Llegó el otoño y, con él, un nuevo juego denominado Atacar las Pilas de Hojas. En Florida, los árboles no pierden las hojas en otoño, así que
Marley
estaba convencido de que éstas llovían del cielo a modo de regalo exclusivo para él. Mientras yo recogía las hojas naranjas y amarillas y las apilaba,
Marley
se sentaba y me observaba con paciencia, esperando que le llegase el momento adecuado para atacar. Cuando tenía ya una gran pila de hojas, él empezaba a aproximarse poco a poco, manteniendo el cuerpo en posición de acecho. De pronto se detenía y luego volvía a avanzar unos pasos más, oliendo el aire tal como lo hace un león del Serengeti cuando está próxima una incauta gacela. Y en el preciso momento en que yo me detenía y, apoyándome en el rastrillo, miraba mi obra de arte, él se ponía en marcha y, salvando la distancia con unos cuantos saltos con los que parecía volar, caía de plano sobre la pila de hojas y empezaba a restregarse, gruñir, repantigarse y, por razones ignotas para mí, a perseguirse la cola con ahínco, y sólo se detenía cuando las hojas de mi hermosa pila estaban otra vez desparramadas por el suelo. Hecho eso, se sentaba en medio de su obra de arte, con el cuerpo salpicado de restos de hojas, y me miraba con una enorme satisfacción, como si su contribución fuera una parte integral del proceso de recolección de hojas.
Nuestra primera Navidad en Pensilvania debía ser blanca. Jenny y yo habíamos tenido que recurrir a elementos atractivos para convencer a Patrick y Conor de que el hecho de abandonar el hogar y los amigos que tenían en el sur de Florida era para mejor y entre esos elementos figuraba la nieve, y no cualquier clase de nieve, sino la nieve blanda que se acumula y forma gruesas capas, la clase de nieve especial para postales, que cae del cielo en grandes copos silenciosos con la consistencia precisa para hacer muñecos con ella. Y, desde luego, la mejor de todas las nieves era la que caía el día de Navidad, el Santo Grial de todas las experiencias del invierno norteño. Tanto Jenny como yo habíamos exagerado la escena de que ese día se despertarían y encontrarían el paisaje cubierto por entero de un manto blanco, impoluto, con excepción de las solitarias huellas dejadas frente a la puerta de nuestra casa por el trineo de Papá Noel.
La semana antes de la Navidad, se sentaban los tres frente a la ventana durante horas, con los ojos fijos en las nubes plomizas, como si así pudieran lograr que se abrieran y dejaran caer la carga que transportaban. «¡Venga nieve, cae de una vez!», imploraban los niños. Jenny y yo llevábamos una cuarta parte de nuestras vidas sin ver la nieve, pero ellos no la habían visto nunca. Todos queríamos que nevara, pero las nubes no cedían. Unos días antes de Navidad, fuimos todos en la camioneta a una granja que había a menos de un kilómetro de casa y allí cortamos una pícea, dimos un paseo gratis en un carro de heno y bebimos zumo de manzana caliente junto a una fogata. Era el tipo de momento clásico de las fiestas en el Norte que habíamos echado de menos en Florida, pero faltaba una cosa. ¿Dónde diablos estaba la nieve? Jenny y yo empezamos a lamentar el hecho de haber inflado tanto la expectativa de la primera nevada que verían nuestros hijos. Cuando regresábamos a casa, con la camioneta impregnada del delicioso aroma de la pícea, los chicos se quejaron de haber sido engañados. Primero había sido la ausencia de lápices y ahora, la de la nieve. ¿Sobre qué otra cosa les mentirían sus padres?
El día de Navidad había bajo el árbol un trineo flamante y la suficiente cantidad de artilugios para la nieve como para poder hacer una excursión a la Antártida, pero lo único que se veía desde nuestras ventanas eran las ramas peladas de los árboles, los prados desnudos y los maizales de color pardo. Encendí unas ramas de cerezo en la chimenea y pedí a los niños que tuvieran paciencia. La nieve llegaría a su debido tiempo.
Pero llegó la Nochevieja y seguíamos sin noticias de la nieve. Incluso
Marley
parecía estar ansioso, pues iba de una ventana a la otra, quejándose quedamente, como si él también sintiera que le habían dado gato por liebre. Se acabaron las vacaciones de invierno y los niños volvieron al colegio, y la nieve seguía sin aparecer. Como cuando desayunaban me miraban con aire sombrío, me sentía como el padre que los había traicionado, empecé a ofrecer disculpas, diciendo cosas por el estilo de «tal vez haya en algún otro lugar unos niñitos y niñitas que necesiten la nieve más que nosotros».
—Sí, papá… —decía Patrick con sorna.
Por fin, transcurridas unas tres semanas del nuevo año, la nieve acudió para rescatarme de mi purgatorio de culpa. Cayó durante la noche, mientras dormíamos, y fue Patrick el primero en dar la voz de alarma. Entró corriendo en nuestro dormitorio y, levantando las persianas, gritó:
—¡Mirad! ¡Mirad! ¡Está nevando!
Jenny y yo nos sentamos en la cama para presenciar nuestra vindicación. Un manto blanco cubría las colinas, los campos de cultivo, los pinos y los techos, perdiéndose en el horizonte.
—Por supuesto que está nevando —dije socarronamente, con aire de sabiondo— ¿Acaso no os dije que nevaría?
Ya habían caído unos treinta centímetros, y aún seguía nevando fuerte. Pronto aparecieron Conor y Colleen chupándose los respectivos pulgares de una mano y arrastrando con la otra sus mantitas por el suelo.
Marley
se puso de pie, se desperezó y, sintiendo el ambiente de excitación, empezó a dar coletazos contra todo lo que encontraba a su paso. Volviéndome hacia Jenny, dije:
—Sospecho que no tenemos la opción de volver a dormirnos —y cuando ella confirmó mi sospecha, grité a los niños—: ¡Venga, conejillos de nieve, a ello!
Pasamos la media hora siguiente luchando con cremalleras, pantalones, broches, capuchas y guantes. Cuando por fin terminamos de vestirlos, los niños parecían momias y la cocina, el lugar donde se preparaban los participantes de las Olimpíadas de Invierno. Y, compitiendo en el Descenso de la Colina sobre Hielo, en el apartado de la División de Grandes Caninos, se encontraba…
Marley
, el Perro. Abrí la puerta principal de la casa y
Marley
salió disparado antes que nadie, tirando de paso al suelo a la bien pertrechada Colleen. No bien metió las patas en ese extraño elemento blanco —
¡Oh, es algo mojado! ¡Oh, es algo frío!
— se lo pensó dos veces e intentó regresar de inmediato. Como sabe cualquiera que haya conducido un coche en la nieve, eso de frenar bruscamente e intentar hacer un giro completo no es una buena idea.
Marley
pegó un resbalón de novela, girando con la cola por delante. Se apoyó un instante sobre uno de sus flancos justo antes de volver a saltar hacia arriba y dar una vuelta de campana, tras lo cual cayó sobre los escalones de la entrada y quedó con el morro enterrado en la nieve. Momentos después, cuando volvió a ponerse de pie, parecía un gigantesco y espolvoreado donut blanco. El Abominable Perro de las Nieves.
Marley
no sabía qué pensar de esta sustancia extraña. Volvió a enterrar la nariz en la nieve y, al sacarla, estornudó con fuerza, la golpeó con las patas y frotó el morro contra ella. Por fin, como si se hubiese acercado a él una mano celestial y le hubiese inyectado una enorme dosis de adrenalina, se lanzó a correr por todo el jardín, dando saltos y chapoteando, y salpicando su carrera con vueltas de campana y zambullidas. La nieve le resultó algo tan divertido como hurgar en los cubos de la basura del vecindario.
Si uno seguía las huellas de
Marley
en la nieve podía empezar a comprender su tortuosa mente. Estaban llenas de desviaciones, vueltas y giros abruptos, de saltos erráticos y de ochos dibujados en la superficie, de figuras como tirabuzones y saltos lutzianos, como si siguiera un extraño algoritmo que sólo él pudiese entender. Pronto los niños empezaron a imitarlo, zambulléndose de cabeza, girando y haciendo piruetas en la nieve, que se les metía por todos los huecos de sus trajes. En un momento dado, salió Jenny con tostadas untadas de mantequilla, tazones de chocolate caliente y un anuncio: se habían cancelado las clases. Yo sabía que no había manera de que mi pequeño Nissan sin tracción delantera pudiera salir del camino de entrada, y mucho menos bajar por las pronunciadas carreteras sin limpiar, así que declaré que también yo tendría un día de fiesta.
Quité la nieve que cubría el círculo de piedra que había construido el pasado otoño para las fogatas y pronto ardió allí un buen fuego. Los chicos descendían por la colina gritando en el trineo y pasaban junto a la fogata de camino al linde del bosque, con
Marley
detrás.
Miré a Jenny y le pregunté:
—Si alguien te hubiese dicho hace un año que tus hijos recorrerían en trineo el jardín trasero de tu casa, ¿lo habrías creído?
—Ni por casualidad —dijo, tras lo cual hizo una bola de nieve que me estampó en medio del pecho. Jenny tenía el pelo salpicado de nieve, las mejillas encendidas y de su aliento surgía una nube en torno a su boca.
—Ven aquí y dame un beso. —Le dije.
Transcurrido un rato, mientras los niños se calentaban junto a la fogata, decidí lanzarme yo con el trineo, algo que no hacía desde que era adolescente.
—¿Quieres venir conmigo? —pregunté a Jenny.
—Lo siento, cariño, pero tendrás que hacerlo tú solo —respondió ella.
Coloqué el trineo en la cima de la colina y me eché sobre él, manteniendo el torso levantado, apoyado sobre los codos, y los pies contra el borde de la parte delantera. Empecé a balancearme para ponerlo en movimiento. No era frecuente que
Marley
tuviera que mirar hacia abajo para verme y que me tuviera en una posición que podía interpretarse como una invitación. Se me acercó y empezó a olerme la cara. «¿Qué quieres?», pregunté. Y eso fue todo lo que necesitó para apuntarse a la aventura. Subiéndose al trineo, se echó sobre mi pecho. «¡Quítate del medio, pedazo de tronco!» Pero era demasiado tarde, porque ya estábamos en movimiento y ganando velocidad a medida que descendíamos por la colina.
—¡Buen viaje! —gritó Jenny cuando nos vio pasar.
Y allá fuimos, colina abajo volando por la nieve, con
Marley
lamiéndome la cara con alevosía. Gracias a la suma de nuestros pesos, bajamos a mucha mayor velocidad que los chicos y pronto superamos las huellas que ellos habían dejado. «¡Agárrate bien,
Marley
! —grité— ¡Vamos a estrellarnos contra el bosque!»
Pasamos primero junto a un gran nogal, luego entre dos cerezos salvajes, eludiendo de milagro los árboles resistentes a medida que avanzábamos abriéndonos paso a través de la maleza y las zarzas. De pronto recordé que justo delante de nosotros había un escalón, de casi un metro de altura, por el cual se llegaba al arroyuelo que todavía no se había congelado. Intenté sacar los pies afuera para frenar el trineo con ellos, pero no pude, y sólo me quedó tiempo para cerrar los ojos y abrazarme a
Marley
con fuerza, a la vez que gritaba «¡Ayyyy!», porque ya volábamos por el aire.
El trineo saltó por encima del escalón y dejó de sostener nuestros cuerpos por completo. Me sentí como en uno de esos clásicos dibujos animados, suspendido en el aire durante unos eternos segundos, antes de caer de forma ruinosa. La única diferencia consistía en que, en este dibujo animado, yo estaba fundido con un loco y babeante labrador retriever. Caímos abrazados sobre un gran montículo de nieve, haciendo un ruido suave, tipo chapoteo, con parte de nuestros cuerpos aún sobre el trineo y éste al borde del agua del arroyuelo. Abrí los ojos y sopesé la situación. Podía mover los dedos de los pies y de las manos y podía girar el cuello; no me había roto nada.
Marley
se puso de pie y empezó a dar saltos. Yo me levanté lanzando un quejido y, quitándome con las manos todo lo que me había caído encima, dije: «Estoy demasiado viejo para estas cosas.» En los meses siguientes, se hizo cada vez más evidente que también lo estaba
Marley
.
En un momento dado de ese primer invierno que pasamos en Pensilvania, comencé a notar que
Marley
había dejado de pertenecer a la mediana edad y se había acogido a la jubilación. En diciembre había cumplido nueve años, y poco a poco había ido perdiendo fuelle. Aún tenía ataques de energía incontrolada, inducida por la adrenalina, como en esa primera nevada, pero cada vez eran menores y más espaciados. De momento, se contentaba con pasar casi todo el día durmiendo y, cuando salíamos a pasear, se cansaba antes que yo, lo que constituía toda una primicia en nuestra relación. Un día de finales del invierno, con la temperatura por encima de los cero grados y el aire con un cierto aroma de primavera, bajé con él por una colina y subí por otra, más pronunciada que la nuestra, en cuya cima se encontraba la iglesia junto a la cual había un antiguo cementerio, lleno de veteranos de la guerra civil. Era un paseo que yo hacía a menudo y que incluso el otoño anterior
Marley
había hecho sin ningún esfuerzo aparente, pese al pronunciado ángulo de desnivel, que siempre nos hacía jadear. Pero esta vez,
Marley
iba a la zaga. Lo acicateé con palabras de aliento, pero el pobre tenía el aspecto de un muñeco que atenúa el paso porque se le acaban las pilas.
Marley
ya no tenía la energía necesaria para llegar a la cima. Me detuve para dejar que descansara antes de proseguir la marcha, algo que nunca había hecho antes. «No habrás decidido dejar de incordiarme, ¿no?», le pregunté, mientras me ponía de cuclillas y le acariciaba la cara con mi mano enguantada.
Marley
levantó los ojos brillantes y la nariz mojada, y me miró sin preocuparse por su declinante energía. Tenía una mirada de satisfacción, aunque también de agotamiento, como si la vida no pudiera ser mejor que la que tenía entonces, sentado junto a una carretera rural, un fresco día de finales del invierno, al lado de su amo. «Si crees que te voy a llevar en brazos, te equivocas», le dije.
A la luz del sol, noté cuántas más canas habían aparecido entre el pelaje amarillento de su cara. Gracias a que su piel era tan clara, el efecto era poco notable, aunque innegable. Todo su morro y una buena parte de las cejas se habían vuelto blancos. Sin que nos diéramos cuenta, nuestro cachorro eterno se había hecho mayor.
Pero eso no era sinónimo de que se portase mejor.
Marley
seguía haciendo las mismas travesuras, pero con menos rapidez y energía. Todavía robaba comida de los platos de los chicos, levantaba con la nariz la tapa del cubo de la basura y hurgaba dentro de él, aún mordía la correa, tragaba una gran diversidad de objetos, bebía el agua del grifo de la bañera y dejaba caer chorritos de su gaznate, y cuando el cielo se oscurecía y se oían truenos, se aterrorizaba y, si estaba solo, se volvía destructivo. Un día, llegamos a casa y encontramos a
Marley
en medio de un mar de espuma y el colchón de Conor rasgado hasta salírsele los flejes.