Nos quedamos observándolos y conteniendo la risa. Allí estaba
Marley
, como una esfinge egipcia, echado con las patas delanteras cruzadas, la cabeza erguida, jadeando alegremente y acercando la nariz de forma repetida a la cabecita de Colleen. El pobre matrimonio debía de creer que se había topado con un claro caso de negligencia infantil, un delito punible. Sin duda los padres estaban bebiendo en algún bar, mientras el bebé se hallaba en manos de un labrador retriever que en cualquier momento podría intentar alimentarlo.
Marley
, como si formara parte del ardid, cambió de posición y acabó por apoyar sobre la barriguita de Colleen el mentón, que era más grande que la niña misma, y exhalar un profundo suspiro. Parecía proteger a la niña. Y acaso lo hacía, aunque estoy casi seguro de que sólo se dedicaba a inhalar el aroma que despedía el pañal.
Jenny y yo nos quedamos entre los arbustos, intercambiando sonrisas. La sola idea de
Marley
como cuidador de niños era demasiado buena para dejar de aprovecharla. Me inclinaba por esperar a ver qué sucedía, pero entonces pensé que una de las acciones podía ser una llamada a la policía. Habíamos logrado alojar a Conor en un pasadizo, pero ¿cómo explicaríamos esto? («Sí, ya sé lo que debe parecer, señor agente, pero lo cierto es que el perro es sorprendentemente responsable…») Salimos de detrás de los arbustos, saludamos con la mano al matrimonio y pudimos ver el alivio que asomaba a sus rostros. Así se enteraron de que, gracias a Dios, ese bebé no había sido abandonado a los perros.
—Deben de confiar mucho en su perro —dijo la mujer, no sin una cierta cautela con la que manifestó su creencia de que los perros eran unos animales feroces e impredecibles que no debían estar junto a un indefenso recién nacido.
—Todavía no se ha comido a nadie —dije.
Dos meses después de llegar Colleen a nuestro hogar, cumplí cuarenta años, y lo festejé de la manera menos auspiciosa posible: a solas. Se supone que «Los Cuarenta» son un punto de inflexión de importancia, el momento de la vida en que uno se despide de la inquieta juventud y opta por las predecibles comodidades de la mediana edad. Si hay un cumpleaños que merece ser festejado a lo grande es el de los cuarenta, pero no fue así en mi caso. Por entonces ya éramos padres responsables de tres hijos. Jenny tenía a la menor prendida de su pecho y había cosas más importantes por las cuales preocuparse. Ese día, cuando llegué del trabajo, Jenny estaba cansadísima. Cenamos las sobras de una comida anterior, bañé a los chicos y los acosté, mientras Jenny daba de mamar a Colleen. A las ocho y media de la noche, los tres niños dormían, y también mi mujer. Me serví una cerveza y fui a tomarla en el patio, mirando el agua azul iridiscente de la piscina iluminada.
Marley
, fiel como siempre, estaba junto a mí, y mientras le acariciaba las orejas se me ocurrió pensar que él también atravesaba en su vida el mismo momento de inflexión que yo. Lo habíamos traído a casa hacía seis años, así que, calculando su edad perruna, rondaba ya los cuarenta. Había alcanzado esa edad de forma inadvertida y aún actuaba como un cachorro. Además, gozaba de muy buena salud, salvo por una serie de pertinaces infecciones de oído que requerían de un repetido tratamiento. No daba muestra alguna de estar envejeciendo y tampoco de estar perdiendo energía. Nunca tuve a
Marley
como modelo de nada, pero mientras bebía mi cerveza pensé que tal vez él conocía el secreto de la buena vida: no dejar de moverse, no mirar hacia atrás, vivir cada día con el brío, las agallas, la curiosidad y la alegría de un adolescente. Si uno cree que aún es un cachorro, quizá lo sea, sin perjuicio de lo que diga el calendario. Ésa no es una mala filosofía de vida, aunque yo preferiría pasar por alto los episodios de sofás y lavaderos destrozados.
«Bueno, chico —le dije, apoyando mi botella de cerveza sobre su mejilla, a modo de brindis entre diferentes especies—. Esta noche estamos vivos sólo tú y yo. Brindo por los cuarenta. Brindo por la mediana edad. Brindo por correr hasta el final con perros grandes.» Y entonces también
Marley
se acurrucó y se quedó dormido.
Unos días después de mi cumpleaños, cuando aún rumiaba lo solo que lo había pasado, me llamó Jim Tolpin, el colega que me había ayudado a que
Marley
dejara de saltar sobre la gente, para preguntarme si no me gustaría salir con él la noche siguiente, que era sábado, a tomar una copa. Jim se había ido del diario para estudiar Derecho casi al mismo tiempo que nosotros nos habíamos mudado a Boca Ratón, así que hacía meses que no nos veíamos. «Por supuesto», le dije, no sin preguntarme a qué se debía el encuentro. Jim me recogió a las seis y me llevó a un pub inglés, donde bebimos cerveza ligera Bass mientras nos poníamos al día acerca de nuestras vidas. Lo estábamos pasando en grande, cuando el barman dijo en voz alta:
—¿Hay algún John Grogan aquí? ¡Teléfono para John Grogan!
Era Jenny, cuya voz sonaba muy nerviosa y estresada.
—¡La niña llora, no hay quien domine a los chicos y acabo de aplastar las lentes de contacto…! —rugió por teléfono— ¿Puedes venir enseguida?
—Trata de calmarte —le dije—. Tranquilízate. Iré a casa enseguida.
Colgué y el barman, haciendo un gesto de conmiseración y mirándome como si yo fuera un pobre tío encarcelado, me dijo:
—Lo siento, amigo.
—Vamos —dijo Jim—. Te llevaré a casa.
Cuando giramos en mi calle vimos que había coches a ambos lados.
—Alguien da una fiesta —comenté yo.
—Eso parece —dijo Jim.
—¡Vaya por Dios…! —exclamé cuando llegamos a mi casa—. Mira eso. Alguien ha aparcado en mi entrada. ¡Hay que tener cara…!
Estacionamos de manera que el otro no pudiera salir, e invité a Jim a que entrase en casa conmigo. Yo aún me quejaba del desconsiderado que había aparcado en mi entrada cuando de pronto se abrió la puerta principal. Era Jenny, con Colleen en brazos. No parecía estar alterada en absoluto. De hecho, una franca sonrisa le invadía la cara. Y detrás de ella estaba el gaitero, con su correspondiente atuendo.
¡Madre mía! ¿En qué me he metido?
Después miré detrás del gaitero y vi que alguien había sacado la cerca de la piscina y había puesto velas que flotaban en el agua. El patio estaba lleno de amigos, vecinos y colegas del trabajo. Justo cuando caía en la cuenta de que todos esos coches que había en la calle pertenecían a toda la gente que había en mi casa, gritaron al unísono: «¡FELIZ CUMPLEAÑOS, AMIGO!»
Mi mujer no se había olvidado de mi cumpleaños.
Cuando por fin pude cerrar la mandíbula, abracé a Jenny, le di un beso en la mejilla y le susurré al oído: «Más tarde me las pagarás.»
Alguien abrió la puerta del lavadero en busca del cubo de la basura, y
Marley
lo aprovechó para salir disparado, luciendo su mejor y más festivo humor. Atravesó la casa por entre las piernas de los asistentes, robó de una bandeja una tapa de mozzarella y albahaca, levantó la falda de algunas damas con el hocico y se lanzó derechito hacia la piscina. Lo cogí justo cuando estaba a punto de zambullirse de panza en el agua y volví a llevarlo al lavadero. «No te preocupes —le dije—. Te guardaré las sobras.»
No fue mucho después de esa fiesta sorpresa —una fiesta cuyo éxito se consolidó con la llegada de la policía a medianoche para pedirnos que bajáramos el tono de todo— cuando
Marley
pudo por fin validar su intenso temor a los truenos. Un domingo por la tarde, yo estaba en el jardín del fondo preparando un rectángulo de tierra para tener un huerto más, bajo un cielo amenazadoramente oscuro. Trabajar en el jardín se estaba convirtiendo en una verdadera afición para mí, y cuanto mejor me salía todo, más deseaba cultivar y poco a poco iba invadiendo todo el jardín trasero. Mientras yo trabajaba la tierra,
Marley
iba y venía a mi alrededor, nervioso porque su barómetro interior ya había detectado la tormenta que se avecinaba. Yo también la sentía, pero quería dejar acabada la parcela y supuse que podría trabajar hasta que empezaran a caer las primeras gotas. Mientras cavaba, miraba al cielo y observaba la negra y ominosa tormenta que se formaba a varios kilómetros hacia el Este, aún sobre el océano.
Marley
se quejaba queda pero insistentemente, rogándome así que dejase la pala y me fuera adentro. «Cálmate —le dije—. Está a muchos kilómetros de distancia.»
Apenas había pronunciado esas palabras cuando tuve una sensación que nunca había sentido, una especie de cosquilleo en la nuca. El cielo había adquirido un extraño color verde grisáceo y el aire parecía haberse detenido, como si alguna fuerza celestial se hubiese apoderado de los vientos y los hubiese congelado en sus puños.
¡Qué extraño!
, pensé, mientras hacía una pausa, apoyado en mi pala, para estudiar el cielo. Fue entonces cuando la oí: una sibilante y crepitante oleada de desbordante energía, similar a la que se siente a veces cuando se está debajo de cables de alta tensión. Una especie de zumbido llenó el aire en mi entorno, seguido de un breve instante de un absoluto silencio. En ese momento me di cuenta de que algo estaba a punto de suceder, pero no supe reaccionar a tiempo. En una fracción de segundo, el cielo adquirió un color blanco enceguecedor y sentí una explosión como nunca había sentido, ni en una tormenta, ni en fuegos artificiales, ni durante una demolición. Un muro de energía me dio en el pecho, como si me hubiese dado de pleno un defensa en el juego de fútbol estadounidense. Cuando abrí los ojos, quién sabe cuántos segundos después, me encontré boca abajo, con arena en la boca, la pala a unos tres metros de distancia y una lluvia torrencial que me calaba hasta los huesos.
Marley
también estaba tumbado boca abajo sobre el patio y, cuando vio que yo levantaba la cabeza, se aproximó arrastrando la panza por el suelo, como un soldado tratando de pasar por debajo de una alambrada de púas. Cuando llegó junto a mí, se subió a mi espalda y enterró el hocico en mi nuca, lamiéndome con frenesí. En un intento de situarme y reconocer lo que sucedía, miré a mi alrededor durante un instante y vi en qué lugar del poste de la electricidad había caído el rayo y seguido el cable que iba a la casa, a unos seis metros de donde yo había estado. El contador de la electricidad que había en la pared estaba totalmente chamuscado.
«¡Vamos!», grité. Y entonces tanto
Marley
como yo nos pusimos de pie y salimos disparados hacía la puerta trasera de la casa, mientras a nuestro alrededor seguían cayendo rayos. No nos detuvimos hasta que estuvimos bajo techo. Entonces me quedé de cuclillas en el suelo, calado hasta los huesos, recuperando el aliento, con
Marley
trepado encima, lamiéndome la cara, mordisqueándome las orejas, repartiendo saliva y mechones de pelo por todas partes.
Marley
no cabía en sí de terror, por lo que temblaba de forma descontrolada y echaba babas por la boca. Lo abracé, tratando de calmarlo. «¡Dios, ese sí que casi nos cogió!», dije, dándome cuenta de que yo también temblaba.
Marley
me miró con aquellos ojos suyos, grandes y llenos de empatía, que yo juraba que casi podían hablar. Estaba seguro de lo que quería decirme.
Hace años que intento decirte que esas cosas pueden matarte, pero nadie me hacía caso. ¿Ahora me tomarás en serio?
Al perro no le faltaba razón. Después de todo, quizá su temor a los truenos no fuese tan irracional. Tal vez sus ataques de pánico ante los primeros truenos distantes habían sido su forma de decirnos que las violentas tormentas de Florida, las más letales de todo el país, no eran algo que debiera tomarse a la ligera. Acaso todas las paredes, las puertas y las alfombras destrozadas habían sido su manera de construir una cueva a prueba de rayos en la que pudiéramos cobijarnos todos los miembros de la familia. ¿Y cómo se lo habíamos agradecido? Regañándolo y dándole tranquilizantes.
Nuestra casa estaba a oscuras, y se habían quemado el aire acondicionado, los ventiladores de los techos, los televisores y todos los aparatos eléctricos. El interruptor del circuito estaba fundido. Estábamos a punto de hacer feliz a un electricista. Pero yo estaba con vida, y también mi compañero eterno. Jenny y los niños, a salvo en la sala de estar, ni siquiera se habían dado cuenta de que la casa había recibido el impacto de un rayo. Estábamos todos vivos, así que ¿por qué preocuparse de otras cosas? Cogí a
Marley
y, levantando sus cuarenta y cuatro kilos de sólida y enérgica carne, lo puse sobre mi regazo y le hice una promesa: Nunca más desoiría su temor a la fuerza letal de la naturaleza.
Como columnista, yo andaba siempre a la pesca de historias interesantes y raras. Redactaba tres columnas por semana, lo que significaba que uno de los retos más importantes era encontrar un número constante de temas nuevos. Todas las mañanas leía los cuatro diarios del sur de Florida, marcando y cortando todo aquello que pudiera ofrecer algún interés. Después, lo único que debía hacer era dar con un prisma o un enfoque que fuera exclusivamente mío. Mi primer artículo había surgido del titular de un diario. Un coche que iba a gran velocidad y llevaba ocho adolescentes había caído a un canal que bordeaba los Everglades. Sólo la conductora, una chica de dieciséis años, su hermana gemela y otra chica habían podido escapar del coche hundido. Era una historia importante sobre la cual quería escribir, pero ¿cuál era la óptica nueva que pudiera decir que fuera mía? Me dirigí al lugar del accidente con la esperanza de encontrar inspiración y la encontré incluso antes de aparcar el coche. Los condiscípulos de los cinco chicos muertos habían transformado el pavimento en un tapiz de elegías escritas y pintadas con pulverizadores. Había más de medio kilómetro de asfalto cubierto de lado a lado con ellas y era palpable la emoción que contenían las frases. Cuaderno en mano, empecé a copiar algunas de ellas. «Juventud desperdiciada», decía una acompañada de una flecha que, partiendo de ella, llegaba hasta el borde del agua, donde había caído el coche. Y entonces, en medio de esa catarsis de toda la comunidad, encontré lo que buscaba: una disculpa pública de la joven que conducía el coche, una tal Jamie Bardol. Escrita en letras grandes con bucles, de carácter infantil, ponía: «Ojalá hubiera sido yo. Lo siento.» Había encontrado mi columna.
Pero no todos los temas eran tan lúgubres. Cuando a una jubilada le comunicaron que sería desalojada de su piso porque su perro pesaba más de lo permitido por los reglamentos, intervine para defender al delincuente peso pesado. Cuando una confusa señora mayor estrelló su coche contra una tienda mientras trataba de aparcarlo, afortunadamente no haciendo daño a nadie, yo estaba a pocos pasos, hablando con los testigos oculares. Mi trabajo podía llevarme un día a un campamento de inmigrantes, al día siguiente a la mansión de un millonario y, al otro, a la esquina de un barrio bajo. Me encantaba la variedad, me encantaba la gente que conocía y, más que nada, me encantaba la casi total libertad que tenía para ir donde quisiera en busca de algo que despertara mi curiosidad.