy evidentes; la leche podía beberse directamente del bote y el asiento de la taza del baño podía quedar levantado, a menos que necesitara bajarlo para sentarme en él. Para alegría de
Marley
, establecí la política de mantener abierta la puerta del cuarto de baño veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Después de todo, en casa sólo estábamos nosotros tres, todos tíos. Esa medida brindó a
Marley
una nueva oportunidad de tener más intimidad en un espacio cerrado. A partir de allí, lo más sensato fue dejarlo que bebiera agua del grifo de la bañera. Jenny se habría espantado, pero, a mi juicio, era mejor eso que el agua de la taza del baño. Ahora que estaba firmemente instaurada la Política del Asiento Levantado (y, en consecuencia, también la Política de la Tapa Levantada), tuve que ofrecer a
Marley
una alternativa viable a esa atractiva piscina de porcelana llena de agua que le rogaba que metiera su hocico en ella y jugase al submarino.
Adquirí entonces el hábito de dejar el grifo de la bañera apenas abierto cuando yo estaba en el baño, para que
Marley
pudiera beber agua fresca. Y él no podía haber estado más feliz, aunque le hubiese construido una réplica exacta de la Splash Mountain.
Marley
solía ladear la cabeza debajo del grifo y beber el agua que manaba, azotando el lavamanos con la cola. Su sed no tenía límite, al punto que llegué a convencerme de que debía de haber sido camello en una vida anterior. Pronto descubrí que había creado el monstruo de la bañera, ya que
Marley
tomó la costumbre de ir al cuarto de baño a solas y quedarse mirando el grifo, con añoranza, lamiéndolo por si acaso quedase alguna gota por caer y refregando el hocico en la llave del agua, hasta que yo no aguantaba más e iba a abrírsela. Había resuelto descartar con desdén el agua que tenía en su bol.
El siguiente paso hacia la barbarie se produjo cuando me duchaba.
Marley
supuso que podía pasar la cabeza por debajo de la cortina de la bañera y beber agua de una catarata, más que de un chorrito. Así, mientras me duchaba, él lamía la alcachofa. «No se lo cuentes a mamá», le decía yo.
Traté de hacerle creer a Jenny que yo hacía todas las tareas de la casa sin el menor esfuerzo diciéndole: «Estamos muy bien», tras lo cual dirigiéndome a Patrick añadía: «¿No es cierto, camarada?» Patrick respondía con su acostumbrado «¡Dada!» y después, señalando la lámpara que había en el techo, decía: «¡Luuuuuz!» Pero Jenny no se dejaba engañar. Un día, cuando fui al hospital con Patrick para hacerle nuestra visita diaria, Jenny se quedó atónita mirando a Patrick y preguntó: