—¡Bienvenido al parto, papaíto! Todo esto es parte de la experiencia.
Comencé entonces a escabullirme de la habitación para reunirme con los demás padres que estaban en el pasillo. Cada uno de nosotros se apoyaba en la pared junto a la puerta de la habitación donde nuestras respectivas mujeres gritaban y gemían. Me sentí un poco ridículo con mi ropa deportiva de buena calidad, pero los granjeros no parecieron tenerlo en cuenta. Ellos no hablaban inglés y yo no hablaba español, pero todos estábamos en el mismo bote.
O casi. Ese día me enteré de que en Estados Unidos, los calmantes son un lujo, no una necesidad. A quienes podían pagarlos —o cuyos seguros médicos los incluían entre sus coberturas, como el nuestro— el hospital ponía anestesia epidural, con lo que se eliminaba el dolor directamente en el sistema nervioso central. Unas cuatro horas después de haber comenzado Jenny a tener los dolores de parto, llegó un anestesista y le insertó una larga aguja junto a la columna que luego acopló a una bolsa de goteo endovenoso. A los pocos minutos, Jenny no sentía el cuerpo de la cintura para abajo y dormía plácidamente. Las mexicanas no eran tan afortunadas, porque tenían que afrontar el parto a la antigua usanza, lanzando alaridos que punzaban el aire.
Pasaban las horas. Jenny pujaba, y yo dirigía. Cuando anochecía, salí al pasillo con una bolita envuelta en pañales. Levanté a mi flamante hijo por encima de mi cabeza y grité: «¡Es un niño!» Los otros padres se mostraron sonrientes y, recurriendo a la señal internacional de aprobación, levantaron los pulgares. A diferencia de la enconada lucha que habíamos tenido para ponerle un nombre al perro, concordamos casi de inmediato en el nombre de nuestro primer hijo. Se llamaría Patrick, como el primero de los Grogan que llegó a Estados Unidos procedente del condado irlandés de Limerick. En un momento dado llegó a nuestro cubículo una enfermera que dijo que había una suite disponible. Aunque nos pareció inútil cambiar de habitación, la mujer ayudó a Jenny a sentarse en una silla de ruedas, puso al bebé en sus brazos y nos sacó de allí de inmediato. Lo cierto es que la cena de alta cocina no era tan buena como se suponía.
Durante las semanas anteriores al parto, Jenny y yo tuvimos largas charlas sobre la estrategia a seguir para que
Merley
se aclimatase lo mejor posible a la recién llegada personita que lo destronaría ipso facto de su hasta entonces indisputable situación de Dependiente Preferido. Tanto ella como yo queríamos destronarlo de la manera más dulce posible. Habíamos oído contar historias sobre perros que se ponían en extremo celosos de los bebés y actuaban de forma inaceptable —desde mearse en objetos muy apreciados hasta tumbar las cunas, pasando por atacar directamente a las criaturas—, con el resultado general de ir a parar a una residencia canina, sin pasaje de vuelta. A medida que convertíamos la habitación extra en la del bebé, dejamos que
Merley
tuviera acceso a la cuna, las sábanas y mantas y todos los artículos que conformaban el ajuar del bebé. Él lo lamió y lo babeó todo hasta que satisfizo su curiosidad. En las treinta y seis horas que Jenny pasó en el hospital recuperándose del parto, yo hice frecuentes viajes a casa para ver a
Merley
, llevando conmigo mantitas y todo lo que pudiera oler al bebé. En una de esas visitas llevé incluso un pequeño pañal de usar y tirar que
Merley
olió con tanta fuerza que temí que lo succionara con la nariz y acabásemos necesitando una adicional y costosa intervención médica.
Cuando por fin llevé a casa a madre e hijo,
Merley
no tenía conciencia de lo que sucedía. Jenny puso a Patrick, que dormía en su sillita infantil, en medio de nuestra cama, tras lo cual se reunió conmigo y
Merley
en el garaje, donde tuvimos una movida y ruidosa reunión. Cuando
Merley
dejó de estar frenéticamente salvaje para convertirse en un perro desesperadamente feliz, lo dejamos entrar en la casa. Nuestro plan consistía en comportarnos con toda normalidad, sin enseñarle el bebé. Nos mantendríamos cerca de él y le permitiríamos descubrir por sí mismo, poco a poco, la presencia del recién llegado.
En el momento que Jenny fue al dormitorio,
Merley
la siguió y empezó a meter la nariz en la pequeña maleta que Jenny comenzó a desempacar. Era evidente que
Merley
no tenía la menor idea de que había una cosa con vida en medio de nuestra cama. De pronto Patrick se movió y lanzó un sonido parecido al del trino de un pájaro.
Merley
se quedó helado, con las orejas levantadas.
¿De dónde ha venido ese ruido?
Patrick emitió otro trinito y
Merley
levantó una pata, señalando como lo hacen los perros de caza de pájaros. ¡Dios mío…!
Merley
señalaba a nuestro bebé tal como señalaría un perro de caza a su…
presa
. En ese instante recordé el cojín de plumas que había atacado con tanta ferocidad. Pero, no sería tan burro como para confundir al bebé con un faisán, ¿no?
Y entonces
Merley
se abalanzó. No fue uno de esos impulsos feroces «para matar al enemigo», puesto que no mostraba los dientes ni gruñía, pero tampoco fue uno de «bienvenida al nuevo vecinito».
Merley
golpeó con el pecho sobre el colchón con tal fuerza que toda la cama se estremeció. Para entonces, Patrick ya estaba completamente despierto, con los ojos bien abiertos.
Merley
retrocedió y volvió a lanzarse hacia delante, cayendo a pocos centímetros de los pies del bebé. Jenny se abalanzó sobre Patrick y yo sobre
Merley
, cogiéndolo del collar con las dos manos.
Merley
estaba fuera de sí, luchando por llegar a esa nueva criatura que de algún modo se había introducido en nuestro íntimo santuario. Movía la parte trasera con inquietud, pero yo seguía aferrado a su collar; me sentía como el Llanero Solitario con Silver. «¡Bueno, todo acabó bien!»
Jenny quitó el cinturón que sujetaba a Patrick a su asiento, mientras yo apresaba a
Merley
entre mis piernas, agarrado con ambas manos de la correa. Incluso Jenny podía ver que
Merley
no suponía peligro alguno, pues jadeaba con esa mirada suya, tan tonta, a la vez que radiante, y movía la cola sin cesar. Mientras yo seguía sujetándolo con fuerza, Jenny fue acercándosele poco a poco hasta que le permitió que oliera los deditos del pie del bebé, luego sus pies y pantorrillas, hasta la cadera. El pobrecillo sólo tenía un día y medio de vida y ya se encontraba sometido a una aspiradora de tienda. Cuando
Merley
llegó al pañal, pareció alcanzar un alterado estado de conciencia, una especie de trance que había logrado inducido por los pañales. Había llegado a la tierra santa y se mostraba decididamente eufórico.
«Un solo paso en falso y te reduzco a cenizas», le advirtió Jenny, dispuesta a poner en práctica la amenaza. Si
Merley
hubiese hecho el más mínimo gesto de agresión contra el bebé, habría marcado su destino. Pero nunca lo hizo. Pronto aprendimos que nuestro problema no era impedir que
Merley
hiciera daño a nuestro precioso bebé, sino que se mantuviera alejado del cesto de los pañales sucios.
Pasado el tiempo,
Merley
llegó a aceptar a Patrick como su mejor amigo. Una noche, cuando apagaba las luces de la casa antes de acostarme, no pude encontrar a
Merley
por ninguna parte. Por fin se me ocurrió mirar en el cuarto del bebé, y allí estaba, echado en el suelo junto a la cuna de Patrick, roncando los dos en un ambiente de bendita fraternidad estereofónica. El salvaje de
Merley
era distinto cuando estaba con Patrick. Parecía comprender que era un ser humano frágil e indefenso, pues entonces se movía con cuidado y le lamía la cara y las orejas con delicadeza. Cuando Patrick empezó a gatear,
Merley
solía echarse sobre el suelo y dejar que Patrick trepase sobre él, como si se tratase de escalar una montaña, le tirase de las orejas, le hurgase los ojos y le arrancase pequeños mechones de pelo. Ninguna de esas cosas lo hacía reaccionar;
Merley
se quedaba quieto como una estatua. Cuando estaba con Patrick se comportaba como un gigante bondadoso y aceptaba con bonhomía y resignado buen humor su condición de segundón.
No todos aprobaban la fe ciega que depositamos en nuestro perro, pues veían en él a una bestia salvaje, impredecible y poderosa —ya pesaba en torno a los cincuenta kilos— y nos creían tontos sin remedio por confiarle un crío indefenso. Mi madre estaba decididamente en ese bando y no se mordía la lengua cuando resolvía que debíamos conocer su opinión. Le dolía ver que
Merley
lamiese a su nieto. «¿Sabéis dónde ha puesto esa lengua?», nos preguntaba haciendo gala de su retórica. Además nos advertía, de manera sombría, que nunca se debe dejar solos en la misma habitación a un crío y un perro, ya que podía despertarse sin aviso alguno su antiguo instinto depredador. Si fuera por ella, Patrick y
Merley
estarían separados por un muro a todas horas.
Un día, cuando mi madre había venido de Michigan a pasar unos días con nosotros, oí que llamaba angustiada.
—¡John, ven rápido! ¡El perro está mordiendo al bebé!
Salí disparado del dormitorio, a medio vestir, y encontré a Patrick moviéndose alegremente en su balancín, con
Merley
debajo. Es cierto que
Merley
lo mordisqueaba, pero no como temía mi espantada madre.
Merley
se había puesto justo donde el culito de Patrick, sujeto por una tira de tela, se detenía momentáneamente en la parte más alta del arco que describía el movimiento de su balancín, justo antes de iniciar el viaje en el sentido contrario. Cada vez que el pañal de Patrick pasaba a una distancia razonable,
Merley
lo mordía de manera juguetona y, de paso, divertía al bebé, que lo expresaba riéndose deleitado.
—¡Oh, mamá, no pasa nada…! —le dije—. Es que
Merley
tiene predilección por los pañales de Patrick.
Jenny y yo establecimos una rutina. De noche, yo me levantaría cada tantas horas para alimentar a Patrick, incluida la toma de las seis de la mañana, para que ella pudiera dormir. Así, medio dormido, lo cogía en mis brazos, le cambiaba el pañal y le preparaba el biberón. Después venía la recompensa: me sentaba en el porche de atrás con ese cuerpecito caliente recostado sobre mi estómago mientras tomaba su biberón. A veces yo descansaba la cara sobre la cabecita de él y dormitaba, a la vez que él tomaba su alimento con gusto. Otras veces escuchaba la emisora de radio de la red pública y veía cómo el cielo se ponía violáceo, después rosa y finalmente azul. Cuando Patrick había acabado su comida y había lanzado un provechoso eructo, lo vestía y me vestía, llamaba a
Merley
con un silbido y salíamos los tres a dar un paseo junto al agua. Habíamos comprado una sillita con tres ruedas grandes de bicicleta que nos permitía el acceso a casi todas partes, incluido pasar por encima de los bordillos y pasear por la arena. Debimos de ser todo un espectáculo esas mañanas, con
Merley
al frente, liderando la comitiva, yo en la última fila, frenando para salvar nuestras vidas, y Patrick en el medio, moviendo alegremente sus bracitos en el aire como si fuera un agente dirigiendo el tráfico. Cuando llegábamos a casa, Jenny ya estaba levantada, preparando el café. Poníamos a Patrick en su sillita alta y sobre la mesita echábamos cereales que, en cuanto nos descuidásemos,
Merley
le robaba poniendo la cabeza de lado y apropiándose de ellos con la lengua.
Robar la comida a un bebé, ¿es que se puede llegar más bajo que eso?
, pensábamos. Pero Patrick se mostraba enormemente entretenido con toda la operación y pronto aprendió a dejar caer los cereales al suelo para ver cómo
Merley
iba de un lado a otro para recogerlos del suelo con la lengua. También descubrió que si los dejaba caer en su regazo,
Merley
metía la cabeza debajo de su mesita y, en su búsqueda de los cereales errantes, le rozaba la barriguita, haciéndolo reír a carcajadas.
Jenny y yo descubrimos que la paternidad nos sentaba bien. Nos amoldamos a su ritmo, celebramos sus simples dichas y descartamos sus frustraciones con una mueca, sabiendo que incluso los días malos pronto no serían más que preciados recuerdos. Teníamos todo lo que queríamos: un precioso bebé, un perro lelo, una casita junto al agua y, desde luego, nos teníamos el uno al otro. En noviembre de ese año, en mi diario me promovieron a columnista, una posición codiciada que me proporcionaba mi propio espacio en la sección principal tres veces a la semana, para escribir sobre lo que quisiera. La vida era magnífica. Cuando Patrick cumplió nueve meses, Jenny empezó a hablar sobre cuándo nos pondríamos a pensar en tener otro hijo.
—Vaya, no lo sé —dije. Siempre habíamos sabido que queríamos tener más de uno, pero lo cierto es que no había calculado cuándo. No me parecía que debiéramos apresurarnos a volver a vivir lo que acabábamos de pasar—. Me parece que sería bueno dejar otra vez los anticonceptivos y ver qué pasa —sugerí.
—Ah… —dijo Jenny—. La vieja escuela de planificación familiar…, la del
Lo que será, será
.
—Venga, no me lo refriegues… —le dije—. Antes funcionó.
Y eso fue lo que hicimos. Pensamos que sería estupendo que concibiéramos en algún momento del año siguiente. Como Jenny se encargó de las matemáticas, dijo:
—Digamos que unos seis meses para quedar encinta y luego nueve meses más hasta el parto. Eso significaría dos años completos entre los dos.
A mí me pareció bien. Dos años era mucho tiempo, casi una eternidad, un lapso casi irreal. Ahora que había demostrado mi capacidad de cumplir la función masculina de la inseminación, me había quitado la presión de encima. Ni preocupaciones, ni estrés. Sucedería lo que tuviera que suceder.
Una semana después, Jenny estaba embarazada.
Con otro bebé gestándose en su interior, a Jenny le volvieron los antojos alimentarios a altas horas de la noche. Una noche era zumo de naranjas y, la siguiente, de pomelos. En una ocasión, sobre el filo de la medianoche, preguntó si había galletas bañadas en chocolate, y supe que haría otro viaje al colmado que estaba abierto las veinticuatro horas del día. Llamé a
Marley
con un silbido, le puse la correa y salimos. En el aparcamiento de la tienda nos entretuvimos con una joven de pelo rubio cardado y labios brillantes, con los tacones más altos que yo jamás había visto, que se había dirigido a
Marley
diciéndole: «¡Oh, qué ricura! Hola, cachorrito. ¿Cómo te llamas, bonito?» Por supuesto,
Marley
estaba de lo más contento por haber hecho una nueva amiga, pero yo lo sujeté con fuerza junto a mí para que no le babease la minifalda de color granate y la blusa blanca. «Quieres darme un besito, ¿no es cierto corazoncito?», dijo la chica, haciendo ruido de besos con los labios.